La invasión soviética a Checoslovaquia: dos mil tanques y 700 mil soldados para aplastar a la Primavera de Praga
Entre el martes 20 y miércoles 21 de agosto de 1968, un gigantesco ejército de la URSS y sus satélites del Pacto de Varsovia irrumpió sin aviso en el país centro europeo para eliminar el intento que instaurar un “socialismo con rostro humano”. La resistencia pacífica, los mártires y el cruel desenlace contra un pueblo que debió esperar dos décadas más para llegar a la democracia
¿Qué quería la URSS bajo la mano férrea Leónid Brezhnev, Secretario General del Comité Central del Partido Comunista y hombre fuerte del régimen? Pretendía instaurar, o reinstalar en Checoslovaquia la “pax soviética”, que había visto amenazada por la llamada “Primavera de Praga”, un movimiento inédito en el mundo comunista de la época que pretendía un “socialismo con rostro humano”, democrático y en manos de checos que no fuesen títeres de Moscú, no violento y sostenido por una auténtica revolución política, económica y cultural. Con eso terminaron los tanques rusos. La primera oruga soviética que apisonó la tierra en la frontera checa, liquidó aquella primavera anticipada que tardaría casi dos décadas en regresar.
Los checos, que se habían acostado a dormir en la noche del 20 de agosto con un país, despertaron el 21 en otro que ya no era el suyo. Empezó entonces una resistencia tal vez inútil, que incluyó algunos pocos hechos armados contra el invasor, algunas inmolaciones destinadas a advertir al mundo del zarpazo ruso y una protesta más simbólica, una especie de desobediencia civil cargada de sarcasmo y de escarnio hacia los conquistadores. Por ejemplo, los checos alteraron las señales viales de las rutas y las calles por donde circulaban los invasores; las pintaron para que los tanquistas rusos, que no sabían dónde estaban, llegaran a ninguna parte; o las renombraron con los nombres y apellidos de los líderes de la “Primavera de Praga”, “Alexander Dubcek”, “Ludvik Svoboda”, que por supuesto no figuraban en ningún mapa. En cambio dejaron intactas, sin pintar y sin tocar, todas las señales que indicaban los caminos de regreso a Moscú. Y donde no había señales, las clavaron: “Moscú: 1800 kilómetros”.
El balance de la ocupación soviética de Checoslovaquia, bautizada como “Operación Danubio”, cifra entre cien y ciento cincuenta personas asesinadas, más de quinientas personas heridas de gravedad y otras cuatrocientas heridas leves. Cerca de setenta mil checos huyeron del país esa noche y en las horas tempranas del 21 de agosto. Con el correr de los días, la cifra de emigrados llegó a trescientos mil. Es verdad que, al lado de las andanzas de hoy de Vladimir Putin y sus muchachos en Ucrania, aquellos líderes comunistas parecen monjes franciscanos. Pero entonces no lo eran, ni mucho menos. Lo que no cambió en décadas es el método y la decisión de imponer la dominación soviética, en el caso de Putin de restaurar su añorado orden que regía en la URSS.
La misma noche de la invasión, el Presidium checoslovaco declaró que las fuerzas de ocupación habían cruzado las fronteras sin el conocimiento del gobierno checo. Los soviéticos respondieron, a través de sus medios oficiales de prensa, que había existido un “pedido de asistencia inmediata, incluida la de las fuerzas armadas”, hecho por el gobierno checo. El pedido no llevaba firma alguna. En la noche del 20 y con la invasión en marcha, el embajador soviético en Praga fue hasta la residencia de uno de los líderes de la “Primavera…” para decirle que la URSS intervenía en favor de Checoslovaquia y a pedido del Comité Central del Partido Comunista checo. Pero, ni bien desatada la invasión, el Partido Comunista Checo (KSC) había emitido un comunicado de condena a los soviéticos y un llamado a la población para que no opusiera resistencia y evitara todo derramamiento de sangre.
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Los soviéticos justificaron el atropello basados en la llamada “Doctrina Brezhnev” que decía, era un plumazo del secretario general, que la URSS tenía derecho a intervenir cada vez que un país del Bloque del Este estuviese a punto, o lo intentara, de hacer un cambio hacia el capitalismo. La amplitud del criterio habilitaba en suma una invasión soviética a cualquiera de sus países satélites y por cualquier motivo. Con magnífica ironía, la URSS llamaba a aquel disparate “doctrina de soberanía limitada”.
