Aerosur: Bolívar conservó la corona

José Vladimir Nogales
Tiempo de jolgorio, para Bolívar. Le sobran razones, por supuesto. Por los resultados en cadena, la abundancia de éxitos, el abuso de vueltas olímpicas. Ni el más sobrio hincha de Bolívar puede evitar embriagarse con tanta fiesta, tanta alegría. Aunque la felicidad genuina se mezcle con el goce perverso, por aquello de disfrutar el triunfo propio pero disfrutar igual la impotencia ajena.


Tiempo de canciones, de emociones, de cosquilleo interminable, de risas, deshaogo, banderas, banderines, cornetas, gorros, camisetas, bocinazos. Bolívar dueño de los títulos (defendió exitosamente el logro estival de 2009), propietario del fútbol. Bolívar, siempre, hasta que el próximo desafío demuestre lo contrario.

Por su parte, con un conmovedor respaldo de su hinchada, Wilstermann redondeó una excelente campaña que, no obstante, acabó sin la corona (perdió 4-3 en penales), pese a ser el equipo más ganador (3), el más goleador (8) y el que menos goles recibió (4), conservando su invicto.

La gente de Wilstermann volvió a ser un ejemplo. Y merece el homenaje. El suyo fue un gesto de amor incondicional, que por momentos pareció ciego o sordo, como son los amores pasionales, los verdaderos. Esos que no entienden razones ni aceptan obstáculos. Que encierran broncas y resentimientos, celos y envidias. Pero que entregan todo, porque abren los corazones.

Miles de gritos se unieron en un sólo grito, desgarrante, desesperado, interminable, que hizo hervir al Capriles durante casi todo el partido. Porque habían ido tantos como podía imaginarse, llevados por la ilusión o por la bronca militante. Como si se hubiese tratado de plasmar un destino que parecía inevitable. Cantaban las tribunas este y oeste, cantaban las curvas. Se revoleaban las camisetas rojas, se agitaban las banderas y volaban la pirotecnia y los papelitos. Si hasta el partido parecía ajeno. Era la fiesta exclusiva y genuina de la hinchada roja. Ciega, sorda, conmovedora.

Pero el triunfo fue esquivo. También en los penales. Como en los playoff de 2008 (última definición por esa vía entre ambos), el festejo fue celeste. Wilstermann no pudo tomarse revancha. La Copa Aerosur quedó en manos de quien se la tomara Bolívar. Después de un partido intenso, de dominio alterno, pero de bajo vuelo. Después del 1-1, quedó el 4-3 en los penales para el equipo del colombiano Escobar.

El partido

Wilstermann desarrolló un juego sólido, generoso, audaz apenas por diez minutos, los primeros. Con los centrales en la mitad de la cancha, Olivares y Jair Torrico obligando por el lateral derecho, con Machado y Veizaga como astutos recuperadores y firmes sostenes de la generación de juego, con Raimondi buscando salir para entrar. Eso sí, acusó la ausencia de sutilezas de Sanjurjo, el toque de Sanjurjo, la claridad de Sanjurjo. Es que al enganche argentino lo encimaron escalonadamente entre volantes (Flores) y defensas (Rivero y Méndez) y entonces el gobierno de la pelota, de las posiciones y del ritmo, poco molestaban a Arias. Todo eso hasta que, a los nueve minutos, una magistral cesión de Machado para Raimondi culminó con el grito del atacante uruguayo.

Bolívar fue una aislada ráfaga de Anderson Gonzaga al comienzo, la actitud etérea de Didí Torrico (desdibujado como enganche) para usar la pelota, la cautela de todos, la espera sin posibilidades de contraataque, porque al portugués Martins lo cuidaron bien Ortíz y Barrera.

A Wilstermann el gol le desinfló la ansiedad ofensiva. Bajó la persiana, disminuyó la intensidad, perdió metros en la medular, protegiendo lo que ganó en las dos finales (el resultado alcanzaba para consagrarse campeón). Escaso patrimonio como para justificar una renta vitalicia.

Descansó adormeciendo el balón, pensó en el final del partido, se acordó de los números favorables -entronizando su redituabilidad, sin perjuicio de la temporalidad- y le puso un candado a cualesquier aventura ofensiva.

Bolívar (con el grueso de su artillería en el banco) se dedicó a espiar un rato y como Wilstermann lateralizaba y concluía en pelotazos, se empezó a animar. Tanteó por la derecha y chocó contra Zabala-Sánchez, repiqueteó por el medio y no le fue sencillo, insistió por izquierda y tuvo algunas chances. Wilstermann se defendía cortando, apretando y esbozando algún toque asociado, pero cruzando con escasa claridad la mitad de la cancha. Así, Bolívar empezó a discutirle la posesión del balón hasta terminar compartiéndola, aunque sin traducir esa porción de posesión en acciones claras.

