Qué hay detrás de los estallidos sociales contra el confinamiento y el toque de queda en Países Bajos
Miles de jóvenes salieron a las calles varios días consecutivos para desafiar la prohibición de circular después de las 9 de la noche, que entró en vigor el sábado pasado. Las razones de un brote de violencia inesperado en una de las naciones más prósperas y tranquilas de Europa
Esta comunidad de 20.000 habitantes, tranquila, muy religiosa y relativamente cerrada, se convirtió el sábado a la noche en el epicentro del estallido de violencia protagonizado por una parte de la juventud holandesa. Poco después de las 9pm, cuando entró en vigor el primer toque de queda en todo el territorio nacional desde la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo incendió un centro de testeo de COVID-19. Luego se enfrentó a la Policía con piedras, palos y fuegos artificiales.
Los incidentes de Urk, que fueron filmados y viralizados en el momento, marcaron el inicio del mayor ciclo de violencia callejera en mucho tiempo en las principales ciudades del país. Durante tres noches seguidas, miles de jóvenes salieron a la calle a desafiar el toque de queda, romper y saquear tiendas y medir fuerzas con los uniformados, que por momentos se vieron desbordados.
Más de 500 personas fueron arrestadas entre el sábado y el lunes. Además, se libraron casi 6.000 multas por violaciones a la prohibición de salir de noche. Desde el martes disminuyó la conflictividad, aunque se vieron algunos focos aislados.
“No hemos observado tanta violencia en 40 años”, dijo Koen Simmers, dirigente nacional del sindicato policial, en una entrevista televisiva. Su temor es que la tensión aumente en las próximas semanas. Sobre todo, si continúa el confinamiento estricto, que ya lleva un mes y medio, y que aunque es respaldado por la mayor parte de la población, genera un malestar creciente en la juventud, que se siente absolutamente postergada por la clase política.
¿Sólo vándalos y hooligans?
Los Países Bajos son una de las naciones más liberales e igualitarias de Europa. Era esperable que al comienzo de la pandemia el gobierno de Mark Rutte adoptara un enfoque menos restrictivo que el de muchos de sus vecinos. Pero el Primer Ministro, que a principios de marzo hablaba de “construir inmunidad grupal de forma controlada”, fue endureciéndose ante la presión de la opinión pública y de la comunidad médica, que reclamaban medidas más estrictas.
A mediados de marzo se optó por un “confinamiento inteligente”, pero tampoco fue suficiente. Así que el 15 de diciembre, dos semanas después del comienzo de la tercera ola de contagios, el Gobierno prefirió blindarse de las críticas imponiendo un confinamiento estricto, a pesar de que el promedio de muertes diarias por COVID-19 estaba muy lejos del pico de 150 que se había registrado en abril.
Al cierre de bares y restaurantes, vigente desde octubre, se sumó la clausura de las escuelas y de todos los comercios no esenciales. Las medidas —al igual que las más leves tomadas en marzo— dieron resultado en el corto plazo, porque las infecciones empezaron a bajar desde la última semana de diciembre, y las muertes, desde la segunda de enero. Pero un escándalo nacional por la quita de subsidios a más de 20.000 familias acusadas erróneamente de fraude obligó a renunciar al gobierno el 22 de enero.
Rutte, que continúa interinamente en el cargo hasta las elecciones del 17 de marzo, se convenció de que la mejor manera de superar el bochorno y llegar bien posicionado a los comicios era mostrarse aún más duro en la lucha contra el COVID-19. Así que anunció la semana pasada la imposición de un toque de queda en todo el territorio holandés, entre las 9pm y las 4.30am.
“Estamos saliendo de esto, pero tenemos que volver a prepararnos ahora que vienen variantes más contagiosas”, dijo Rutte al anunciar las nuevas restricciones, en alusión a las cepas británicas y sudafricanas. “El consejo del OMT (equipo asesor para la pandemia) es claro. Hacer lo máximo ahora, para que estemos preparados para lo que está por venir”. Además de la interdicción de las salidas nocturnas, prohibió los vuelos provenientes del Reino Unido, Sudáfrica y Sudamérica.