¿Qué había pasado en Checoslovaquia para que la URSS decidiera invadirla? Pasaba que los checos se habían hartado del comunismo, al menos del comunismo impuesto por Moscú, habían dicho basta a la decadencia económica que esa dependencia generaba, basta a la censura, a la persecución, a la represión y, en esencia, habían dicho basta a la falta de libertad que atenaceaba al país entero.
Aquel 1968 era un año muy especial: el mundo había dado una vuelta de carnero y nada que estuviese atado al viejo orden parecía en su sitio. Era el final de los luminosos años 60 que habían prometido paz y amor y terminaban en sangre y destrucción. Por lo pronto, llegaba a su fin, estaba en agonía, el movimiento hippie. En enero de 1968 la Ofensiva del Tet, lanzada por los comunistas en Vietnam, hizo que el mundo tomara conciencia de la violencia de una guerra que desataba críticas furiosas contra Estados Unidos lanzadas por quienes callaban ahora ante la invasión a Checoslovaquia. En marzo, la matanza de más de seiscientas personas, en su mayoría ancianos, mujeres y chicos, en la aldea vietnamita de My Lai también había conmovido al mundo. En abril, en Memphis, Estados Unidos, había sido asesinado el líder pacifista Martin Luther King. En mayo, estudiantes y obreros franceses habían ganado las calles de París, armado unas barricadas contra el establishment y sacudido a la conducción hasta entonces inconmovible de Charles De Gaulle. En junio, cinco años después del asesinato de su hermano presidente, había sido asesinado en Los Ángeles Robert F. Kennedy, seguro candidato a las elecciones presidenciales de ese año. Y ahora, en agosto, Checoslovaquia desafiaba al pétreo régimen de la URSS.
El movimiento anti soviético había empezado en Praga en 1967, cuando el Congreso de Escritores Checoslovacos empezó a expresar su descontento con la rigidez del sistema comunista y con las órdenes intocables de Moscú. Los intelectuales checos, cautos y astutos, sostenían que la literatura debía ser independiente de la doctrina del Partido Comunista, un cachetazo para un régimen que había prohibido al escritor Boris Pasternak, autor del inolvidable “Doctor Zhivago”, viajar a Estocolmo para recibir el Premio Nobel.
En enero de 1968, el líder checo de la vieja guardia comunista de posguerra, Antonin Novotny, había sido barrido de la secretaría general del KSC para dejar paso a una nueva generación de comunistas, joven y ansiosa de cambios. En lugar de Novotny fue nombrado Alexander Dubcek, de cuarenta y seis años, que tenía el guiño de Brezhnev. Cuentan que cuando advirtieron al líder soviético sobre la eventual rebeldía de Dubcek, Brezhnev dijo: “¿Aliosha? No, Aliosha es un amigo fiel de la URSS”. No, no lo era. Como Novotny también había renunciado a su cargo de presidente, fue nombrado en su lugar Ludvik Svoboda. Ambos, Dubcek y Svoboda lanzaron de inmediato un plan de reformas sociales y políticas, recibido por los checos con algarabía y esperanza, acaso también con cierta ingenuidad.
En principio, esas reformas plantearon mayores derechos adicionales para los checoslovacos, la descentralización parcial de la economía y el establecimiento de ciertas normas democráticas en instituciones menores. El 4 de marzo, Dubcek abolió la censura. Duró poco, pero fue un cambio vital: desde el órgano de propaganda del Partido Comunista checo hasta los medios de comunicación más vendidos, se convirtieron en críticos del régimen que imponía la URSS.
Como sabían cuáles tierras eran las que araban, ni Dubcek, ni Svoboda plantearon abandonar el comunismo. Siempre hablaron de un “socialismo con rostro humano” y bajo ese lema, en abril, Dubcek implementó su “Programa de Acción” que dio más libertad a la prensa, a la expresión ciudadana, al libre tránsito y movimiento de los ciudadanos, con el énfasis puesto en el derecho a un mayor acceso a los bienes de consumo y en la posibilidad de un gobierno multi, o pluri partidista.