Falto de profundidad y de agresividad, con fubolistas fuera de ritmo y otros de sitio, al grupo de Villegas le costó llegar al área rival. Por momentos pareció incluso acomodado, poco interesado en mejorar el margen victorioso como sí de preservar el existente, aún minúsculo, reduciendo las revoluciones para minimizar los riesgos, asumiendo que la eficiencia de la contención habría de bastar para neutralizar la maquinaria rival, activada a partir de un mayor tiempo de posesión del balón.

La baja de tensión en el local coincidía con su pasividad operativa. Como Olivares dejó de gravitar en el corredor derecho (volvió a entrar en el barullo) y el carril izquierdo continuaba sin inaugurarse (ante la carencia de un desbordador de oficio), Wilstermann perdió presión con la pelota y metros en campo enemigo, consecuentemente las habilitaciones para Raimondi disminuyeron en cantidad y certeza.

Bolívar instaló a Flores y Lito Reyes en territorio enemigo, buscando cortar más arriba y así motorizar acciones pletóricas de profundidad, pero el proyecto mostrábase yermo ante la esterilidad de los laterales (Parada no acertaba a levantar el ancla para despegar) y la ausencia de una mano rectora en el eje (Didí Torrico carece de cualidades organizativas).

Por eso no hubo misterio ni encanto. Y menos suspenso. Aquel vigoroso empuje de la gente reclamando el triunfo, a medida que Wilstermann perdía presencia, se fue apaciguando lentamente. Porque Bolívar se quedó en un toqueteo sin pretensiones y Wilstermann mantuvo la postura de la comodidad. Para muestra basta un botón, dice un añejo refrán popular. Los rojos no mandaron una sola vez la pelota hacia Arias como para preocuparlo en serio. Vaca tampoco sufrió sobresalto alguno.


Segunda parte

Todo cambió en el complemento. Bolívar dio entrada a lo más selecto de su personal (Escobar quiso dosificar el esfuerzo), asumiendo un protagonismo consonante con sus necesidades. Da Rosa se instaló en el eje y cumplió —a su manera— con la función de enganche. Mejoró, tomó contacto con el balón y comenzó a gravitar con la simple fórmula de juntarse para tocar. Así le quitó el ritmo al adversario y fue elaborando una superioridad posicional.

Sin la pelota en su poder, Wilstermann no se incomodó. Respondió al desafío activando su “pressing” de mitad de campo para atrás y ocupando el espacio disponible para reducir el margen de maniobra. Jugó a robar y correr, procurando no perder la posición defensiva, siempre fuerte en la divisoria.

Bolívar prevalecía en el campo, pero no con la pelota. Tenerla no le garantizaba nada si no le daba un uso apropiado. Da Rossa se sentía asfixiado en el eje, a donde el balón llegaba atorado, dicultándosele una recepción diáfana y ventajosa. Por ello bajó unos metros para recibir libre y dictar el juego con otro panorama, uno más amplio. Tras 16 minutos de infructuoso asedio, la visita cazó el empate. No tuvo siquiera la necesidad de jugar mejor sino que le bastó con aguardar el error del contrario: corto despeje de Vaca a la cabeza de un adversario, quien devolvió el balón para que Ferreira mandase el balón a la red desde el umbral de la portería.

Hecho pedazos su negocio, Wilstermann recuperó vigor. Plantó otra vez los volantes en mitad de campo, recuperó el pulso de la circulación y reactivó a un Olivares adormecido en quehaceres rutinarios, pero ya sin recomponer el vértigo inicial.

Con el discurrir de los minutos, ninguno de los dos equipos podía emerger con la suficiente claridad como para adueñarse de la situación. Sanjurjo, a esa altura, no asomaba como eje de Wilstermann. Veizaga cortaba, pero ya no distribuía. Sólo Jair Torrico encendía una luz progresando por su andarivel.

Todo era razonable en Bolívar, menos la falta de juego. Con los efectivos que tiene, cabe pensar en que será un tema accidental, circunstancial. Más dudoso resulta el papel de Da Rossa, esta vez un futbolista vulgar que apenas dejó un tiro libre como recuerdo, demasiado alejado de los pivotes, demasiado lento para cómo se las gastan los equipos medianos. Le tocará sufrir en muchos campos como gozar en otros. Todo dependerá del espíritu aguerrido del rival y de la producción de faltas de que disponga.

El ingreso de Castedo (un buen proyecto de jugador) refrescó la ofensiva de los rojos, mientras el juego pudo fluir hacia él. En sus pies nació la jugada que terminó con el disparo de Raimondi al palo. La historia estaba sellada. Los penales decidieron al campeón. Los yerros de Raimondi y Salaverry se opusieron al mayoritario acierto celeste, que derivó en la loca alegría de otro título.