La reacción fue automática. Desde el jueves 21, cuando el Parlamento aprobó las medidas, distintos grupos empezaron a organizarse para desafiar el toque de queda. Algunos, a través de protestas pacíficas. Otros ya se preparaban para la violencia.
“Los alborotadores son hombres de entre 14 y 24 años, incluidos algunos hooligans y jóvenes aburridos de las redes sociales”, sostuvo el sociólogo Louk Hagendoorn, profesor emérito de la Universidad de Utrecht, en diálogo con Infobae. “Los motiva el ansia de emociones fuertes. Cuando se reúnen y oyen el cristal de un escaparate romperse, quieren oír más destrozos. Cuando ya no hay cristal, las aberturas los invitan a robar la tienda. Yo tiendo a verlo como fruto de la necesidad de reunirse y del efecto contagioso del ruido y de la violencia. Uno empieza y los demás lo siguen. Después viene la persecución y la lucha contra una policía asustada”.
Amsterdam, Rotterdam, La Haya, Eindhoven, Den Bosch, Zwolle, Amersfoort, Alkmaar, Hoorn, Gouda, Haarlem, Tilburg, Enschede, Venlo y Roermond son algunas de las ciudades en las que se produjeron disturbios. En casi todas se vieron autos prendidos fuego, ventanas y vidrieras rotas, supermercados y comercios de indumentaria saqueados y batallas campales entre manifestantes y policías.
“Hubo varios grupos diferentes implicados en las manifestaciones y en los posteriores disturbios”, dijo a infobae Frank Weerman, profesor de criminología de la Universidad Erasmus de Róterdam, especialista en violencia juvenil. “Una combinación de personas que protestaban contra el toque de queda y de jóvenes que se sienten atraídos por la emoción y la posibilidad de pelearse con la policía y romper las reglas, con actos de vandalismo y robos en tiendas. Entre los primeros, motivados políticamente, también hay diferentes subgrupos: los que se oponen a las medidas, los que creen en teorías conspirativas y ultraderechistas. Y probablemente también entre los otros había diferentes subgrupos: los que querían pelear, los que se sintieron atraídos por la excitación y los que sólo pasaban por ahí”.
La respuesta de las distintas autoridades de gobierno fue una condena absoluta a los alborotadores, calificados unánimemente de vándalos y criminales. John Jorritsma, alcalde de Eindhoven, la quinta ciudad más poblada del país, fue uno de los más drásticos. “Son la escoria de la tierra”, dijo, y realizó un inquietante pronóstico: “Temo que si seguimos por este camino iremos hacia una guerra civil”.
Pero esta es una caracterización reduccionista. Cualquier indagación seria sobre los grupos que participaron de los estallidos muestra que había mucha heterogeneidad. Al margen de la edad como factor común, se mezclaron jóvenes sin participación política previa con militantes de partidos populistas de derecha, hooligans acostumbrados a pelearse con la Policía y personas que no suelen participar de ese tipo de hechos.
“Fue una manifestación mixta. Algunos sólo protestaban contra el toque de queda. Una segunda categoría, más amplia, en sí misma muy heterogénea, había estado acumulando y compartiendo su frustración a través de varios grupos en las redes sociales. Un tercer elemento fue añadido por los jóvenes locales que sintieron la necesidad de responder a la adrenalina y a la testosterona. Es difícil decirlo con seguridad, pero los disturbios y saqueos, especialmente por la noche, parecen haber sido causados principalmente por el tercer grupo”, explicó Frank van Gemert, profesor de criminología de la Universidad Libre de Ámsterdam, consultado por Infobae.
