Entrevista con el sociólogo mexicano Héctor Díaz-Polanco

"Investigar desde el compromiso"

Yinett Polanco
Alai-amlatina
El sociólogo mexicano Héctor Díaz-Polanco posee una larga historia de relación con Cuba. A la 19 Feria Internacional del Libro de La Habana (11-20 de febrero de 2010) llegó para presidir el jurado del Premio Internacional de Ensayo “Pensar a Contracorriente” y para presentar Elogio de la diversidad (globalización, multiculturalismo y etnofagia), el libro que en 2008 obtuviera el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada, otorgado por Casa de las Américas, institución a la cual está ligado desde 1992 cuando fuera jurado de su Premio Literario.

Elogio de la diversidad había recibido también en 2005 el Premio Internacional de Ensayo de Siglo XXI Editores y el Colegio de Sinaloa. Entre sus obras recientes se cuentan La rebelión zapatista y la autonomía, 1997; México diverso. El debate por la autonomía, 2002; El canon Snorri. Diversidad cultural y tolerancia, 2004; El laberinto de la identidad, 2006, y La diversidad cultural y la autonomía en México, 2009.
Coeditor de la revista Nueva Antropología entre 1976 y 1988, miembro del Consejo de las revistas: Latin American Perspectives desde 1994, Desacatos. Revista de Antropología Social (2000-2003) y director de Memoria (Revista de política y cultura), desde 1997, Díaz-Polanco ha transitado por los caminos de las letras y el pensamiento expresándose en géneros y soportes diversos. Aunque se le reconoce como ensayista, recuerda con satisfacción los tiempos en que se presentaba a sí mismo como reportero.

“Comencé haciendo periodismo en un sistema radial, escribiendo tres editoriales diarios. En el programa se trataban temas sociales y tenía una gran audiencia. Para mí fue un privilegio enorme. Era muy joven entonces y sin experiencia en el periodismo, aunque sí la tenía en la literatura y eso me ayudó mucho. Se puede recorrer el periodismo desde dos sentidos: o va uno del periodismo a la literatura, o de la literatura al periodismo.”
En la conferencia de la premio Nobel Nadine Gordimer, ella se refería a que para ser escritor se deben tener determinadas dotes, mientras el periodismo se aprende. Pero entre ambas profesiones existen indudablemente vasos comunicantes.
Según García Márquez, Ernest Hemingway le dijo que el periodismo puede ser valioso para hacer buena literatura, a condición también de abandonarlo como actividad central en el momento justo; aunque puedes volver a esta tarea, como el mismo García Márquez lo hizo, de vez en cuando. La literatura requiere una concentración especial que es difícil conciliar con el periodismo, una labor cotidiana muy absorbente. Pero son dos tareas muy hermanadas. No hay que olvidar que Hemingway se movió, con éxito, del periodismo a la literatura.

A través del periodismo muchos escritores encuentran a algunos de sus personajes o, en el caso de los ensayistas, sus temas de investigación.
Puede ser un alimento fundamental, incluso para los escritores que tienen una gran imaginación, que no requerirían de muletas para encontrar sus temas, como es el caso del propio García Márquez, quien recurre a eso en Crónica de una muerte anunciada, Relato de un naufrago, etc. Son historias a caballo entre el estilo periodístico y la gran literatura.
De algún modo, Crónica de una muerte anunciada es una suerte de reportaje monumental .

Así es. El autor no tiene miedo de plantear el desenlace al inicio. La muerte del personaje es la noticia, pero lo interesante es saber cómo sucedió. Tiene la capacidad de tener pendiente al lector de algo que ya sabe que ocurrió, es portentoso. Constituye un desafío tremendo a través de la magia de la escritura.
También, en el otro sentido hay periodistas con la capacidad de proyectar la imaginación, la narración, sin renunciar a los cánones del periodismo y que también son fantásticos. Amarran al lector agregando lo imaginativo al proceso de escritura periodística. Recuerdo un reportaje de Rodolfo Walsh sobre el conflicto israelí-palestino donde mezcla lo propiamente reporteril con reflexiones, análisis históricos del tema y descripción de los personajes a través de diversas fuentes.
La importancia del tema de las fuentes se evidencia en el libro que usted tiene sobre el zapatismo .

