"Si hay tercera guerra mundial, la cuarta será a garrotazos"
Marcelo Colussi, Rebelión
La violencia no es un cuerpo extraño en la dinámica humana; bien por el contrario, hace parte fundamental de nuestra condición. No es nueva en nuestra sufrida historia como especie; al contrario también, la historia no es sino una sucesión –interminable– de hechos violentos. "La violencia es la partera de la historia", escribió con gran acierto Marx. Obviamente sería mejor vivir sin ella (verdad de Perogrullo, pero verdad al fin); es demasiado el sufrimiento que nos deja.
Sin embargo no se ve con real perspectiva de futuro cómo lograrlo. Podrían medirse por cantidades millonarias las apelaciones a la paz y a la no violencia que en el mundo ha habido, en todo tiempo y lugar, desde las más variadas circunstancias y con las mejores intenciones. Pero los resultados están a la vista: la violencia no cede. ¿Crece incluso?
Vista a lo largo de la historia, podría decirse –al menos en principio– que la violencia, si bien no desaparece, va teniendo una mayor contención, va siendo aislada, relativamente reducida. En algún sentido ello es cierto: hoy somos menos "brutales" que años atrás. Ya no hay un emperador o faraón sediento de sangre que manda sacrificar unos cuantos esclavos por pura diversión; no se hacen sacrificios humanos, y la diversión de las masas ya ha superado, al menos un poco, el circo romano. Es decir, aunque persiste (ahí están las corridas de toros, las riñas de gallos, los índices de violencia delincuencial desenfrenados de muchos países latinoamericanos, las guerras que no cesan en buena parte del mundo), la violencia brutal está más "regulada". Y aunque parezca un chiste macabro, la guerra se regula por medio de tratados internacionales que fijan hasta dónde puede llegar la brutalidad (tirar bombas atómicas sí, pero sólo algunos Estados; torturar no, pero dadas las circunstancias, puede aceptarse si el enemigo es "demasiado" malo. Se puede matar, pero no con crueldad a un enemigo desarmado). No sabemos si es para reír o llorar, pero esa es nuestra realidad.
Aunque la violencia sigue existiendo, tiene cada vez más el estigma de algo "malo", "perverso", que, en todo caso, es mejor ocultar. Entrado el siglo XXI, a nadie se le ocurriría, por ejemplo (no quedaría bien, no sería políticamente correcto), promover esos circos romanos con gladiadores y leones; sería demasiado sangriento. Para eso está hoy –logros de la civilización– el boxeo profesionalizado (con guantes, protectores bucales, reglamentos estrictos, donde el objetivo no es matar al adversario, sino knockearlo).
En otros términos: la violencia tiende a hacerse más "refinada". Las guerras no han desaparecido –y, dicho sea de paso, nada hace pensar que vayan a desaparecer en el corto plazo (¿cuántas se están desarrollando en este momento?)– pero, aunque no podamos decir que sean menos violentas que antaño, admiten regulaciones y normativas impensables siglos atrás: ahí están por ejemplo –aunque abran el debate sobre su vigencia e impacto– las convenciones de Ginebra. Es decir: la especie humana ha ido desarrollando legislaciones (hoy día hablamos de derechos humanos como inalienables a nuestra condición de humanos en tanto tales) que van achicando –o intentándolo al menos– el campo a la violencia. Y podemos legislar sobre la eutanasia o el aborto, sin duda: logros civilizatorios.
Esto es cierto, definitivamente. Ejemplos al respecto hay por cantidades industriales: existen declaraciones de principios por la paz, a favor de la no violencia y del respeto por doquier y, aunque resta muchísimo por seguir mejorando en todo esto, podría decirse sin temor a la equivocación que el proceso civilizatorio avanza: aunque gocen aún de buena salud, el machismo comienza a reducirse, el racismo está severamente criticado, la tortura está legalmente condenada, los linchamientos son un delito. El mundo moderno ya no tolera un circo romano o sacrificios humanos como en la antigüedad. ¿Progresamos entonces? Estaríamos tentados a decir que sí.
