Nueve semanas y media: el plan para maltratar a Kim Basinger hasta hacerla llorar, un memorable striptease y el éxito recién en video
Se estrenó hace 35 años, fue un fracaso en los cines y debió esperar a ser distribuida en VHS para explotar. La elección de la actriz fue polémica y sufrió constantes abusos por parte de Mickey Rourke y el director Adrian Lyne. Pero una escena quedó en el recuerdo: el baile sensual de la protagonista detrás de una persiana americana con la música Joe Cocker
Esas pasadas de prueba provocaron que la película demorara más de un año en ser estrenada. Un año en el que se trabajó febrilmente en el montaje. Pero cuando se estrenó en febrero de 1986 en Estados Unidos, Nueve Semanas y Media no provocó ningún escándalo ni logró atraer gente hacia las salas. Fue un fracaso de crítica y de taquilla. Pero el video casero le dio una nueva vida.
El guión del film estaba basado en un relato real titulado de la misma manera, el tiempo que había durado la relación entre ese hombre y esa mujer. El libro había aparecido en 1978. Y nadie conocía a su autora, Elizabeth McNeill. Tuvieron que pasar muchos años para que se supiera que se trataba de un seudónimo.
“La primera vez que estuvimos en la cama, agarró mis manos y las sujetó fuerte por sobre mi cabeza. Me gustó. Él me gustaba” escribe al principio del libro.
En el texto aquello que comenzó como algo (muy) excitante se convierte en atemorizante y peligroso. La tensión inicial deriva en dominación, crueldad y en un abismo mental que termina en una internación psiquiátrica. El texto no es ficción. Es una memoir. El recuento de un periodo de la vida de la autora en el que una relación fugaz la puso al borde del desequilibrio. Es un buen libro. Incursionemos en el lugar común: es muy superior a la película. El recuento de los episodios sexuales es seco, casi como si se tratara de un caso clínico. En cada uno aumenta la peligrosidad, la violencia, el sometimiento. El juego sexual sado masoquista deviene en algo muy diferente. En el libro el personaje masculino se vuelve cada vez más demandante y dominante. Traspasa la frontera del juego y cae en el abuso. Esa progresión está mostrada casi con ascetismo. El lector puede ver la trama que con persistencia y lenta voracidad va envolviendo a la mujer, una red en la que queda atrapada y no puede salir. Muestra como esa mujer decidida y exitosa, pierde ante ese hombre la capacidad de resolución, de decidir por sí misma, como él logra borrar todo rasgo de voluntad, como si la dejara sin opciones, sin poder decidir sobre sus actos, sobre su cuerpo.
Lyne y los guionistas prefirieron otra cosa, como si del libro lo único que hubieran podido leer fueran algunas escenas sexuales no tan convencionales entre dos exitosos profesionales. Como si sólo se tratara de una relación fogosa que no terminó bien.
La autora no reveló, en vida, su identidad. Escribió otro libro de memorias Ghost Waltz sobre la relación con su padre nazi. Este lo firmó con su verdadero nombre y apellido: Ingeborg Day. Pasó desapercibido.
En Nueve Semanas y Media los hechos relatados ocurrieron. Sólo eliminó una circunstancia de su vida real: la existencia de su hija, para no involucrarla a ella y para que no se pudiera rastrear su identidad.
Ingeborg Day que en el momento de la relación enfermiza que relata en su libro se acababa de divoricar, luego volvió a casarse con un hombre mayor que ella. Vivieron juntos casi 25 años. Se suicidó en 2011, tenía 70. Su marido, al que cuidó durante años, murió cuatro días después que ella.
Adrian Lyne quería a Jacqueline Bisset como protagonista. Ella no aceptó la propuesta. Un papel con una carga sexual demasiado fuerte. No quería exponerse de esa manera. Pero el guión dio vueltas entre los principales representantes y fueron varias las actrices jóvenes, atractivas y talentosas que pelearon por el rol en un casting: Kathleen Turner, Teri Garr, Isabella Rossellini. Kim Basinger quería abrirse camino en el mundo del cine. Sus antecedentes eran rutilantes pero ninguno permitía pensar que ella podría actuar. Chica Bond en el regreso de Connery en Nunca Digas Nunca Jamás y una tapa de Playboy. De ahí a poder sostener un personaje complejo había una gran distancia (aunque, en realidad, la Elizabeth que imaginaron los guionistas y el director era bastante plana como toda la película.
Kim llegó al casting tal como era. Despampanante, sensual, con los labios carnosos, la mirada peligrosa. Una belleza inefable. Al verla todos quedaron impactados. Lyne vio en ella lo que el resto. No había que tener el ojo entrenado para descubrir que estaba frente a alguien especial. En la otra punta del estudio estaba Mickey Rourke. No se acercó a saludarla, ni a cambiar algún comentario formal. Ni siquiera le deseó suerte. Ella pensó que la fama se le había subido a la cabeza. Rourke era The Next Big Thing en Hollywood. El nuevo niño malo que estaba destinado a convertirse en una estrella. Coppola, Cimino, Barbet Schroeder, los grandes directores lo buscaban. Adrian Lyne hizo como que rebuscaba entre las páginas del guión una escena para la prueba. Pero iban a pasar la misma que habían hecho con el resto de las actrices. Una en la que Rourke tiraba dinero al piso y ella debía gatear para recogerlo mientras su pareja la trataba con creciente violencia. Rourke llevó sus actitudes a niveles que superaban una mera actuación. Basinger se resistió a ser maltratada, reaccionó, se quejó por el maltrato. Ella, al final de cuentas, estaba actuando.
