Francisco II, Ignacio I o Pío XIII: qué revelará el nombre del nuevo papa sobre el rumbo de la Iglesia tras el cónclave
En los primeros siglos del cristianismo, los papas conservaban su nombre de pila, pero uno de ellos entendió que cómo se llama el sumo pontífice puede decir tanto como lo que predica. Desde entonces, cada nombre elegido marca un inicio y deja entrever hacia dónde quiere ir la Iglesia

No siempre fue así. En los primeros siglos del cristianismo, los papas conservaban su nombre de pila, sin disfraz ni reinvención. Hasta que uno de ellos, llamado Mercurio, entendió que portar el nombre de un dios pagano no era la mejor carta de presentación para guiar a los fieles. Eligió llamarse Juan II. Ese gesto fundacional abrió una tradición que, con el tiempo, se consolidó como norma: adoptar un nuevo nombre como símbolo de un nuevo comienzo.
El siglo XI fue el punto de inflexión. La elección de nombres dejó de ser un gesto individual para convertirse en una declaración de linaje espiritual. Algunos optaban por honrar a quien los había hecho cardenales. Otros buscaban refugio en nombres de santos, de obispos antiguos, de pastores que representaban épocas de estabilidad o reforma. Con el tiempo, Juan, Gregorio y Benedicto se volvieron recurrentes. Pío emergió como emblema del conservadurismo. Y fue recién en el siglo XX cuando el nombre empezó a ser leído como manifiesto.
El cardenal Albino Luciani, en 1978, sorprendió con un nombre compuesto: Juan Pablo I. Homenajeó a dos papas opuestos en estilo, pero unidos por el mismo concilio que había intentado renovar la Iglesia. Su pontificado duró apenas 33 días, pero su gesto se volvió profético. Lo siguió Juan Pablo II, el papa viajero, el del colapso del comunismo, el del Catecismo y las multitudes.
Y después llegó Francisco, el primer papa latinoamericano, el primer jesuita, el primer Francisco. Su nombre lo decía todo: San Francisco de Asís, el santo de la pobreza, de los animales, del despojo. Fue una ruptura. Un corte. Una forma de decir: esto no es más de lo mismo. Fue también un acto de valentía: abrir un camino que nadie había recorrido. Su estilo, sus prioridades —los descartados, el diálogo interreligioso, el medioambiente— nacían de esa palabra.
Elegir ese mismo nombre ahora, con un “II” al final, no solo sería una reverencia: sería una continuidad. Un pacto con los mismos olvidados.
“El nombre anticipa el proyecto” —dice Roberto Regoli, historiador de la Universidad Gregoriana de Roma—. No se elige porque suena bonito. Se elige porque dice algo, porque define una agenda.

Por eso también hay nombres que pesan como piedras. Difícil imaginar un nuevo Inocencio, nombre arrastrado por escándalos, silencios culpables, memorias amargas. O un Urbano, relegado al olvido. Algunos cardenales prefieren mirar hacia lo seguro, lo familiar. Pero otros podrían querer marcar época.
Una alternativa intrigante sería Ignacio I, en honor al fundador de los jesuitas. Nunca ha existido uno. El símbolo sería potente: un papa que reafirma no solo su pertenencia, sino la visión estratégica e intelectual que ha caracterizado a la orden fundada por San Ignacio de Loyola.
Cierta vez, Francisco bromeó que su sucesor podría llamarse Juan XXIV, evocando al impulsor del Concilio Vaticano II, el hombre que sacó al Vaticano del siglo XIX y lo envió, casi a empujones, hacia el siglo XX. Pero si el humo blanco anunciara un Pío XIII, podría insinuarse un papado de acento más tradicional, inclinado a recuperar formas litúrgicas antiguas y a afirmar con claridad los contornos de la doctrina. Una elección así podría marcar una preferencia por el resguardo de la identidad católica frente a los vaivenes del mundo, más que por la búsqueda de nuevos puentes.