De todos modos la realidad cotidiana nos confronta con situaciones que ponen seriamente en entredicho esta apreciación. De nuevo repetimos la pregunta: ¿crece la violencia? Crecen sus formas de expresión, crece la crueldad solapada, el refinamiento con que se presenta. Si bien por un lado hemos avanzado en la defensa por los derechos del ser humano, al mismo tiempo también ha crecido el desprecio por la vida.
Considerada como "problema" social, no hay dudas que, en relación a otros momentos de la historia, la violencia aumenta. Las principales desgracias de la humanidad siglos atrás, en las distintas culturas conocidas, estaban ligadas a hambrunas y guerras. Esos problemas hoy día siguen presentes, a los que se le suman nuevas –y quizá más destructivas– formas de violencia. Nunca antes como ahora la violencia había sido un problema de salud pública.
Las formas en que la psicología de un pueblo se presenta habla de su proyecto vital en tanto comunidad. Sin ser estrictamente formaciones psicopatológicas, en el medioevo europeo, por ejemplo, buena parte de la construcción psicosocial considerada normal estaba dada por la visión de vírgenes y santos; los pobladores de la Polinesia se aterrorizan si incumplen sus tabúes mirando su animal sagrado; en la moralista época victoriana las conversiones histéricas pasaron a ser la nota distintiva en una sociedad que todo lo prohibía. En esta línea podemos decir que, tal como en los ejemplos anteriores, si algo representa a la cultura dominante actual, a la edificación psicosocial de las masas cada vez más globalizadas de nuestros tiempos, es la violencia. La violencia es la nota distintiva de fines del siglo XX y comienzos del XXI, aunque en ese mismo período haya aparecido la Declaración Universal de los Derechos Humanos y se hayan firmado numerosos convenios para el aseguramiento de la paz.
Nuestros tiempos modernos están "enfermos" de violencia. Para graficarlo de un modo patético podríamos decir que si hoy desapareciera nuestra especie producto de, por ejemplo, una hecatombe nuclear –cosa nada imposible, por cierto, con casi 12.000 misiles nucleares dispersos por ahí– la inteligencia (humana o extraterrestre), que estudiara nuestros restos en un futuro tomaría como ícono de nuestra civilización de comienzos del tercer milenio una persona jugando un videojuego violento tanto como la invasión real de cualquier país del Sur pobre por fuerzas del Norte desarrollado. No se encontraría con sacrificios humanos, pero encontraría misiles nucleares y películas (una cada 36 horas saca Hollywood al mercado) donde lo que más se entroniza es la muerte y la violencia extrema. En otros términos: encontraría que la violencia y el desprecio por el otro son una regla casi "normal".
No deja de ser curiosa la evolución que va sufriendo la idea sobre la vida, sobre su valor. En las culturas más antiguas –en el Oriente, en los pueblos americanos precolombinos– la vida misma nunca fue tan despreciada como pasó a serlo en el Occidente capitalista. ¿Es ello intrínseco al desarrollo del capitalismo mismo? Todo indicaría que sí. Una sociedad edificada sobre el fetiche del dinero, del mercado, de la cosa material en sí misma, olvida lo humano. La sola constatación empírica nos muestra que la deshumanización crece: las guerras son cada vez más crueles, las torturas más sutiles, la exclusión de enormes masas pasan a ser proyecto político, se planifican con frialdad. Nunca en la historia, al menos hasta ahora, se había considerado "inviable" un ser humano; nunca se había pensado en que alguien "sobra". La lógica del mercado –implacable, atroz– lo corrobora a diario: hay gente que sobra, hay países que sobran…, aunque se escriban pomposas declaraciones sobre el valor de la vida y la inviolabilidad de los derechos primeros de todos los humanos.
En esta lógica de desprecio por la vida, tanto el ser humano de carne y hueso como el entorno medioambiental pasan a ser elementos secundarios, prescindibles. Vale el mercado, la mercadería suprema que es el dinero; lo demás no cuenta. El otro, o igualmente la naturaleza, han pasado a ser medios en esa búsqueda desenfrenada de lucro utilitarista. En nombre del dios mercado la naturaleza es vista sólo como instrumento, como cosa a explotar; de ahí el desastre ecológico que vivimos, y que amenaza con seguir empeorando. Desastre, por cierto, que constituye una forma nueva, refinada, sutilmente cruel –la más cruel si se quiere– contra la especie humana en su conjunto. Actitud ésta que ha posibilitado el sistema capitalista, que no se encontró jamás en ninguna sociedad agraria de las que conoció la historia, y mucho menos en las sociedades pre-agrarias, más ¿animalescas? aún.
