Operación Valkiria: los golpes de suerte que salvaron la vida de Hitler y el cruel castigo para los conjurados
El 20 de julio de 1944, hace 80 años, cuando el Tercer Reich se encaminaba inevitablemente a la derrota, un grupo de oficiales alemanes atentó contra la vida del Führer. La bomba explotó, pero una serie de episodios fortuitos le permitieron salir casi ileso. Los detalles del plan y la feroz represalia desatada por el dictador nazi
Adolfo Hitler estaba vivo por milagro. Su imagen era espectral. Aturdido por la explosión, sin heridas graves, con los pantalones negros de su uniforme hechos jirones y en llamas, que dejaban ver sus calzoncillos largos, la chaqueta marrón con sus pocas y contundentes insignias de amo de Alemania rota y ahumada, caminó a tropezones, porque su equilibrio estaba alterado por el sonido de la explosión, hacia el abrazo del general Wilhelm Keitel, comandante del Estado Mayor de las fuerzas armadas alemanas, un criminal de guerra que terminaría ahorcado en Núremberg, que lo estrechó entre lágrimas mientras repetía, entre el asombro y el alivio “Está usted vivo…”
Hitler estaba maltrecho. Su brazo derecho mostraba una amplia hinchazón y le dolía bastante: apenas podía levantarlo; el brazo izquierdo mostraba rasguños y contusiones; sus piernas estaban asaeteadas por astillas de vidrio y madera y en ellas empezaban a crecer las ampollas provocadas por las quemaduras; el Führer tenía además un corte en la frente y estaba conmocionado porque la muerte le había mostrado su cara con aterradora proximidad. Con paso vacilante volvió a su habitación no alejada del bunker hecho pedazos, mientras corría a atenderlo su médico personal, el doctor Theodor Morell. Cuando su fiel asistente Heinz Linge entró para verlo, lo encontró asustado pero tranquilo, con esa especie de lánguida parsimonia que cae sobre quien sobrevive a un atentado. Hitler lo miró con una triste sonrisa y le dijo: “Alguien quiso matarme, Linge”.
No era tan simple como eso. El asesinato de Hitler era la jugada inicial de un golpe de Estado para terminar con el nazismo y entablar negociaciones de paz con las fuerzas aliadas que habían dado vuelta ya el curso de la guerra. El 20 de julio de 1944, hace ochenta años, una poderosa bomba estalló casi a los pies de Hitler en lo que era “La Guarida del Lobo”, un complejo militar levantado en Rastenburg, Prusia Oriental y hoy Polonia, desde donde Hitler seguía paso a paso el curso de una guerra ya perdida con el convencimiento irracional de que aún podía ganarla. La bomba, colocada en un maletín, había sido cambiada de lugar a último momento porque molestaba el desplazamiento de los generales y mariscales que rodeaban a Hitler: en el momento del estallido, estaba ubicada detrás de una de las gruesas patas de madera de la mesa amplia y robusta que sostenía los mapas de guerra. Eso salvó a Hitler. Eso, y que el bunker fuese de madera: de haber sido de cemento, tal vez no hubiese sobrevivido nadie.
Cuando caminó tambaleante fuera del bunker, Hitler dejó atrás un escenario infernal: las veinticuatro personas que lo acompañaban habían sufrido heridas. No había ilesos, eran todos sobrevivientes. Los únicos casi indemnes eran el Führer y Keitel. Varios otros habían volado por la onda expansiva y todos yacían entre los escombros, con el pelo o las ropas en llamas: once oficiales estaban heridos de gravedad. Heinrich Berger, el estenógrafo de Hitler, había recibido el impacto de lleno, tenía las piernas destrozadas y murió poco después; el coronel Heinz Brandt, que el año anterior había estado envuelto en un complot contra Hitler, perdió una pierna y murió al día siguiente. También al otro día murió, atravesado por una gruesa astilla, el general Gunther Korten, jefe del Estado Mayor de la Lutwaffe, la fuerza aérea nazi que dirigía Hermann Göring; el comandante general Rudolf Schmundt, ayudante de Hitler y enlace con la Wehrmacht, había perdido un ojo y una pierna, tenía la cara quemada y murió una semana después.