Ahí se requería la participación y la experiencia. Para mí fue un libro relativamente “fácil” de escribir, porque al margen de algunos capítulos que requerían salirse de la historia principal para darle cierto vuelo teórico al libro, los demás narraban con algún tipo de interpretación lo ocurrido en el proceso de negociación, lo sucedido con el movimiento zapatista, lo que éste implicó como sacudidor de la sociedad en general y lo que proyectó en términos de remover la naturaleza de la política que se practicaba en el país: una política pragmática, sin principios, elevada a otro nivel ético por el zapatismo. En ese sentido, de no haberse hecho el libro, quizás habrían quedado en la sombra algunos detalles del proceso. Algunos niveles de negociación eran cerrados y, como los viví en calidad de asesor, pude dar a conocer pormenores que me parecieron interesantes. Ahora bien, siendo uno científico social tampoco puede decirlo todo, porque tienes un compromiso ético con los sujetos. Lo que debo decir no debe sobreponerse a la protección de ciertos procesos, a partir de la idea de que “solo me importa el conocimiento” en un sentido abstracto. Debe tenerse un compromiso con la situación del debate de las cosas, matizado por un sentido de responsabilidad con los sujetos.

Esa ha sido una de las dicotomías tradicionales de las ciencias sociales: el científico aséptico distanciado de la realidad o aquel comprometido con el entorno que lo circunda.
Habría que evitar también la otra cara de ese dilema: afirmar que ciertas verdades fundamentales no se deben plantear porque perjudican “la causa”, cuando se debe seguir el principio clásico de que la verdad es siempre revolucionaria. Me refiero al tipo de detalles de posicionamientos momentáneos que, en cierto contexto, pueden justificar la reserva. Pero tampoco es válido que, so pretexto del compromiso ocultemos los resortes, los nervios de un proceso que intentamos capturar. Hay también una obligación con la verdad, aparte del compromiso con la política. La situación óptima es que los dos imperativos se articulen, el ético político y el establecido con la verdad.
En su presentación de Elogio de la diversidad expresaba la necesidad de reconstruir nuestra teoría. ¿A qué nos referimos entonces cuando hablamos de movimientos indígenas y cómo se articula el proyecto de la izquierda en un diálogo con esas comunidades?
Estamos en una etapa de reacomodo, incluyendo las comprensiones mutuas, de la izquierda como concepción, como agrupación de pensamiento, respecto a los movimientos indígenas. A menudo hay desencuentros. En ocasiones se trata de malentendidos, pero otras veces se trata de puntos de vista correspondientes a concepciones distintas, y ahí el trabajo es mucho más arduo, hay que profundizar, debatir más para acercar las posiciones. El caso actual de Ecuador me parece un buen ejemplo para ilustrarlo. Se está gestando un distanciamiento fuerte entre el gobierno y el movimiento indígena que encabeza la CONAIE [ Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador]. Parto de una enseñanza leninista muy importante: cuando hay conflicto, sobre todo derivado de percepciones diferentes acerca de ciertos procesos, digamos movimientos nacionalistas, reivindicación de derechos de minorías políticas, etcétera, estos no pueden ser evaluados con la misma vara, con criterios abstractos. Puesto que no tienen el mismo significado el nacionalismo de los dominantes que el nacionalismo o las demandas de los dominados históricamente subordinados, hay que usar un criterio de demarcación. En ese sentido la enseñanza de Lenin es genial: el nacionalismo de los dominantes te empuja hacia el chovinismo y termina uno afirmando posiciones que son el planteamiento embozado de visiones y prácticas discriminatorias, de egoísmo nacional, de intolerancia respecto a lo diferente; en cambio, las reivindicaciones de los dominados tienen siempre un núcleo progresista, un resorte transformador. Se debe aprender a distinguir, incluso, los desaciertos de unos y otros. Por ejemplo, se puede sostener que el zapatismo cometió errores en algún momento de su desarrollo político como movimiento; el movimiento indígena ecuatoriano incurrió en varios errores en la última etapa, pues evaluó mal su alianza con el coronel Gutiérrez y la correlación de fuerzas en la siguiente contienda electoral, evaluó mal el sentido del proceso. Pero esos acontecimientos no pueden ser valorados con la misma severidad usada para medir a nuestros adversarios de la derecha. Hay que intentar comprender las condiciones que llevaron a esos enfoques y buscar por todos los medios un acercamiento y una articulación de los movimientos indígenas con el proceso nacional que impulsa la izquierda. Los indígenas, en muchos puntos vitales, son nuestros aliados, un potente motor de los cambios.