El mal momento, al menos, duró poco. El director dio por terminada la sesión bastante pronto. Ella se retiró. Las lágrimas que se le atragantaban tenían varios orígenes. Eran de dolor, de frustración, de bronca. El desprecio del actor, el trato violento, el poco cuidado, el pensamiento obsesivo de que había perdido una gran oportunidad laboral, un poco de culpa por no haber soportado todo lo anterior para conseguir el papel.
Pero esa noche llegó a su casa un ramo de rosas y una carta firmada por Lyne y por Rourke: la felicitaban por haber obtenido el papel.
El rodaje comenzó a principios de 1984. El director tomó una decisión extraña, que muy pocas veces suele ser aceptada por los estudios. La de rodar las escenas en orden cronológico (lo mismo hizo Clint Eastwood en Los Puentes de Madison). Adrian Lyne quería que la pareja protagónica se relacionara sólo con las cámaras rondando. Creía que eso daría más fuerza a las escenas. Les prohibió hablar entre sí, juntarse a tomar café y hasta ensayar. Sólo se encontrarían en el set.
Mickey Rourke era la estrella de la película. No sólo porque era más conocido y porque su cachet era muy superior al de Basinger. El trato del equipo con él era extremadamente diferente. Lyne discutía las escenas con él, le transmitía sus dudas, escuchaba sus aportes le daba indicaciones precisas, reía con él. A Kim la ignoraba. Sólo le marcaba la escena que trabajarían y le indicaba de manera escueta una especie de itinerario de los movimientos escénicos que esperaba de ella.
La filmación de Nueve Semanas y Media se convirtió en el escenario de maltratos y abusos de la actriz protagónica. Nada que no hubiera hecho Hollywood hasta el momento (tal vez el caso más difundido haya sido el de Maria Schneider y Último Tango en París). Era una especie de mandato callado, implícito: las actrices debían soportar cualquier cosa. No había precio alto a pagar por una buena escena. Quizá a Hollywood le faltó entender la respuesta de Lawrence Olivier a Dustin Hoffman, cuando éste filmando Marathon Man le contaba todos los sacrificios que había hecho para encarnar a su personaje. La réplica del inglés: “¿No probó con actuar?”.
Fueron muchas las actrices que debieron soportar situaciones impropias, rayanas con lo delictivo de parte de coprotagonistas, directores y productores.
“In the midnight hour, she cried more, more, more/ With a rebel yell she cried more, more, more”, cantaba Billy Idol en Rebel Yell con la batería con sonido metálico bien adelante en la mezcla. Mientras los técnicos tiraban cables, el director de fotografía acomodaba las últimas luces y todos se preparaban para filmar una escena, la canción sonaba (casi aturdía) en el set. Era la favorita de Rourke y la ponía con el volumen a tope. No le importaba molestar a los demás. Kim Basinger esperaba en un rincón sin saber bien qué debía hacer cuando el director gritara Acción, sin conocer que encontraría del otro lado, ni qué pretendían de ella. Todo con Billy Idol de fondo.
El ingreso de Kim Basinger en el mundo del cine venía rodeado de los mejores augurios. Alguien dijo que era la nueva Marilyn Monroe. Robert Altman lo contradijo: “Será la nueva Meryl Streep”, afirmó. Mientras tanto esta película era su primer paso serio para construir una carrera de actriz prestigiosa, su primer protagónico.
Eso implicaba responder a unas expectativas que ni siquiera sabía cuáles eran. Y le parecía, como a tantas otras, que el precio a pagar debía ser alto. Los maltratos estaban tan naturalizados que aunque se los cuestionara internamente parecían sr algo inherente al mundo de la actuación (lo que nadie pensaba era por qué a los actores no solían maltratarlos en los rodajes, ni exigirles favores sexuales, ni los sometían a abusos físicos o psicológicos).
Adrian Lyne quería llevar a Basinger hasta el límite de sus fuerzas, quería que sus reacciones en pantalla fueran lo más reales posibles. Si el personaje era humillada, la actriz también lo sería.
El guión original tenía una escena final que luego fue eliminada (luego de otro testeo catastrófico). En ella Rourke le daba a la pareja somníferos, uno detrás de otro, induciéndola al suicidio, demostrando el poder que ejercía sobre ella. Luego se develaba que sólo era maniobra exhibicionista de poder: las pastillas eran placebos de azúcar pero él había demostrado su punto y ella quedaba quebrada psicológicamente.