De la misma manera, la percepción del otro que ha abierto el sistema capitalista llevó –quizá inexorablemente; no había otra posibilidad– a un agudo desprecio del ser humano, aunque también se haya desarrollado la doctrina de los derechos humanos. La vida es medible en términos económicos, por lo que interesa más en función de valores cuantificables que como bien intrínseco. Por lo tanto, ante ese desprecio por la vida, el otro es intrascendente, e incluso –el paso es muy sutil– muy fácilmente sospechoso.
Nos refinamos cada vez más, hasta estaríamos tentados a decir que nos "civilizamos". El machismo y el racismo, por ejemplo, empiezan a ser vistos como "incorrectos políticamente". Pero el modelo económico-social dominante desprecia cada vez más al otro de carne y hueso. Y ello trae resultados concretos: ahí están los síntomas de un mundo, por un lado más refinado, pero al mismo tiempo, cada vez más inauditamente violento. Para decirlo con un primer ejemplo, quizá el más notorio: en un mundo con una potencialidad productiva casi infinita, la principal causa de muerte es el hambre. El mundo actual tiene capacidad suficiente para proporcionar una dieta de 2.700 calorías diarias a 12 mil millones de seres humanos, es decir que en la actualidad se producen alimentos para nutrir correctamente casi al doble de la población mundial que pisa el planeta, pero no obstante cada 7 segundos muere un semejante porque no tiene qué comer.
Si eso es posible, y junto a ello se gastan sumas astronómicas de dinero en comida para mascotas, algo grave está sucediendo en la cosmovisión que nos regula. ¿Vale más un perrito que un ser humano? Dicho sea de paso: un perro de un hogar término medio del Norte come un promedio de carne roja anual superior a un habitante del Sur famélico.
La modalidad que ha ido tomando la sociedad capitalista pone más importancia –aunque oficialmente se declare lo contrario, por supuesto– en la máquina que en el individuo. ¿Estaremos por llegar al ejercicio de una sexualidad cibernética? (de hecho ya existe la tecnología pertinente, aunque no sea de consumo masivo aún). Si es posible planteárselo, ello mismo demuestra que la tendencia en juego puede llevar a darle más importancia a la ropa con sensores y anteojos tridimensionales que al tibio cuerpo de carne humana (¿al que se terminará aborreciendo por sospechoso? –es sucio, puede transmitir enfermedades–)
En esta cosmovisión que ya se ha instalado, en esta apología del individualismo absoluto donde el otro es, ante todo, un sospechoso (más aún si es pobre, moreno, si no tiene tarjeta de crédito, ¡y no digamos si está en el Norte sin papeles viniendo del Sur!), la violencia, aunque no se manifieste con sacrificios humanos o torturas en la plaza pública, está más presente que nunca. Si no fuera por ese desprecio creciente del ser humano que caracterizó la historia del siglo XX, no se podría haber usado armamento nuclear en dos ocasiones (tragicómicamente, en nombre de la libertad); y menos aún se podría haber seguido desarrollando el potencial bélico hasta los niveles que ahora existe. Si no fuera porque la cosmovisión creada por el capitalismo puede arrasar con recursos naturales y seres humanos con la más absoluta impunidad y sin la menor culpa, no podrían entenderse los íconos de la cultura moderna: el estereotipo de Hollywood, el macho violento triunfador, Rambo, la violencia inaudita de los dibujos animados, de los videojuegos infantiles, la violencia despiadada de una pandilla juvenil, o de las guerras modernas (que como doctrina científica llaman a golpear especialmente población civil y hacer uso de la psicología en tanto mecanismo de control social, todo desde la más absoluta asepsia técnica).