El problema radica en que a menudo estamos ante el enfrentamiento no solo de dos posicionamientos políticos, sino de la confrontación entre dos proyectos civilizatorios. En la concepción civilizatoria indígena —que en Ecuador es notable, como también en Bolivia o México— la cuestión de la “madre” tierra, de la relación hombre-naturaleza, de los recursos naturales, del equilibrio medioambiental son temas capitales, desde luego más centrales que en los proyectos de la izquierda tradicional que no está imbuida de esta percepción del mundo. Pero, hay que decirlo, este es un déficit de esa izquierda, no de los pueblos indígenas. En incontables terrenos, la izquierda tiene mucho que aprender de los indígenas; por ejemplo, debemos esforzarnos por entender el sentido del “ sumak kawsay” y qué implicaciones tiene este principio, potencialmente “universalizable”, para la nueva sociedad que queremos construir .

En consecuencia, se producen choques que deberemos aprender, desde la izquierda, a procesar adecuadamente. El conflicto entre indígenas miskitos y sandinistas en los ochenta del siglo XX, que después de muchas amarguras encontró finalmente una salida positiva en las autonomías de la Costa Atlántica, es un caso a tomar en cuenta. Estoy consciente de que no es fácil, porque estas discrepancias se han consolidado a lo largo de mucho tiempo; pero si continuamos reforzándolas, si somos arrogantes, si aplicamos ciertas concepciones principistas, no somos flexibles, no tratamos de comprender a ese Otro que todavía nos resulta un mundo un tanto extraño, distante, entonces incurriremos en errores que incluso pueden favorecer a nuestros adversarios internos y externos, al imperio. Aquí radica un reto contemporáneo que es importantísimo para la izquierda.

Decía que uno de los peligros de la diversidad cultural era convertirse en corrientes fundamentalistas, pero en Elogio de la diversidad habla de la etnofagia, o sea, de la posibilidad de que estos multiculturalismos se convirtieran en etiquetas y como tal sean absorbidos por el sistema.
En efecto, estamos batallando por un lado contra los planteamientos absolutistas, que niegan incluso la realidad del pluralismo social y sociocultural ―lo cual ha sido notable, debemos decirlo, en la tradición de izquierda―, y por el otro, contra el relativismo que sostiene, en síntesis, que no hay culturas superiores o inferiores sino simplemente culturas diferentes y, en consecuencia, no hay criterios de verdad para definir perspectivas adecuadas, y los proyectos que pretenden convertirse en referentes nacionales no son aceptables. Dicho relativismo conduce a fundamentalismos, a la “esencialización” de los grupos culturales, de las identidades y, por tanto, a separar el proceso que viven estas etnias, estos grupos identitarios, de los grandes procesos nacionales en los cuales han quedado insertos desde hace siglos, como es el caso latinoamericano. Esa es otra forma de contraponer dos aparentes realidades separadas, que no son tales; y corresponde al viejo debate que oponía a etnias y clases. La izquierda decía: hay que poner el énfasis en la perspectiva de clase (con predominio de una corriente economicista que exigía sólo considerar una empobrecida concepción de las clases). La otra tendencia, imbuida de etnicismo y relativismo, aseguraba: no, hay una realidad impermeable al mundo de las clases y es el proceso de las etnias, de los pueblos indígenas en el caso de América Latina; ellos siguen su propio proceso, son una realidad de “otro orden”. Así el mundo indígena quedaba separado del resto de la sociedad. No solo lo separaban, también lo contraponían a lo que llamaban en bloque el “mundo occidental”. El mundo indígena correspondía a otra civilización en construcción o de una gran profundidad histórica prolongada hasta nuestros días, y que debía continuar como un proceso civilizatorio separado de los demás.