No muy lejos del estallido, en las puertas del complejo de Rastenburg, el hombre que había puesto el explosivo a los pies de Hitler oyó el estruendo, creyó que Hitler había muerto -nadie podría acusarlo de optimista por eso-, y trepó a un avión, rumbo a Berlín, para descabezar al ejército y tomar el poder. Era el coronel Claus von Stauffenberg, el líder de la “Operación Valkiria”, como se había llamado al complot. Se trataba de un joven oficial de treinta y seis años que había luchado en la campaña del norte de África; había perdido el ojo izquierdo, la mano derecha y dos dedos de la izquierda. Estaba convencido de que Alemania perdería la guerra, del desastre que seguiría a la derrota y estaba en contra de las “atrocidades nazis cometidas por las SS en el frente oriental contra eslavos y judíos”, según sus propios escritos.
La “Operación Valkiria” pretendía copar el poder en el Tercer Reich en las horas siguientes al asesinato de Hitler. Los complotados tomarían Berlín con las fuerzas del ejército de reserva, eliminarían a las SS de Heinrich Himmler o las integrarían al “nuevo ejército” alemán; tomarían el mando de todas las unidades de la Wehrmacht, de las Waffen SS y del resto de las fuerzas armadas, de seguridad y policiales; suprimirían el servicio de inteligencia de las SS y seguirían al pie de la letra uno de los objetivos principales del golpe que decretaba: “Cualquier resistencia al poder militar ejecutivo debe ser despiadadamente aplastada”. Luego negociarían una paz con los aliados. O intentarían negociarla. Parecía tarde ya. En la conferencia de Casablanca de enero de 1943, los aliados ya habían decidido exigir la rendición incondicional de Alemania: sin ella, la paz no era posible.
El asesinato de Hitler como remedio para poner fin al drama alemán tampoco era nuevo. El de Rastenburg era el atentado número cuarenta y dos al que sobrevivía Hitler a lo largo de los veinte años de agitada vida política. El último, el de la Guarida del Lobo, estuvo en la cabeza de la jerarquía militar alemana desde inicios de 1943, luego de la derrota alemana en Stalingrado, y se había hecho carne tras el desembarco aliado en Normandía, en junio de 1944, cuando Berlín quedó como blanco de los dos poderosos ejércitos que la cercarían: el soviético, desde el Este y el aliado desde el Oeste.
Aquella jerarquía militar, o parte de ella, que quería acabar con Hitler lo había aplaudido como Führer, años antes. La gran pregunta de la historia es cómo aquellos grandes estrategas y guerreros del antiguo ejército imperial, se habían puesto a órdenes y caprichos de un antiguo cabo austríaco. Entre paréntesis, el primer ministro inglés Winston Churchill casi no mencionaba a Hitler por su apellido en su abundante correspondencia con el presidente de Estados Unidos, Franklin Roosevelt: lo llamaba, con despectiva sencillez, “ese cabo austríaco”.
Sólo que aquellos mariscales de campo no se habían atrevido ni se atrevían ahora a dar el paso final. Muchos se escudaron en un código de honor, de espíritu prusiano, muy apropiado de paso para eludir riesgos. En 1943, la conspiración contra Hitler sólo contaba con cinco generales y almirantes, más un tibio acuerdo tácito con otros quince altos oficiales, casi todos desconocidos. No era mucho. Era nada dado que, en marzo de ese año, los mariscales de campo habían reafirmado su “lealtad inquebrantable al Führer”. Cuando uno de los complotados, el mayor general Rudolf-Christoph von Gersdorff, trató de integrar al grupo de conspiradores al mariscal Erich von Manstein, recibió como respuesta: “Los mariscales de campo prusianos no se mutilan”. Pero von Manstein no denunció el complot al que habían querido sumarlo.