La violencia no conmueve, nos vamos acostumbrando cada vez más a ella. La violencia y el desprecio por el otro son connaturales a nuestros tiempos; de ello nos hablan desde las bombas inteligentes hasta las pandillas juveniles, de los movimientos fundamentalistas con acciones terroristas hasta los comics.
Ante este panorama podríamos estar tentados a hacer un llamado –uno más, ¿por qué no?, pero ¿cuánto sirven en realidad?– a la paz en el mundo. El Papa, representando a una institución que mató millones de personas y hoy día constituye un azote para muchos niños que caen en sus apetitos sexuales, lo hace. ¿Vale de algo acaso? Suficientes llamados ya se han hecho; llamar, clamar, implorar por la paz y la no violencia no es criticable, en modo alguno. Pero el llamado mismo –la experiencia lo dice– no logra su cometido. Construir una cultura de no violencia debe partir indefectiblemente de un estado de mayor justicia. Sin equidad no puede haber paz. La única manera de, quizá no eliminar pero al menos reducir la violencia, es sentando bases humanas de mayor justicia (léase: distribución más justa de los poderes, equidad económica, equidad de género, no discriminación).
Con un profundo pesimismo intelectual Freud habló de una "pulsión de muerte", Thanatos, energía vital de la especie humana que nos llevaría a la autodestrucción; para muestra: las guerras recurrentes, las irracionales limpiezas étnicas, las conductas suicidas que a diario podemos constatar (fumar, drogarse, manejar automóviles irresponsablemente, manipular armas de fuego y un largo etcétera). Probablemente su condición ideológica lo llevó a formular esa mitología conceptual; una visión con mayor tino político puede ver en estas construcciones humanas designios de la historia social, de las relaciones de poder, que asientan –sin ninguna duda– en posibilidades psicológicas. Todos podemos matar dadas las circunstancias, en nombre de lo que sea; pero ello no significa que somos originariamente asesinos. La violencia no es biológica. Al menos, la eliminación del otro en nombre de alguna justificación (política, racial, cultural, etc.), no es biológica. Es contra ello contra lo que debemos luchar; y eso significa una más equitativa repartición de los poderes, empezando por el económico, quizá el principal, pero apuntando a todos los poderes que nos sojuzgan.
Lo que está claro es que el sistema de relaciones sociales que se ha generado en este momento de la historia de la especie es altamente injusto y violento, y excluyente como ninguno otro. Pese a la cantidad de comida producida el hambre continúa azotando; las armas solamente pueden producirlas algunos Estados a partir de un supuesto derecho de agresión que otros no tendrían. ¿Por qué los asesinos misiles nucleares de Corea del Norte son una vergüenza para la Humanidad, y no así los 6.000 de que dispone el gobierno de Estados Unidos? Los excluidos no tienen derecho a protestar. Ante esta violencia monumental que invita/exige un consumo que no es posible y que castiga con furiosa rabia todo intento de protesta, las reacciones son –y seguramente serán– cada vez más desesperadas, más violentas, más despiadadas.
En modo alguno, absolutamente en modo alguno puede justificarse una acción terrorista que golpea sobre civiles desarmados; pero no hay que dejar de reconocer que es tan terrorista, cruel y brutal un bombazo en un supermercado o en una escuela como el bombardeo de poblaciones civiles (¿daños colaterales?), o una política que, a sabiendas, hambrea y mata poblaciones continentales (¿sobrantes?). Ante un sistema que desprecia la vida humana y fetichiza la cosa material, las respuestas de los oprimidos pueden ser tan locas, violentas y crueles como las que cada vez más se ven por todos lados.
¿A dónde conducirá tanta violencia desbocada? Como mínimo pueden apuntarse dos cosas: por un lado, mientras no se promueva un mayor grado de justicia en nuestra especie, las desigualdades seguirán produciendo reacciones tan inhumanas y violentas como el mundo que las provoca: ante el desprecio por la vida no puede haber sino desprecio por la vida (¿cómo y por qué no habría de haberlo? La violencia provoca violencia; la locura provoca locura). Por otro lado, mirando la espiral de violencia que no cesa, podría concluirse que Einstein no estaba equivocado, y es en un todo acertada su frase que el presente escrito lleva por título.