Para los movimientos sociales y políticos en América Latina estas posiciones han sido funestas. Empezamos a superarlas justamente con la adopción de una perspectiva pluralista, al poner en el centro la cuestión de la autonomía que plantea la necesaria articulación de etnia y clase. Desde este enfoque, cuando se pone el énfasis en lo clasista dejando fuera las identidades, se comete un error; lo mismo que cuando se separa lo étnico de la estructura de clases de la sociedad. La dimensión sociocultural es una dimensión del concepto mismo de clase social. Una noción adecuada de clase social requiere colocar en el interior de ésta, ocupando un rango importante, el fenómeno sociocultural. De este modo no quedan separados lo étnico y lo clasista como elementos de una externalidad fatalmente conflictiva, sino que aparecen interrelacionados y, en último análisis, como partes de una misma entidad dinámica.

Nuestro reto consiste en entender cómo se articulan los dos procesos implicados. Hemos avanzado considerablemente, pero todavía hay campos difíciles, incomprensiones y desfases, a veces porque algún sector se impacienta y comete el error de pensar que puede prescindir del otro.
Durante la presentación en esta Feria, se hizo referencia al rol de las poblaciones originarias de los países nombrados por usted ejes de la cultura anglosajona, y resulta significativo que estas sean mucho más silenciadas que las poblaciones indígenas latinoamericanas.

Es un punto muy interesante. No se puede atribuir al hecho cierto de que en esos países son población minoritaria, porque tenemos muchos ejemplos en América Latina, donde los indios han tenido un rol muy importante en determinados momentos de la historia, pese a su escaso peso demográfico. Es el caso de los pueblos indígenas de Nicaragua, que son apenas poco más del dos por ciento de la población y, sin embargo, desempeñaron un papel crucial en la historia reciente de ese país. En términos absolutos, México tiene una población indígena muy grande, comparada con la población indígena latinoamericana; pero en el país es proporcionalmente pequeña: entre el diez y el doce por ciento. Pero aún así el peso de los indígenas es importante, con sus altas y bajas; como lo es también en Ecuador, donde representan menos de la mitad de la población. Entonces hay que explicar la situación y el papel de los indígenas en los países anglosajones más bien a partir de las políticas que históricamente allí han aplicado; y en las últimas décadas, del llamado multiculturalismo, que es la teoría y la práctica con las que en ellos se aborda la cuestión de la diversidad y se definen las políticas públicas. Este enfoque cobró plena forma en Canadá y luego comenzó a difundirse al resto del área anglosajona, y también hacia América Latina. Primero ganó influencia en el ámbito académico y después creó ramificaciones en el propio movimiento indígena.