Tiempo de jolgorio, para Bolívar. Le sobran razones, por supuesto. Por los resultados en cadena, la abundancia de éxitos, el abuso de vueltas olímpicas. Ni el más sobrio hincha de Bolívar puede evitar embriagarse con tanta fiesta, tanta alegría. Aunque la felicidad genuina se mezcle con el goce perverso, por aquello de disfrutar el triunfo propio pero disfrutar igual la impotencia ajena.


Tiempo de canciones, de emociones, de cosquilleo interminable, de risas, deshaogo, banderas, banderines, cornetas, gorros, camisetas, bocinazos. Bolívar dueño de los títulos (defendió exitosamente el logro estival de 2009), propietario del fútbol. Bolívar, siempre, hasta que el próximo desafío demuestre lo contrario.

Por su parte, con un conmovedor respaldo de su hinchada, Wilstermann redondeó una excelente campaña que, no obstante, acabó sin la corona (perdió 4-3 en penales), pese a ser el equipo más ganador (3), el más goleador (8) y el que menos goles recibió (4), conservando su invicto.

La gente de Wilstermann volvió a ser un ejemplo. Y merece el homenaje. El suyo fue un gesto de amor incondicional, que por momentos pareció ciego o sordo, como son los amores pasionales, los verdaderos. Esos que no entienden razones ni aceptan obstáculos. Que encierran broncas y resentimientos, celos y envidias. Pero que entregan todo, porque abren los corazones.

Miles de gritos se unieron en un sólo grito, desgarrante, desesperado, interminable, que hizo hervir al Capriles durante casi todo el partido. Porque habían ido tantos como podía imaginarse, llevados por la ilusión o por la bronca militante. Como si se hubiese tratado de plasmar un destino que parecía inevitable. Cantaban las tribunas este y oeste, cantaban las curvas. Se revoleaban las camisetas rojas, se agitaban las banderas y volaban la pirotecnia y los papelitos. Si hasta el partido parecía ajeno. Era la fiesta exclusiva y genuina de la hinchada roja. Ciega, sorda, conmovedora.

Pero el triunfo fue esquivo. También en los penales. Como en los playoff de 2008 (última definición por esa vía entre ambos), el festejo fue celeste. Wilstermann no pudo tomarse revancha. La Copa Aerosur quedó en manos de quien se la tomara Bolívar. Después de un partido intenso, de dominio alterno, pero de bajo vuelo. Después del 1-1, quedó el 4-3 en los penales para el equipo del colombiano Escobar.

El partido

Wilstermann desarrolló un juego sólido, generoso, audaz apenas por diez minutos, los primeros. Con los centrales en la mitad de la cancha, Olivares y Jair Torrico obligando por el lateral derecho, con Machado y Veizaga como astutos recuperadores y firmes sostenes de la generación de juego, con Raimondi buscando salir para entrar. Eso sí, acusó la ausencia de sutilezas de Sanjurjo, el toque de Sanjurjo, la claridad de Sanjurjo. Es que al enganche argentino lo encimaron escalonadamente entre volantes (Flores) y defensas (Rivero y Méndez) y entonces el gobierno de la pelota, de las posiciones y del ritmo, poco molestaban a Arias. Todo eso hasta que, a los nueve minutos, una magistral cesión de Machado para Raimondi culminó con el grito del atacante uruguayo.

Bolívar fue una aislada ráfaga de Anderson Gonzaga al comienzo, la actitud etérea de Didí Torrico (desdibujado como enganche) para usar la pelota, la cautela de todos, la espera sin posibilidades de contraataque, porque al portugués Martins lo cuidaron bien Ortíz y Barrera.

A Wilstermann el gol le desinfló la ansiedad ofensiva. Bajó la persiana, disminuyó la intensidad, perdió metros en la medular, protegiendo lo que ganó en las dos finales (el resultado alcanzaba para consagrarse campeón). Escaso patrimonio como para justificar una renta vitalicia.

Descansó adormeciendo el balón, pensó en el final del partido, se acordó de los números favorables -entronizando su redituabilidad, sin perjuicio de la temporalidad- y le puso un candado a cualesquier aventura ofensiva.

Bolívar (con el grueso de su artillería en el banco) se dedicó a espiar un rato y como Wilstermann lateralizaba y concluía en pelotazos, se empezó a animar. Tanteó por la derecha y chocó contra Zabala-Sánchez, repiqueteó por el medio y no le fue sencillo, insistió por izquierda y tuvo algunas chances. Wilstermann se defendía cortando, apretando y esbozando algún toque asociado, pero cruzando con escasa claridad la mitad de la cancha. Así, Bolívar empezó a discutirle la posesión del balón hasta terminar compartiéndola, aunque sin traducir esa porción de posesión en acciones claras.