La violencia no es un cuerpo extraño en la dinámica humana; bien por el contrario, hace parte fundamental de nuestra condición. No es nueva en nuestra sufrida historia como especie; al contrario también, la historia no es sino una sucesión –interminable– de hechos violentos. "La violencia es la partera de la historia", escribió con gran acierto Marx. Obviamente sería mejor vivir sin ella (verdad de Perogrullo, pero verdad al fin); es demasiado el sufrimiento que nos deja.
Sin embargo no se ve con real perspectiva de futuro cómo lograrlo. Podrían medirse por cantidades millonarias las apelaciones a la paz y a la no violencia que en el mundo ha habido, en todo tiempo y lugar, desde las más variadas circunstancias y con las mejores intenciones. Pero los resultados están a la vista: la violencia no cede. ¿Crece incluso?
Vista a lo largo de la historia, podría decirse –al menos en principio– que la violencia, si bien no desaparece, va teniendo una mayor contención, va siendo aislada, relativamente reducida. En algún sentido ello es cierto: hoy somos menos "brutales" que años atrás. Ya no hay un emperador o faraón sediento de sangre que manda sacrificar unos cuantos esclavos por pura diversión; no se hacen sacrificios humanos, y la diversión de las masas ya ha superado, al menos un poco, el circo romano. Es decir, aunque persiste (ahí están las corridas de toros, las riñas de gallos, los índices de violencia delincuencial desenfrenados de muchos países latinoamericanos, las guerras que no cesan en buena parte del mundo), la violencia brutal está más "regulada". Y aunque parezca un chiste macabro, la guerra se regula por medio de tratados internacionales que fijan hasta dónde puede llegar la brutalidad (tirar bombas atómicas sí, pero sólo algunos Estados; torturar no, pero dadas las circunstancias, puede aceptarse si el enemigo es "demasiado" malo. Se puede matar, pero no con crueldad a un enemigo desarmado). No sabemos si es para reír o llorar, pero esa es nuestra realidad.
Aunque la violencia sigue existiendo, tiene cada vez más el estigma de algo "malo", "perverso", que, en todo caso, es mejor ocultar. Entrado el siglo XXI, a nadie se le ocurriría, por ejemplo (no quedaría bien, no sería políticamente correcto), promover esos circos romanos con gladiadores y leones; sería demasiado sangriento. Para eso está hoy –logros de la civilización– el boxeo profesionalizado (con guantes, protectores bucales, reglamentos estrictos, donde el objetivo no es matar al adversario, sino knockearlo).
En otros términos: la violencia tiende a hacerse más "refinada". Las guerras no han desaparecido –y, dicho sea de paso, nada hace pensar que vayan a desaparecer en el corto plazo (¿cuántas se están desarrollando en este momento?)– pero, aunque no podamos decir que sean menos violentas que antaño, admiten regulaciones y normativas impensables siglos atrás: ahí están por ejemplo –aunque abran el debate sobre su vigencia e impacto– las convenciones de Ginebra. Es decir: la especie humana ha ido desarrollando legislaciones (hoy día hablamos de derechos humanos como inalienables a nuestra condición de humanos en tanto tales) que van achicando –o intentándolo al menos– el campo a la violencia. Y podemos legislar sobre la eutanasia o el aborto, sin duda: logros civilizatorios.
Esto es cierto, definitivamente. Ejemplos al respecto hay por cantidades industriales: existen declaraciones de principios por la paz, a favor de la no violencia y del respeto por doquier y, aunque resta muchísimo por seguir mejorando en todo esto, podría decirse sin temor a la equivocación que el proceso civilizatorio avanza: aunque gocen aún de buena salud, el machismo comienza a reducirse, el racismo está severamente criticado, la tortura está legalmente condenada, los linchamientos son un delito. El mundo moderno ya no tolera un circo romano o sacrificios humanos como en la antigüedad. ¿Progresamos entonces? Estaríamos tentados a decir que sí.
