El hombre sin pasado: cómo un jefe yihadista busca reescribir la historia de Siria en medio de la masacre de alauitas
Ahmed Al-Sharaa tomó Damasco en diciembre pasado provocando la caída de Bashar Al-Assad. Con orígenes en el terrorismo islámico, trata de mostrarse civilizado mientras es evaluado por las grandes potencias
El hombre que reclamaba su antigua casa no era un político tradicional. Hasta hacía poco, su nombre era apenas un susurro en círculos de inteligencia. Para sus seguidores era Abu Mohammad al-Jolani, líder de Jabhat al-Nusra, la filial siria del grupo extremista Al-Qaeda. Para Occidente, un terrorista con una recompensa de 10 millones de dólares por su captura. Ahora, con la caída de Damasco, Ahmed al-Sharaa se proclamaba el nuevo gobernante de Siria.

Sharaa no siempre fue un guerrero. Nació en 1982 en Arabia Saudita, en el seno de una familia que trazaba su linaje hasta el profeta Mahoma. Su infancia transcurrió en Mezzeh, en Damasco, donde su padre Hussein equilibraba su oposición al régimen de los Assad con un trabajo burocrático en el gobierno. El joven Ahmed destacaba por su inteligencia y su voz pausada, pero también por su religiosidad, más estricta que la de su familia.
En marzo de 2003, cuando Estados Unidos se preparaba para invadir Irak, Sharaa tenía 20 años. Una tarde, abordó un autobús en Damasco con destino a Bagdad, uniéndose a una oleada de voluntarios árabes dispuestos a combatir a los estadounidenses. La guerra lo devoró. Fue capturado y enviado a Abu Ghraib, el centro de detención donde Estados Unidos mantenía a insurgentes y sospechosos de terrorismo. Allí pasó años rodeado de figuras clave del yihadismo, como futuros líderes del Estado Islámico (ISIS). Aprendió de ellos. Estudió sus estrategias. Y cuando salió, en 2011, ya no era solo un combatiente: tenía un plan.

Cuando Sharaa regresó a Siria, el país ya estaba en llamas. La primavera árabe había encendido una rebelión contra Assad, y Sharaa vio en el caos la oportunidad de aplicar lo que había aprendido en prisión. Con apenas seis hombres y fondos proporcionados por Abu Bakr al-Baghdadi, cruzó furtivamente la frontera desde Irak y fundó Jabhat al-Nusra, un grupo yihadista que pronto eclipsaría a la insurgencia secular.
Su estrategia fue quirúrgica: golpes espectaculares contra el régimen, financiamiento disciplinado y un código de conducta menos brutal que el de ISIS. Mientras Baghdadi imponía ejecuciones públicas y castigos medievales en su califato, Nusra se presentaba como una fuerza pragmática. “Ellos llegaban, ejecutaban una operación impecable y desaparecían. Eran los fantasmas del frente de batalla”, recordaría un comandante del Ejército Libre Sirio.

Pero Sharaa no tardó en chocar con Baghdadi. En 2013, cuando ISIS intentó absorber a Nusra, Sharaa se resistió. Eligió un camino peligroso: romper con al-Qaeda y seguir en solitario. Con esa jugada, perdió a sus combatientes más radicales, pero ganó algo más valioso: autonomía. Para expandirse, Nusra dejó de ser solo una fuerza militar y comenzó a administrar territorio.

El siguiente paso fue Idlib, la última provincia controlada por los rebeldes. Allí, Sharaa transformó su grupo en Hayat Tahrir al-Sham (HTS), alejándose de la imagen de al-Qaeda y consolidando un protoestado. Impuso impuestos, estableció tribunales y controló el comercio. Sin embargo, su régimen no fue benigno: minorías cristianas y drusas fueron reprimidas, activistas detenidos, y opositores internos asesinados o encarcelados.
Mientras Occidente lo veía con escepticismo, Turquía vio en él un aliado útil. En 2020, la administración de Donald Trump aprobó un cese al fuego en Idlib, de facto protegiendo a HTS de una ofensiva de Assad y Rusia. Fue el momento clave: Sharaa ya no era solo un comandante insurgente, sino un actor político que negociaba con Estados y dictaba las reglas en su territorio.

Con Idlib asegurada, comenzó a cambiar su imagen. Se dejó ver en mercados, repartiendo pan. Recortó su barba. Permitió reuniones con periodistas. En un encuentro en 2019, sorprendió a un grupo de reporteros al recibirlos en persona. “No puedo convencerlos a todos ahora”, les dijo. “Pero si los veo uno por uno, cada uno saldrá de aquí convencido”.
Ese mismo pragmatismo lo llevó a asegurar alianzas con grupos rebeldes clave, hasta que, en diciembre de 2024, entró en Damasco como el nuevo señor de Siria.

El ascenso de Sharaa ha sido vertiginoso, pero su control sigue siendo frágil. Los ecos de su pasado yihadista aún resuenan en su gobierno. Su administración es hermética, dominada por exlíderes de HTS y miembros de su familia. La oposición lo acusa de instaurar una nueva dictadura, y sus antiguos aliados radicales lo ven como un traidor.
Mientras tanto, el mundo lo observa. Turquía lo tolera. Washington lo evalúa. Rusia lo desprecia. En su primer discurso como líder, evitó mencionar la palabra “democracia” y rodeó su gobierno de ex comandantes insurgentes. Su esposa, Latifa al-Droubi, apareció en público por primera vez este año, vestida con un atuendo cuidadosamente calculado para no alienar ni a los liberales ni a los conservadores.
“Al Golani se ha quitado la máscara, revelando su verdadero rostro: el de un terrorista de la escuela de Al Qaeda”, sentenció el ministerio de Defensa de Israel tras acusar al nuevo gobierno sirio de haber masacrado a la población alauita, en el marco de los combates entre las milicias leales al derrocado dictador Al Assad y las fuerzas de las nuevas autoridades. Ante esta situación, ratificó la presencia de sus tropas en el sur del país.
Para muchos, Sharaa es un hombre extremadamente inteligente, adaptable y despiadado. “Es pragmático”, dicen quienes han tratado con él. Pero en los últimos meses, otra palabra ha comenzado a filtrarse en las conversaciones sobre él: “autócrata”.