Ninguno de los dos líderes de la “Primavera…” era tonto. Para sostener su plan de reformas enfrentaron a la URSS con sus mismas armas; el programa esgrimía una interpretación dialéctica de la realidad, que debe haber caído como una puñalada en el hígado siempre sensible de la URSS. Afirmaba: “El socialismo no puede significar sólo la liberación de los trabajadores de la explotación y de las relaciones de clase, sino que debe proveer una vida más completa de la personalidad, mayor que la de cualquier democracia burguesa”. Dubcek admitía también que la misión del comunismo checo era la de “construir una sociedad socialista avanzada, sobre bases económicas sólidas; un socialismo que corresponda a las tradiciones democráticas históricas de Checoslovaquia, de acuerdo con la experiencia de otros partidos comunistas”.
Lo que hacía Dubcek sin decirlo, era mirar al comunismo europeo y ya no al de la URSS. Indagaba más en la socialdemocracia, con algunos postulados del marxismo, y ya no al marxismo lineal que la URSS prodigaba desde 1917. También impulsaba una mayor justicia, aspiraba a recortar las atribuciones de la temida policía checa, moldeada por la KGB soviética, y planeaba la división del país en dos federaciones: la República Socialista Checa y la República Socialista Eslovaca. Pero lo más extraordinario de aquel movimiento que terminaría ahogado en sangre, era el empleo del marxismo dialéctico para enfrentar al marxismo más cerril y ortodoxo. Praga sostenía que las “clases antagónicas” eran ya una cosa del pasado… debido precisamente a los logros de la URSS. Por lo que los antiguos métodos, las viejas concepciones políticas y sociales soviéticas ya no eran ni útiles ni necesarias.
La “Primavera de Praga” pretendía que la economía checa “se una a la revolución científica y técnica del mundo”, en vez de permanecer pendiente de la industria pesada, la fuerza laboral y las materias primas de los años del estalinismo. Y volvía al sarcasmo irrebatible: afirmaba que como el éxito comunista había dejado de lado el conflicto interno de clases, ya era hora de que los trabajadores fuesen justamente recompensados, según sus habilidades técnicas, sin que eso implicara quebrantar los postulados del marxismo. Y agregaba un pedido, un ruego, una botella al mar que parece escrito ayer y destinado a la dirigencia política de cualquier. Praga promovía que “los puestos políticos, en el gobierno y en el partido, fuesen ocupados por cuadros socialistas expertos, capaces y educados”, para competir mejor con el capitalismo.
La estocada final de aquella esgrima afilada y peligrosa abarcaba la política exterior. Praga impulsaba las buenas relaciones con los países occidentales y la cooperación con la URSS y con otras naciones del Este europeo. A lo segundo estaba obligada, las buenas relaciones con Europa era nuevo y provocador. Dubcek planeaba una transición de diez años y, luego, un llamado a elecciones democráticas destinadas a instaurar un nuevo socialismo democrático que reemplazara al que a él mismo le tocaba encabezar en esos días febriles.
Moscú no iba a discutir la lógica de esos argumentos: invadió Checoslovaquia. Dubcek fue arrestado en la misma noche en la que los tanques soviéticos rugieron en Praga. Se lo llevaron a Moscú y si salvó su vida fue porque Checoslovaquia ya estaba frente a los ojos del mundo. Junto con él, fueron arrestados otros cinco miembros del Presidium checo y, entre el 23 y el 26 de agosto, con las tropas soviéticas enseñoreadas en Praga, fue obligado a firmar el “Protocolo de Moscú” y nuevos acuerdos con la URSS que pusieron fin a la “Primavera de Praga”. Entre otras obligaciones, el documento exigía “proteger el socialismo en Checoslovaquia”, denunciaba el XIV Congreso partidario y todas sus resoluciones y restringía el funcionamiento de los medios de comunicación. Cuando por fin permitieron que Dubcek regresara a Praga, era ya un cadáver político: fue despojado de todos sus cargos y siguió su vida como empleado en una dependencia de la Dirección de Forestación.