De todos modos la realidad cotidiana nos confronta con situaciones que ponen seriamente en entredicho esta apreciación. De nuevo repetimos la pregunta: ¿crece la violencia? Crecen sus formas de expresión, crece la crueldad solapada, el refinamiento con que se presenta. Si bien por un lado hemos avanzado en la defensa por los derechos del ser humano, al mismo tiempo también ha crecido el desprecio por la vida.
Considerada como "problema" social, no hay dudas que, en relación a otros momentos de la historia, la violencia aumenta. Las principales desgracias de la humanidad siglos atrás, en las distintas culturas conocidas, estaban ligadas a hambrunas y guerras. Esos problemas hoy día siguen presentes, a los que se le suman nuevas –y quizá más destructivas– formas de violencia. Nunca antes como ahora la violencia había sido un problema de salud pública.
Las formas en que la psicología de un pueblo se presenta habla de su proyecto vital en tanto comunidad. Sin ser estrictamente formaciones psicopatológicas, en el medioevo europeo, por ejemplo, buena parte de la construcción psicosocial considerada normal estaba dada por la visión de vírgenes y santos; los pobladores de la Polinesia se aterrorizan si incumplen sus tabúes mirando su animal sagrado; en la moralista época victoriana las conversiones histéricas pasaron a ser la nota distintiva en una sociedad que todo lo prohibía. En esta línea podemos decir que, tal como en los ejemplos anteriores, si algo representa a la cultura dominante actual, a la edificación psicosocial de las masas cada vez más globalizadas de nuestros tiempos, es la violencia. La violencia es la nota distintiva de fines del siglo XX y comienzos del XXI, aunque en ese mismo período haya aparecido la Declaración Universal de los Derechos Humanos y se hayan firmado numerosos convenios para el aseguramiento de la paz.
Nuestros tiempos modernos están "enfermos" de violencia. Para graficarlo de un modo patético podríamos decir que si hoy desapareciera nuestra especie producto de, por ejemplo, una hecatombe nuclear –cosa nada imposible, por cierto, con casi 12.000 misiles nucleares dispersos por ahí– la inteligencia (humana o extraterrestre), que estudiara nuestros restos en un futuro tomaría como ícono de nuestra civilización de comienzos del tercer milenio una persona jugando un videojuego violento tanto como la invasión real de cualquier país del Sur pobre por fuerzas del Norte desarrollado. No se encontraría con sacrificios humanos, pero encontraría misiles nucleares y películas (una cada 36 horas saca Hollywood al mercado) donde lo que más se entroniza es la muerte y la violencia extrema. En otros términos: encontraría que la violencia y el desprecio por el otro son una regla casi "normal".
No deja de ser curiosa la evolución que va sufriendo la idea sobre la vida, sobre su valor. En las culturas más antiguas –en el Oriente, en los pueblos americanos precolombinos– la vida misma nunca fue tan despreciada como pasó a serlo en el Occidente capitalista. ¿Es ello intrínseco al desarrollo del capitalismo mismo? Todo indicaría que sí. Una sociedad edificada sobre el fetiche del dinero, del mercado, de la cosa material en sí misma, olvida lo humano. La sola constatación empírica nos muestra que la deshumanización crece: las guerras son cada vez más crueles, las torturas más sutiles, la exclusión de enormes masas pasan a ser proyecto político, se planifican con frialdad. Nunca en la historia, al menos hasta ahora, se había considerado "inviable" un ser humano; nunca se había pensado en que alguien "sobra". La lógica del mercado –implacable, atroz– lo corrobora a diario: hay gente que sobra, hay países que sobran…, aunque se escriban pomposas declaraciones sobre el valor de la vida y la inviolabilidad de los derechos primeros de todos los humanos.
En esta lógica de desprecio por la vida, tanto el ser humano de carne y hueso como el entorno medioambiental pasan a ser elementos secundarios, prescindibles. Vale el mercado, la mercadería suprema que es el dinero; lo demás no cuenta. El otro, o igualmente la naturaleza, han pasado a ser medios en esa búsqueda desenfrenada de lucro utilitarista. En nombre del dios mercado la naturaleza es vista sólo como instrumento, como cosa a explotar; de ahí el desastre ecológico que vivimos, y que amenaza con seguir empeorando. Desastre, por cierto, que constituye una forma nueva, refinada, sutilmente cruel –la más cruel si se quiere– contra la especie humana en su conjunto. Actitud ésta que ha posibilitado el sistema capitalista, que no se encontró jamás en ninguna sociedad agraria de las que conoció la historia, y mucho menos en las sociedades pre-agrarias, más ¿animalescas? aún.
