La triste realidad del fútbol boliviano

José Vladimir Nogales

La espantosa actualidad del fútbol boliviano no es una coyuntura insular en el depresivo contexto de una década plagada de fracasos internacionales, tanto en la cancha (con paupérrimas exposiciones) como en la objetividad de los fríos saldos estadísticos.

Vergonzosamente derrotados (Blooming cayó dos veces en casa y Bolívar vio derrumbada la inexpugnabilidad del Hermando Siles, temido por la altitud paceña), goleados (horrorizó el 0-7 que encajó Real Potosí en su visita a Cruzeiro) y con sus expectativas clasificatorias prematuramente hipotecadas, los equipos bolivianos redondean, en la presente campaña, otra decepcionante actuación en la Copa Libertadores, sin que se llegase al ecuador de la fase clasificatoria.


Y si bien en este “tour del terror“ los tres clubes exhibieron las consabidas miserias contemporáneas del fútbol nuestro, es éste un fracaso que, tanto por su magnitud como por su reiteración (el pasado año entre Aurora, Universitario y Real Potosí apenas cosecharon dos puntos, un miserable 4.02% del total) debe alarmar, por su estrépito, aún cuando no extrañe su materialización.

A nadie sorprenderá descubrir que, desde el año 2000 -cuando se implantó el vigente formato copero-, los equipos bolivianos no volvieron a asomar en octavos de final, lo que, junto a las estridentes calamidades de la selección en las últimas tres eliminatorias mundialistas (ubicándose, casi siempre, cerca del sótano), certifica que el fútbol boliviano ha trazado, en ese tiempo, una acentuada tendencia regresiva, que revela signos de erosiva decadencia.

Tampoco debería causar extrañeza saber que, según el ranking elaborado por el organismo de estadísticas de la FIFA, el campeonato boliviano se encuentra entre los peores del mundo (94 lugar), una realidad palmaria que -más allá de lo opinables que pueden parecer los métodos de calificación de tal organismo- resulta posible comprobar, sin necesidad de deglutir indigestos índices estadísticos, en las polvorientas exposiciones que ofrece cada jornada liguera.

Por tanto, no es aventurado afirmar que en Bolivia está el peor fútbol del hemisferio sur. Algo que es posible avalar estadísticamente, por sí esta segmentación se mostrase caprichosa a los escépticos ojos de algún desaforado chauvinista.

Si una meditada lectura de las reveladoras ulteriores actuaciones coperas no resultasen lo suficientemente convincentes, habrá que recordar que, en la última edición premundialista, la selección boliviana (pese a sus pirotécnicas victorias sobre Paraguay, Argentina y Brasil) volvió a hacer del sótano su hábitat. Quedó en penúltimo lugar, como ya ocurriera en la ruta hacia Alemania (2006), sólo antecediendo a la depauperada formación peruana, que quedó relegada un punto detrás.

Constatado el ascenso venezolano, las campañas boliviana y peruana compartieron segmentos de lastimera e insondable pobreza, pues, en conjunto, su representación sólo pudo reunir una insignificante cantidad de puntos (producto de siete triunfos y siete empates), frente a la catastrófica suma de 22 derrotas.

Pero, separada de la realidad peruana a nivel de selecciones (que tiende a modificarse a mediano plazo, por la explosiva irrupción de sus equipos en el escenario copero), la radiografía de la coyuntura boliviana es sustancialmente distinta en cuanto hace a clubes, como lo expresa el espectro estadístico de la campaña 2009 y lo que va de 2010: 18 derrotas (ocho en tierra propia), tres empates y ningún triunfo, dejando un escuálido rendimiento del 4.76. Adicionalmente, si como locales sólo se retuvo un catastrófico 9.09% de los puntos, como visitantes el rendimiento se redujo a un escalofriante 0%.

De ese deprimente escenario numérico, imperioso resulta intentar explicar su trama causal.

Quizá la razón básica, y muy obvia, del fiasco copero resida en el discretísimo nivel de un campeonato doméstico que halla reflejo en la redundante palidez de sus polvorientas exposiciones. Es lógico, entonces, que, trasladadas a un escenario de superior exigencia, las disimuladas carencias técnicas se hagan visibles y que, sometida a los parámetros internacionales, recién desaparezca la ceguera del conformismo utilitarista que nos gobierna.

En el último tiempo, el fútbol boliviano no insinuó propensión evolutiva alguna. Al contrario, con el envejecimiento de sus figuras emblemáticas y la inexistente renovación de jugadores, la tendencia es más bien involutiva. No se juega bien y, encima, se pierde. Y, para colmo, las goleadas vuelven a asomar (como el 0-5 que la “improvisada” selección de Villegas recibió ante México).

Cierto es que, en las últimas tres campañas, la competencia liguera ha estado presidida por una gran paridad, con un cúmulo de equipos discutiéndoles su primacía a los grandes. El problema estriba en que esa paridad no necesariamente implica calidad, consecuentemente el fútbol encontró su punto de equilibrio bastante abajo en la escala cualitativa.

¿Cuáles son las razones de tanta pobreza? Sin duda, la principal causa reside en la sequedad de las cuencas. A falta de una estructurada cantera -por inocultables deficiencias en las políticas de formación y las carencias de infraestructura, logística y financiera-, un síntoma de la precariedad laboral actual fue la extendida vigencia de los incombustibles “héroes” de 1993. Que siguiesen jugando más allá del año 2000, con su precariedad física a cuestas, denotaba que existía un bajísimo nivel que les permitía sostenerse. La apuesta por ellos, por otra parte, revelaba la ausencia de relevo y, de modo colateral, la postergación de algún emergente que, ciertamente, no alcanzaba un nivel evolutivo como para gestar la jubilación de los “legionarios”. Retirados ellos, la renovación fue vegetativa, por tanto con una inevitable evaporación de nivel. Esa que sufrimos hoy.

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