Una de las tareas asumidas últimamente por la izquierda es ir a fondo en el estudio de las características de esta teoría, rastrear sus influencias en América Latina, para poder dar una respuesta. El multiculturalismo es una teoría que conduce a marginalizar aún más a los pueblos originarios. En realidad, el multiculturalismo termina marginalizando porque plantea un ultimátum no aceptado por los pueblos indígenas, a los cuales se les dice: “Nosotros te aceptamos siempre que tú reconozcas los principios liberales; lo que no puedo permitir es que tengas prácticas no compatibles con estas concepciones”. O sea, establece lo que los liberales llaman los “límites de la tolerancia”. Si los grupos culturales acceden, entonces se integran a la sociedad; si no, deben ocupar sus reservaciones o disolverse. No se admite la perspectiva latinoamericana de considerar en serio las particularidades de los sistemas indígenas para ver cuáles de ellas debemos discutir e incorporar en nuestros proyectos nacionales de una nueva sociedad. Estamos descubriendo que muchos planteamientos derivados del mundo indígena no solo son perfectamente compatibles con una perspectiva de izquierda, que busca establecer sociedades igualitarias con un principio de justicia, sino que son aportaciones muy enriquecedoras para ella.
Son principios universalizables…

Exactamente. Ellos nos permiten ver, por ejemplo, que no podemos establecer un principio de igualdad si no es fundado en la diferencia, en la diversidad. Parece una contradicción, pero en eso consiste su especificidad: cómo armonizar los principios de igualdad con el hecho de que grupos con una identidad propia la puedan mantener e incluso enriquecer. En eso estamos trabajando y, me parece, es uno de los puntos nodales por lo que hace a la aportación de la izquierda en el terreno de la identidad.
Ello abarca no solo las diferencias étnicas, sino también de géneros, razas, preferencias sexuales…
En efecto. Todo se traduce en que no se corresponde un proyecto de izquierda con propósitos de homogeneizar. Este es el planteamiento de la tradición liberal. Lo irónico es que últimamente los neoliberales cayeron en la cuenta de que no necesitaban uniformar los sistemas culturales a toda costa si podían racionalizar y articular la diversidad en la lógica de la globalización y obtener provechos de ella. Con la ventaja adicional de presentar una cara “tolerante”, “multicultural”, de importancia estratégica en el plano ideológico, de las ideas. En eso consiste el proceso etnofágico: atraer hacia el seno del sistema globalizado las diversidades y operacionalizarlas de tal manera que sirvan a los procesos de valorización del capital. Esto se aplica no solamente a las etnias propiamente dichas, sino también a todo género de “identificaciones” y preferencias. Ello permite definir y valerse de “nichos” de mercado, mediante estudios muy detallados para integrarlos a la lógica de los negocios. Casi se ha vuelto una norma que las grandes corporaciones, sobre todo aquellas que deben realizar contactos con poblaciones heterogéneas, tengan departamentos de “marketing multicultural”, encargados de observar cuáles son las técnicas más eficientes de aprovechamiento de la diversidad, a fin de valorizarla en función del capital. Es una de las maneras neoliberal de abordar la cuestión de la diversidad en el marco del multiculturalismo.

El problema es cuando un grupo expone determinados planteamientos y, al examinarlos, el neoliberalismo responde que son incompatibles con sus principios. Con dichas etnias o identidades no hay negociación ni puertas abiertas para entrar al sistema, y contra ellas se hace un combate definitivo, a muerte. Es lo que pasa, por lo común, con los pueblos indígenas en Latinoamérica.
Se deben distinguir las diversas posiciones, aunque de entrada no son fácilmente identificables. Ahora las vemos con mucha más claridad y entendemos por qué algunos organismos, incluso directamente vinculados con los órganos de seguridad norteamericanos, han elaborado informes en los que indican que los pueblos indígenas están situados en los primeros lugares de la lista de adversarios del imperio. Por ejemplo, el informe de 2001 de uno de estos consejos decía: la principal amenaza para los intereses norteamericanos en América Latina lo constituye “el indigenismo-chavismo”, es decir, lo que evaluaban como un paso del “marxismo-leninismo” a una articulación de posiciones populistas e indigenistas. Tal postura indica una mala comprensión del indigenismo, pues éste nunca ha sido un enfoque de la izquierda; por el contrario, la izquierda lo ha combatido, sobre todo en las últimas décadas, justamente por ser una política de los Estados oligárquicos para disolver la diversidad. Pero dejando de lado esta cuestión conceptual, el punto es que los neoliberales ven la articulación de los indígenas con los proyectos progresistas en algunos países como Bolivia, Ecuador o la propia Venezuela como una amenaza de primer nivel. Todo ello apunta a la conclusión de que estos pueblos y movimientos evidentemente son nuestros aliados, y debemos tratarlos como tales.