De la misma manera, la percepción del otro que ha abierto el sistema capitalista llevó –quizá inexorablemente; no había otra posibilidad– a un agudo desprecio del ser humano, aunque también se haya desarrollado la doctrina de los derechos humanos. La vida es medible en términos económicos, por lo que interesa más en función de valores cuantificables que como bien intrínseco. Por lo tanto, ante ese desprecio por la vida, el otro es intrascendente, e incluso –el paso es muy sutil– muy fácilmente sospechoso.
Nos refinamos cada vez más, hasta estaríamos tentados a decir que nos "civilizamos". El machismo y el racismo, por ejemplo, empiezan a ser vistos como "incorrectos políticamente". Pero el modelo económico-social dominante desprecia cada vez más al otro de carne y hueso. Y ello trae resultados concretos: ahí están los síntomas de un mundo, por un lado más refinado, pero al mismo tiempo, cada vez más inauditamente violento. Para decirlo con un primer ejemplo, quizá el más notorio: en un mundo con una potencialidad productiva casi infinita, la principal causa de muerte es el hambre. El mundo actual tiene capacidad suficiente para proporcionar una dieta de 2.700 calorías diarias a 12 mil millones de seres humanos, es decir que en la actualidad se producen alimentos para nutrir correctamente casi al doble de la población mundial que pisa el planeta, pero no obstante cada 7 segundos muere un semejante porque no tiene qué comer.
Si eso es posible, y junto a ello se gastan sumas astronómicas de dinero en comida para mascotas, algo grave está sucediendo en la cosmovisión que nos regula. ¿Vale más un perrito que un ser humano? Dicho sea de paso: un perro de un hogar término medio del Norte come un promedio de carne roja anual superior a un habitante del Sur famélico.
La modalidad que ha ido tomando la sociedad capitalista pone más importancia –aunque oficialmente se declare lo contrario, por supuesto– en la máquina que en el individuo. ¿Estaremos por llegar al ejercicio de una sexualidad cibernética? (de hecho ya existe la tecnología pertinente, aunque no sea de consumo masivo aún). Si es posible planteárselo, ello mismo demuestra que la tendencia en juego puede llevar a darle más importancia a la ropa con sensores y anteojos tridimensionales que al tibio cuerpo de carne humana (¿al que se terminará aborreciendo por sospechoso? –es sucio, puede transmitir enfermedades–)
En esta cosmovisión que ya se ha instalado, en esta apología del individualismo absoluto donde el otro es, ante todo, un sospechoso (más aún si es pobre, moreno, si no tiene tarjeta de crédito, ¡y no digamos si está en el Norte sin papeles viniendo del Sur!), la violencia, aunque no se manifieste con sacrificios humanos o torturas en la plaza pública, está más presente que nunca. Si no fuera por ese desprecio creciente del ser humano que caracterizó la historia del siglo XX, no se podría haber usado armamento nuclear en dos ocasiones (tragicómicamente, en nombre de la libertad); y menos aún se podría haber seguido desarrollando el potencial bélico hasta los niveles que ahora existe. Si no fuera porque la cosmovisión creada por el capitalismo puede arrasar con recursos naturales y seres humanos con la más absoluta impunidad y sin la menor culpa, no podrían entenderse los íconos de la cultura moderna: el estereotipo de Hollywood, el macho violento triunfador, Rambo, la violencia inaudita de los dibujos animados, de los videojuegos infantiles, la violencia despiadada de una pandilla juvenil, o de las guerras modernas (que como doctrina científica llaman a golpear especialmente población civil y hacer uso de la psicología en tanto mecanismo de control social, todo desde la más absoluta asepsia técnica).