La noche de la invasión, las tropas del Pacto de Varsovia atacaron Radio Praga y la sede de la televisión checa, que habían logrado sin embargo transmitir los primeros informes sobre el asalto y la ocupación del país. El 28 de agosto, símbolo de los nuevos tiempos dictados por la URSS, los editores checoslovacos decidieron no imprimir los diarios para permitir “una jornada de reflexión” de todos los periodistas. Se restituyó la censura limitada y por tres meses, según los soviéticos; pero aquello era una falsedad: en septiembre empezó a regir una nueva ley de censura, aprobada por Moscú, que establecía: “La prensa, la radio y la televisión son, ante todo, los instrumentos para llevar a la práctica las políticas del Partido y el Estado”.
En una semana, la URSS había devuelto a Checoslovaquia al viejo orden. La resistencia se mantuvo por más de ocho meses, encarada en especial por los civiles, estudiantes en su mayoría, que intentaban convencer a las tropas de que regresaran a Moscú. Las pancartas estudiantiles exigían: “¡Vuelve a casa, Iván!”, en una protesta acaso ingenua y silenciosa que, sin embargo, llegaba a todo el mundo. Algunos muchachos que intentaron colocar una bandera checa en la boca del cañón de los blindados, fueron asesinados. Otros se inmolaron, se quemaron vivos en protesta por la invasión, como hacían los monjes budistas en Vietnam. Fue el caso de Ryszard Siwiec, ex combatiente de la resistencia polaca durante la Segunda Guerra, que se mató en septiembre, cuando empezaba a regir la nueva censura y el viejo orden. Cuatro meses después también se quemó vivo en la Plaza Wenceslao, Jan Palach, un estudiante de filosofía de veinte años: una placa recuerda aún hoy su sacrificio. No hubo resistencia militar a la invasión.
Checoslovaquia permaneció controlada por la URSS hasta 1989, cuando la llamada “Revolución de Terciopelo” terminó de forma pacífica con el ya tambaleante régimen comunista, metido en la política de glasnot y perestroika, (libertad, transparencia, reformas económicas) que había lanzado dos años antes Mikhail Gorbachov. Las últimas tropas soviéticas dejaron el país en 1991. El mundo ya no era el de 1968. Y la URSS, menos. Mikhail Gorbachov había encarado en la URSS, y en los años 80, un proceso parecido al de Dubcek en Checoslovaquia aquel año de la Primavera de Praga. Tanto, que cuando le preguntaron a un dirigente checo cuál era la diferencia entre aquella “Primavera de Praga” y las reformas encaradas por Gorbachov, el tipo dijo: “Diecinueve años”.
En noviembre de 1989 la “Revolución de Terciopelo” liderada por el dramaturgo Václav Havel desplazó al régimen comunista. Havel fue elegido presidente de la República en diciembre y confirmado en las elecciones parlamentarias de 1990. Dos años después, en julio de 1992, Havel renunció a la presidencia y la República Checa y Eslovaquia fueron dos nuevos países desde el primer día de enero de 1993. Cuando Havel fue elegido de nuevo presidente de la República Checa: impulsó la integración de su país a la OTAN y a la Comunidad Económica Europea. Murió de cáncer de pulmón en 2011 a los setenta y cinco años.
En noviembre de 1989, Alexander Dubcek, ya en el final de su ostracismo obligado, fue aclamado como un héroe nacional, lo era, en la Plaza Wenceslao de Praga, cerca de donde se había inmolado el chico Jan Palach. Fue designado por segunda vez presidente del Parlamento checo y, en su mensaje, comparó el “socialismo humano” de Gorbachov, con el que él había propuesto casi dos décadas antes. El 7 de noviembre de 1992, se mató en un accidente de autos.
En diciembre de 1989, poco después de la caída del Muro de Berlín, los países aliados del Pacto de Varsovia que participaron en la invasión militar de Checoslovaquia firmaron por partida doble un comunicado conjunto. Por un lado lo hicieron Bulgaria, Hungría, Polonia y la República Democrática Alemana, a punto de sucumbir luego de la reunificación de ese país. Por el otro, en solitario, lo hizo la URSS. Todos admitieron que la invasión a Checoslovaquia de agosto de 1968 había sido “una injerencia en los asuntos internos” de ese país.