En su relación con Cuba, además de sus contactos académicos, destacan aquellos momentos en los cuales su voz ha significado un punto clave para desmontar determinadas campañas contra la Isla.
Más de una generación nos hemos formado o transformado en la atmósfera política, crítica, que hizo explosión a partir de la Revolución Cubana. Ha sido un punto de partida. Cuba siempre ha sido un referente crucial. Primero por su consecuencia, en términos de mantenimiento de su proyecto revolucionario. Cuba no solamente es ejemplo de persistencia, sino también de creatividad, de adaptación crítica a los diversos momentos que está viviendo la humanidad. Aquí encontramos inspiración. Recuerdo una frase de Santiago Alba Rico que implica una inversión de la perspectiva de algunos sectores, simpatizantes de la Revolución Cubana, sobre la idea de la solidaridad. Él decía que en realidad nosotros no apoyamos “a” Cuba, nosotros nos apoyamos “en” Cuba, es decir, siempre encontramos aquí el estímulo, el impulso para ir hacia adelante. Es el caso de lo importante que fue la posición de Cuba cuando discutimos el tema de los derechos humanos. Este país no aceptó, a diferencia de otros, rendirse a la idea de que había unos principios universales de derechos humanos, interpretados por el imperio, y que lo que se apartaba de esta formulación caía en una especie de violación de sacros lineamientos. Cuba afirmaba que era respetuosa de los derechos humanos, y nos obligó a reflexionar sobre cuáles eran los fundamentos de los supuestos principios “universales”. Cuando los examinamos con más detalles, característicamente las definiciones puntualizadas que hacían los poderes centrales, resultó evidente que había una gran cantidad de sustratos particulares correspondientes a una visión específica de las relaciones humanas, lo que permitió construir una visión crítica para explicar en qué sentido la Revolución Cubana era original y justa respecto al tratamiento de los derechos humanos.

Por ejemplo, sin necesidad de ser explícita en la teorización, Cuba insistió en que no podemos considerar los derechos humanos de manera disgregada, fraccionada. Los derechos humanos son integrales e interrelacionados. Debemos poner en el mismo plano los llamados derechos civiles y políticos, a la par de los económicos, sociales y culturales. Además hay que reconceptualizarlos, para situarlos en su justa dimensión y evitar así que sean utilizados para el engaño y la manipulación; por ejemplo, planteando la particular interpretación de un país o un conjunto de países como la plataforma de lo universal. Fue una gran lucha que transformó la perspectiva teórica y política. Sin el ejemplo de Cuba habría sido más difícil llegar a tales conclusiones. Este enfoque está siendo cada vez más aceptado. Incluso en el seno de la Organización de las Naciones Unidas se van ampliando lo que llaman los especialistas las “generaciones” de derechos; ahora se les da una importancia que no se le daba antes cuando se usaba una visión parcializada de los derechos humanos para combatir a la Isla caribeña. Aquel discurso está cada vez más desgastado. Y es un triunfo en buena medida atribuible a la experiencia cubana el que en la comunidad internacional se esté insistiendo en equiparar los derechos al mismo nivel de importancia, como lo refleja la última Declaración aprobada en 2007 por la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas. Es decir, que la propia organización mundial estaba enganchada en la visión sesgada de los países centrales, imperiales, y comprometida con un enfoque muy adaptado a los intereses de aquellas potencias, que les permitía usar los derechos humanos como un garrote para golpear a sus adversarios. Esto ha sido desenmascarado. Ahora estamos en mejores condiciones para pensar esta problemática, y hay que reconocer el valor del aporte cubano en la consecución de este vuelco conceptual y político.

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