La violencia no conmueve, nos vamos acostumbrando cada vez más a ella. La violencia y el desprecio por el otro son connaturales a nuestros tiempos; de ello nos hablan desde las bombas inteligentes hasta las pandillas juveniles, de los movimientos fundamentalistas con acciones terroristas hasta los comics.
Ante este panorama podríamos estar tentados a hacer un llamado –uno más, ¿por qué no?, pero ¿cuánto sirven en realidad?– a la paz en el mundo. El Papa, representando a una institución que mató millones de personas y hoy día constituye un azote para muchos niños que caen en sus apetitos sexuales, lo hace. ¿Vale de algo acaso? Suficientes llamados ya se han hecho; llamar, clamar, implorar por la paz y la no violencia no es criticable, en modo alguno. Pero el llamado mismo –la experiencia lo dice– no logra su cometido. Construir una cultura de no violencia debe partir indefectiblemente de un estado de mayor justicia. Sin equidad no puede haber paz. La única manera de, quizá no eliminar pero al menos reducir la violencia, es sentando bases humanas de mayor justicia (léase: distribución más justa de los poderes, equidad económica, equidad de género, no discriminación).
Con un profundo pesimismo intelectual Freud habló de una "pulsión de muerte", Thanatos, energía vital de la especie humana que nos llevaría a la autodestrucción; para muestra: las guerras recurrentes, las irracionales limpiezas étnicas, las conductas suicidas que a diario podemos constatar (fumar, drogarse, manejar automóviles irresponsablemente, manipular armas de fuego y un largo etcétera). Probablemente su condición ideológica lo llevó a formular esa mitología conceptual; una visión con mayor tino político puede ver en estas construcciones humanas designios de la historia social, de las relaciones de poder, que asientan –sin ninguna duda– en posibilidades psicológicas. Todos podemos matar dadas las circunstancias, en nombre de lo que sea; pero ello no significa que somos originariamente asesinos. La violencia no es biológica. Al menos, la eliminación del otro en nombre de alguna justificación (política, racial, cultural, etc.), no es biológica. Es contra ello contra lo que debemos luchar; y eso significa una más equitativa repartición de los poderes, empezando por el económico, quizá el principal, pero apuntando a todos los poderes que nos sojuzgan.
Lo que está claro es que el sistema de relaciones sociales que se ha generado en este momento de la historia de la especie es altamente injusto y violento, y excluyente como ninguno otro. Pese a la cantidad de comida producida el hambre continúa azotando; las armas solamente pueden producirlas algunos Estados a partir de un supuesto derecho de agresión que otros no tendrían. ¿Por qué los asesinos misiles nucleares de Corea del Norte son una vergüenza para la Humanidad, y no así los 6.000 de que dispone el gobierno de Estados Unidos? Los excluidos no tienen derecho a protestar. Ante esta violencia monumental que invita/exige un consumo que no es posible y que castiga con furiosa rabia todo intento de protesta, las reacciones son –y seguramente serán– cada vez más desesperadas, más violentas, más despiadadas.
En modo alguno, absolutamente en modo alguno puede justificarse una acción terrorista que golpea sobre civiles desarmados; pero no hay que dejar de reconocer que es tan terrorista, cruel y brutal un bombazo en un supermercado o en una escuela como el bombardeo de poblaciones civiles (¿daños colaterales?), o una política que, a sabiendas, hambrea y mata poblaciones continentales (¿sobrantes?). Ante un sistema que desprecia la vida humana y fetichiza la cosa material, las respuestas de los oprimidos pueden ser tan locas, violentas y crueles como las que cada vez más se ven por todos lados.
¿A dónde conducirá tanta violencia desbocada? Como mínimo pueden apuntarse dos cosas: por un lado, mientras no se promueva un mayor grado de justicia en nuestra especie, las desigualdades seguirán produciendo reacciones tan inhumanas y violentas como el mundo que las provoca: ante el desprecio por la vida no puede haber sino desprecio por la vida (¿cómo y por qué no habría de haberlo? La violencia provoca violencia; la locura provoca locura). Por otro lado, mirando la espiral de violencia que no cesa, podría concluirse que Einstein no estaba equivocado, y es en un todo acertada su frase que el presente escrito lleva por título.