La pizza y los crímenes de Rusia
La pizzería no era un puesto de comando temporario, era un lugar para reforzar la sociabilidad y suturar el tejido social rasgado. Ese es el verdadero enemigo de Rusia
Y también prestando su piel. La pizzería estaba colmada de gente cuando dos misiles Iskander hicieron impacto; era la hora de la cena. Murieron allí 13 personas y más de 60 resultaron heridas. Entre los fallecidos se encuentran dos mellizas de 14 años; entre los adultos, una renombrada escritora ucraniana, Victoria Amelina. Sus aclamadas obras incluyen novelas infantiles; la ironía no habría podido ser más amarga.
Ante las condenas, el Kremlin formuló su descargo de inmediato, alegando que Rusia no ataca infraestructura civil y que los bombardeos están de un modo u otro relacionados con la infraestructura militar. Un vínculo que requeriría una lógica en exceso perversa para sostenerse, lógica que no obstante Rusia utilizó al día siguiente sin pudor alguno: “el blanco atacado era un puesto de comando temporario”, decía el comunicado del Ministerio de Defensa.
Y no es la primera vez que Kramatorsk es blanco de ataque. La estación ferroviaria ya había sido bombardeada en abril de 2022, dejando 63 muertos y más de cien heridos. No obstante, que ahora le toque a una pequeña pizzería en una ciudad de tamaño medio agrega otra dimensión. Es que, además de crimen de guerra, no puedo dejar de pensar en el infanticidio. Pues, ¿qué niño no goza comiendo pizza? Deliciosa y accesible, ¿qué familia no organiza una fiesta con tan sólo una pizza?
La noticia viajó rápidamente a América Latina. Amelina estaba en Ria cenando con un grupo de escritores y periodistas colombianos cuando ocurrió el ataque. Héctor Abad, Catalina Gómez y Sergio Jaramillo, este último ex-comisionado de paz, fueron heridos. La peculiar definición de “infraestructura militar” del Kremlin fue desbaratada por Gustavo Petro en una frase: “Rusia ha atacado a tres colombianos indefensos, violando los protocolos de la guerra”.
Colombianos, ucranianos y de cualquier nacionalidad. De eso se trata, justamente, a propósito de las guerras de antes y las de ahora. Para algunos, toda guerra es un crimen, pero no toda acción bélica es un crimen de guerra. Los protocolos que señala Petro, la Convención de Ginebra de 1949 y el Estatuto de Roma de 1998, así lo estipulan y tipifican. Incluyen el ataque a civiles y a la infraestructura civil.
En Ucrania tanto como en Siria y Georgia, los bombardeos a hospitales, mercados e infraestructura eléctrica son costumbre en las acciones de las fuerzas rusas. Rusia intenta normalizarlos, o por lo menos acostumbrar al mundo a ellos, como ahora en una pizzería. Es que para el Kremlin los blancos civiles son objetivos militares, solo que con un impacto más profundo. Con ellos no persigue superioridad táctica, su objetivo es deteriorar la moral de una nación. Y con ello torcer la voluntad de un pueblo que no parece someterse.
La pizzería no era un puesto de comando temporario, era un lugar para reforzar la sociabilidad y suturar el tejido social rasgado. Ese es el verdadero enemigo de Rusia. Ello está incrustado en la ideología que subyace la invasión, la cual niega la propia existencia de la nación ucraniana. Con la misma lógica perversa con la que se define el concepto de “objetivo militar”, los ideólogos del Kremlin podrían argumentar que no es posible cometer crímenes contra algo que no existe.
Ello también explica la deportación a Rusia de niños ucranianos, las cifras que manejan los gobiernos y ONGs oscilan entre 20 mil y 700 mil. El Kremlin asegura que se trata de medidas de evacuación para garantizar la seguridad de los niños que viven en zonas próximas al frente de batalla. Sin embargo, se acumula la evidencia de niños deportados luego reeducados y adoptados por familias rusas. La orden de arresto contra Putin y su “Comisionada por los Derechos del Niño de la Oficina del Presidente” librada por la Corte Penal Internacional en marzo así lo atestigua.
Con lo cual se trata de limpieza étnica, el umbral del crimen de genocidio. Que el Estatuto de Roma define como “la deliberada intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Incluye matar, lesionar, someter, impedir los nacimientos en el seno de ese grupo (o sea, la esterilización compulsiva), así como también transferir por la fuerza a niños de ese grupo a otro grupo. Dicho crimen ya había sido juzgado en Rwanda y Bosnia, que abrieron la posibilidad de procesar por genocidio crímenes que no necesariamente causen la muerte.
Casi en simultáneo con el ataque a la pizzería, y luego de meses de esfuerzo del gobierno de Zelensky, se abrió en La Haya el “Centro Internacional para el Procesamiento del Crimen de Agresión contra Ucrania” bajo auspicios de Eurojust, la agencia de justicia de la Unión Europea. Se define como “el uso de la fuerza armada por parte de un Estado contra la soberanía, integridad territorial o independencia política de otro Estado, o en cualquier forma que sea inconsistente con la Carta de las Naciones Unidas”.
O sea, es inequívoco, el crimen de agresión ocurre cuando se invade otro Estado sin motivo ni provocación previa. El primer tribunal especial a tal efecto en la historia fue el de Nuremberg en 1945, el propuesto hoy también se inspira en los tribunales especiales de Yugoslavia, Rwanda, Sierra Leone y Camboya. La Corte Penal Internacional está investigando crímenes de guerra, pero no tiene jurisdicción para enjuiciar crímenes de agresión. El nuevo organismo se encargará de ello y es un primer paso hacia posibles tribunales de altos jerarcas rusos.
El problema jurídico, pero sobre todo político, que enfrentará este nuevo tribunal será que, en tanto la decisión de Rusia de invadir un Estado—Ucrania—no esté separada de la denegación a una nación de su derecho de existir de manera independiente—la nación ucraniana—el crimen de agresión y el de genocidio van juntos. Por eso la pizzería de Kramatorsk.