Convencido de que los viejos oficiales harían nada, Stauffenberg decidió que era la hora de los jóvenes coroneles. Se puso al frente de la operación y se cargó sobre los hombros los dos puntales del complot: asesinar a Hitler y liderar el golpe en Berlín. Vio su oportunidad en el deseo del Führer de analizar la marcha de la guerra en uno de sus grandes cuarteles generales. Von Stauffenberg y su ayudante, el teniente Werner von Haeften, llegaron a Rastenburg en avión a las diez y cuarto de la mañana del 20 de julio. Fueron llevados ambos de inmediato al bunker de Hitler, a seis kilómetros de la pista de aterrizaje. A las once y media, después de un informe del mariscal Keitel y a la espera de la llegada de Hitler, Von Stauffenberg preguntó por un baño: quería refrescarse un poco y cambiar su camisa. En el trayecto se encontró con su asistente Haeften, que traía la bomba en un maletín. Eran dos artefactos potentísimos que pesaban un kilo cada uno y a los que sólo había que conectarle los detonadores para convertirlos en arma mortal.
Entonces, la suerte empezó a jugar en favor de Hitler. Von Stauffenberg y Haeften conectaron la primera de las dos bombas. Cuando estaban por hacerlo con la segunda, apareció en el baño el sargento mayor Werner Vogel con un pedido del comandante general Ernst John von Freyened, ayudante del mariscal Keitel: ambos debían apurarse, Hitler estaba por llegar al bunker. Vogel no sólo dio el mensaje sino que se quedó parado en la puerta del baño para conducir en persona a los oficiales a la sala de reuniones. Así fue cómo la segunda de las bombas no pudo ser armada y Haeften le escondió como pudo, sin armar, en su propio maletín, junto a carpetas, mapas y documentos. Cuando von Stauffenberg entró al gran salón, la reunión con Hitler había empezado. Ambos fueron presentados, pero Hitler no prestó atención al joven coronel lisiado porque escuchaba el informe del comandante general Arnold Heusinger. Stauffenberg había pedido sentarse cerca de Hitler con una excusa: sus heridas de guerra también le habían quitado parte de la audición. No era verdad. La cercanía le iba a permitir colocar su maletín con la bomba cerca de Hitler. Pero fue el propio Feyenerd, quien sin saber lo que llevaba en las manos, entró al salón con el maletín de Stauffenberg y el explosivo activado para colocarlo frente a su dueño y a los pies de Hitler, apoyado en la parte exterior de la enorme pata de roble de la mesa principal, sobre la que se había desplegado un enorme plano del frente oriental de guerra que mostraba una realidad inquietante: el avance de las tropas rusas hacia Berlín.
A Stauffenberg le pareció que su maletín estaba ubicado en un sitio inmejorable y pidió permiso para retirarse bajo un pretexto que había inventado antes de entrar: esperaba una importante llamada de Berlín. No era algo que pudiera llamar la atención. Lo más normal en aquellos días agitados era que los jefes militares entraran y salieran de los encuentros estratégicos o informativos para hacer una llamada, o para recibir una, o para que pusieran en sus manos un informe último sobre la marcha de la guerra. Stauffenberg, en cambio, salió para escapar, regresar al aeropuerto y volar a la capital del Reich para lanzar el golpe de Estado.
Hitler y los más altos jefes militares del nazismo quedaron estudiando un mapa de reconocimiento aéreo. Entre ellos estaba el coronel Heinz Brandt, que en 1943 había intentado asesinar al Führer. Hitler estaba apoyado en un codo, la barbilla en su mano mientras estudiaba el mapa aéreo. Brandt se acercó un poco más a la mesa y a Hitler y tropezó con algo que le molestaba: el maletín de von Stauffenberg. Lo tomó y lo colocó del otro lado de la gran pata de roble de la mesa, y así le salvó la vida al hombre que había querido matar un año antes. A las doce y cuarenta y dos estalló la bomba. Von Stauffenberg y su ayudante oyeron el estallido en el edificio de ayudantes de la Wehrmacht mientras intentaban dar con un auto que los llevara al aeropuerto: estaban convencidos de que nadie podía haber salido con vida de aquel bunker. Estaban errados.