Eran las últimas jornadas de filmación (recordemos que Lyne filmaba de manera cronológica). La película ya terminaba. Con ese ánimo, llegó Kim Basinger ese día. Jovial y radiante. La tarea estaba a punto de finalizar. El director la miraba de lejos con disgusto. Tanto entusiasmo y energía atentaban contra lo que él tenía en mente. Urdió un plan. Se acercó a Rourke y le gritó al oído (Billy Idol seguía atronando). Le pidió que lo ayudara a modificar el estado de ánimo de KIm Basinger. Un minuto antes de que la cámara se encienda, Rourke encaró a Basinger, rompiendo una de las reglas de Lyne de que los intérpretes no debían hablar fuera de escena. Le empezó a gritar, la empujó de los hombros y asiéndola con fuerza de uno de los brazos la arrastró unos metros. Hasta le pegó un cachetazo. Kim se resistió y luego comenzó a llorar por las agresiones. En ese momento, el director pidió silencio y comenzó a rodar la escena final.
Lo extraño es que toda esa verosimilitud, esa intensidad, ese realismo que el director pretendía de los actores no estaba presente en su puesta en escena. Filmó cada escena estética de videoclip, con lógica de marketing y sin el menor corazón.
Lo sorprendente de la situación es que estos detalles no se conocieron años después o fueron fruto de una confesión de alguno de los implicados en medio del #MeToo. Kim Basinger contó todo esto, sin ánimo de denuncia, en una entrevista en el New York Times en 1986, en ocasión del estreno de la película. Las declaraciones no tuvieron mayor repercusión ni escandalizaron a nadie. Tampoco fueron una sorpresa. Se sabía que los directores y las grandes estrellas (aunque Rourke todavía no lo fuera) gozaban de esas atribuciones. Basinger en esa entrevista dijo que había sido la peor experiencia profesional pero que había sido útil y había salido más sabia de la película. “Me sentí humillada y a disgusto: todo aquello iba contra mis principios. Pero cuando vas contra tus principios surgen unas emociones que no sabías que tenías. Todas las actrices deberían pasar por una experiencia así”, dijo.
El estreno de la película estaba previsto para los últimos meses de 1984. Lyne venía de dirigir Flashdance que se había convertido en un fenómeno. Su tercera película provocaba expectativa. Una pareja protagónica ardiente y en pleno ascenso, un buen texto de origen, un tema polémico y escenas sexuales fuertes. Pero el film pasó casi un año y medio entrando y saliendo de la sala de montaje. El primer corte de Lyne tenía 5 horas de duración. Después el estudio le pidió que sacara escenas que consideraban demasiado fuertes: Kim con bigote postizo, Rourke obligándola a tener relaciones con otros, una violación fingida. Cuando la presentaron ante audiencias reducidas para conocer las reacciones, el final con él instigándola al (falso) suicidio provocaba repulsión en el público. Así también hubo que modificar el final. Todas estas diferentes versiones y montajes varios se filtraron a la prensa que habló de desastre, antes de que el film llegara a las salas. El estreno fue el 20 de febrero de 1986, hace 35 años. La recepción crítica fue mala. Las críticas en los grandes medios norteamericanos la demolieron. El público tampoco acompañó. Nueve Semanas y Media recaudó poco más de 6 millones de dólares en las salas. Apenas un tercio del presupuesto inicial. Rourke y Basinger, sin embargo, siguieron su camino hasta la cima. En poco tiempo se acostumbraron a protagonizar y se convirtieron en grandes estrellas aunque su tiempo en la cúspide fue breve.
La película tuvo un recorrido inesperado. Con un corte más audaz, se convirtió en un éxito en Europa y en América Latina. Las escenas de erotismo, ese porno soft de plástico encantó a las audiencias. Cuando llegó a los hogares a través del alquiler de los VHS, la película también triunfó en Estados Unidos. Un éxito tardío que la convirtió en una referencia pop de su tiempo. La persiana americana, el juego erótico con la comida, la extraña masturbación de Kim Basinger con las diapositivas.
Adrian Lyne contó que no podía hacer funcionar la escena de la comida. Lo que él tenía en mente no le encontraba en el metraje filmado. Pero todo cuajó cuando encontró con qué musicalizarla. Una melodía de otro tiempo, hasta ingenua, calzó a la perfección. Una decisión inesperada, la elección de Bread and Butter de The Newbeats. La banda sonora es un catálogo del pop elaborado y sensual de los ochenta: Eurythmics, Slave to Love de Brian Ferry y hasta Corey Hart.
Pero el momento que quedó en la memoria, la canción que se convirtió en la banda de sonido inevitable de cualquier striptease fue una canción compuesta en 1972 por Randy Newman. You Can Leave Your Hat On. La versión de Joe Cocker de 1986 se convirtió en un hit casi inmediato. La voz grave y la pasión de Cocker la convirtieron en uno de los grandes temas sexuales del pop.
Tal vez ese sea el mayor legado de esta película. Ese y el desvelo indeleble que Kim Basinger provocó en una generación.