Falto de profundidad y de agresividad, con fubolistas fuera de ritmo y otros de sitio, al grupo de Villegas le costó llegar al área rival. Por momentos pareció incluso acomodado, poco interesado en mejorar el margen victorioso como sí de preservar el existente, aún minúsculo, reduciendo las revoluciones para minimizar los riesgos, asumiendo que la eficiencia de la contención habría de bastar para neutralizar la maquinaria rival, activada a partir de un mayor tiempo de posesión del balón.

La baja de tensión en el local coincidía con su pasividad operativa. Como Olivares dejó de gravitar en el corredor derecho (volvió a entrar en el barullo) y el carril izquierdo continuaba sin inaugurarse (ante la carencia de un desbordador de oficio), Wilstermann perdió presión con la pelota y metros en campo enemigo, consecuentemente las habilitaciones para Raimondi disminuyeron en cantidad y certeza.

Bolívar instaló a Flores y Lito Reyes en territorio enemigo, buscando cortar más arriba y así motorizar acciones pletóricas de profundidad, pero el proyecto mostrábase yermo ante la esterilidad de los laterales (Parada no acertaba a levantar el ancla para despegar) y la ausencia de una mano rectora en el eje (Didí Torrico carece de cualidades organizativas).

Por eso no hubo misterio ni encanto. Y menos suspenso. Aquel vigoroso empuje de la gente reclamando el triunfo, a medida que Wilstermann perdía presencia, se fue apaciguando lentamente. Porque Bolívar se quedó en un toqueteo sin pretensiones y Wilstermann mantuvo la postura de la comodidad. Para muestra basta un botón, dice un añejo refrán popular. Los rojos no mandaron una sola vez la pelota hacia Arias como para preocuparlo en serio. Vaca tampoco sufrió sobresalto alguno.

Todo cambió en el complemento. Bolívar dio entrada a lo más selecto de su personal (Escobar quiso dosificar el esfuerzo), asumiendo un protagonismo consonante con sus necesidades. Da Rosa se instaló en el eje y cumplió —a su manera— con la función de enganche. Mejoró, tomó contacto con el balón y comenzó a gravitar con la simple fórmula de juntarse para tocar. Así le quitó el ritmo al adversario y fue elaborando una superioridad posicional.

Sin la pelota en su poder, Wilstermann no se incomodó. Respondió al desafío activando su “pressing” de mitad de campo para atrás y ocupando el espacio disponible para reducir el margen de maniobra. Jugó a robar y correr, procurando no perder la posición defensiva, siempre fuerte en la divisoria.

Bolívar prevalecía en el campo, pero no con la pelota. Tenerla no le garantizaba nada si no le daba un uso apropiado. Da Rossa se sentía asfixiado en el eje, a donde el balón llegaba atorado, dicultándosele una recepción diáfana y ventajosa. Por ello bajó unos metros para recibir libre y dictar el juego con otro panorama, uno más amplio. Tras 16 minutos de infructuoso asedio, la visita cazó el empate. No tuvo siquiera la necesidad de jugar mejor sino que le bastó con aguardar el error del contrario: corto despeje de Vaca a la cabeza de un adversario, quien devolvió el balón para que Ferreira mandase el balón a la red desde el umbral de la portería.

Hecho pedazos su negocio, Wilstermann recuperó vigor. Plantó otra vez los volantes en mitad de campo, recuperó el pulso de la circulación y reactivó a un Olivares adormecido en quehaceres rutinarios, pero ya sin recomponer el vértigo inicial.

Con el discurrir de los minutos, ninguno de los dos equipos podía emerger con la suficiente claridad como para adueñarse de la situación. Sanjurjo, a esa altura, no asomaba como eje de Wilstermann. Veizaga cortaba, pero ya no distribuía. Sólo Jair Torrico encendía una luz progresando por su andarivel.

Todo era razonable en Bolívar, menos la falta de juego. Con los efectivos que tiene, cabe pensar en que será un tema accidental, circunstancial. Más dudoso resulta el papel de Da Rossa, esta vez un futbolista vulgar que apenas dejó un tiro libre como recuerdo, demasiado alejado de los pivotes, demasiado lento para cómo se las gastan los equipos medianos. Le tocará sufrir en muchos campos como gozar en otros. Todo dependerá del espíritu aguerrido del rival y de la producción de faltas de que disponga.

El ingreso de Castedo (un buen proyecto de jugador) refrescó la ofensiva de los rojos, mientras el juego pudo fluir hacia él. En sus pies nació la jugada que terminó con el disparo de Raimondi al palo. La historia estaba sellada. Los penales decidieron al campeón. Los yerros de Raimondi y Salaverry se opusieron al mayoritario acierto celeste, que derivó en la loca alegría de otro título.

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