A la una menos cuarto del 20 de julio, los dos conspiradores viajaban, a velocidad firme pero no demasiado rápida para no despertar sospechas, los seis kilómetros que los separaban de la pista militar de Rastenburg, donde ya había sonado la alarma. Sin embargo, el oficial de caballería a cargo de la pista aérea, Leonhard von Möllen, conocía muy bien a Von Stauffenberg: ¿quién no conocía a aquel héroe de la Wehrmacht? A la una y cuarto, el avión que había llevado a Stauffenberg al refugio de Hitler enfiló su nariz hacia la capital del Reich.
Por la tarde de ese día, Hitler maltrecho y con el brazo paralizado, recibió la visita ya programada del dictador italiano Benito Mussolini. Le dijo lo mismo que había dicho a Linge, su fiel asistente: “Han intentado matare”. A esa hora, en Berlín se proclamaba que el Führer estaba muerto y el golpe en marcha.
La “Operación Valkiria” tuvo vuelo corto. Algunas oficinas del gobierno fueron ocupadas por los rebeldes, algunas tropas se plegaron a la intentona, varios jefes nazis fueron encerrados y debieron ser liberados más tarde, cuando la voz de Göring, el poderoso jefe de la Lutwaffe a quien Hitler había nombrado su sucesor, anunció por radio que el Führer estaba vivo. Stauffenberg, junto a su ayudante Haeften, al general Friedrich Olbricht y a otros conspiradores, fue fusilado esa misma noche, en el patio del edificio del alto mando de la Wehrmacht y a la luz de los faros de unos autos y camiones de transporte militar. El resto de los conspiradores, y varios que eran simples sospechosos, fueron ahorcados en ceremonias terribles, colgados de ganchos de carnicería y con el cuello atenazado por cuerdas de piano que provocan la muerte con exasperante lentitud. Esas ejecuciones fueron filmadas y tal vez, proyectadas para Hitler y su estado Mayor en el “Nido del Águila”, en Berchtesgaden. El gran biógrafo de Hitler, Ian Kershaw, afirma sin embargo que no hay evidencias de esa proyección.
La represión que siguió al complot fue tremenda. Más de siete mil ciudadanos alemanes fueron arrestados y cerca de cinco mil, ejecutados. Entre ellos estuvo el mariscal Erwin Rommel, un emblema del ejército, líder del Afrika Korps y defensor de la costa atlántica europea cuando el Día D. Según quien cuente la historia, Rommel tomó parte de la Operación Valkiria, o no tuvo nada que ver. O supo, pero calló. Hitler no le dio demasiadas opciones: o se suicidaba y tenía reservado un funeral con todos los honores militares, o iba a parar junto a su familia a un campo de concentración. Rommel se suicidó el 14 de octubre de 1944, tres meses después del atentado contra Hitler.
El fracaso de la “Operación Valkiria” dio un total control sobre Alemania y sobre su maquinaria de guerra a Hitler, a Göring y a Heinrich Himmler, jefe de las SS y responsable de los campos nazis de exterminio. Hitler se convenció de que el destino, o al menos una especie de fuerza del cielo, jugaba de su lado: “Considero esto como una confirmación de la tarea que me impuso la Providencia. Nada me va a pasar. La gran causa a la que sirvo debe ser llevada adelante a través de sus peligros presentes. Y todo puede llegar a un buen fin”.
Así empezó la Alemania nazi a transitar los últimos nueve meses hacia su destrucción total.