No obstante, el Gobierno insiste en tratar a todos como si fueran lo mismo, negando la posibilidad de que algunos pudieran tener un malestar legítimo. “Eso no tiene nada que ver con protestar. Es violencia criminal y así lo trataremos”, dijo Rutte. El problema de este enfoque es que sólo va a servir para exacerbar la frustración y la rabia de un sector de la sociedad que se siente dejado de lado.
Detrás de la violencia juvenil
El gobierno holandés justifica su determinación de continuar con el confinamiento y el toque de queda con un argumento convincente: las encuestas muestran que la mayor parte de la población está a favor. Según un sondeo de la consultora I&O Research, el 70% respalda las medidas restrictivas que se están tomando.
Lo que esos números no muestran es el estado de ánimo de quienes no están de acuerdo. Porque incluso entre muchos de los que pueden responder en una encuesta que apoyan las restricciones se siente el desgaste después de tanto tiempo.
“En general, la mayoría de la población holandesa sigue estando de acuerdo con las medidas adoptadas —dijo Weerman—. Sin embargo, para algunas personas resulta difícil, en particular para los más jóvenes, que carecen de contactos sociales y de cosas que hacer. Hubo mucha discusión sobre el reciente toque de queda y también hubo decepción por las restricciones dispuestas durante la noche de fin de año”.
No es casual que el estallido haya comenzado en Urk, donde la comunidad tiene profundas convicciones protestantes y vivió siempre con mucha autonomía. Que el Gobierno imponga medidas tan fuertes es difícil de aceptar para muchos.
Tampoco llama la atención que en Holanda se esté viendo mayor conflictividad que en otros países que vienen implementando estrategias similares. La cultura política holandesa es mucho más horizontal que la de Francia, Reino Unido, Italia y Alemania. La sociedad civil no está acostumbrada a que el Estado imponga sin demasiado debate medidas propias de tiempos de guerra.
“Desde hace meses hay voces críticas con las decisiones que está tomando el gobierno para controlar la pandemia —dijo Van Gemert—. La última fue el toque de queda, poco después del segundo confinamiento. Hubo algunas manifestaciones y, por supuesto, debido a la propagación del virus, los alcaldes de varias ciudades quieren que éstas sean pequeñas y estén reguladas. Por otro lado, los Países Bajos son siempre muy firmes en lo que respecta a la libertad de expresión. Así que hay sentimientos encontrados y una tensión adicional”.
En una sociedad abierta y liberal, en la que los jóvenes están tan acostumbrados a salir y a hacer lo que les plazca, para algunos el toque de queda fue demasiado. Con los bares, las escuelas y las universidades cerradas desde hacía tanto tiempo, el único espacio de encuentro que quedaba era la calle.
Bertjan Doosje es profesor de psicología social en la Universidad de Ámsterdam y coautor del libro Psychological Perspectives on Radicalization (“Perspectivas psicológicas sobre la radicalización”; 2020, Routledge). “Hubo un grupo de personas que se sintió seriamente desafiado por las nuevas medidas, porque además del confinamiento se dispuso un toque de queda. Fue la gota que colmó el vaso para ellos”, dijo en diálogo con Infobae.
“Sintieron que se estaba socavando su libertad, que es una necesidad humana: sentir que uno tiene el control sobre su propia vida y su propio mundo. Cuando eso se pierde, la gente puede deprimirse y, en última instancia, puede optar por la violencia para hacerse escuchar. Luego se unieron otros a la ‘causa’, personas interesadas en las emociones y en las sensaciones. Esto creó un grupo mixto: si bien algunos de los alborotadores pueden ser vándalos, es igualmente cierto que gran parte de los jóvenes se sienten cansados por las medidas que, desde su perspectiva, no los benefician como grupo”.
Para muchos, romper la prohibición de salir de noche era una forma de protestar, de enviar un mensaje. Pero a otros los movilizó el deseo de juntarse y de estar con sus pares, aunque fuera para provocar destrozos y atacar a policías. Claro, también hay una gran cantidad de jóvenes que repudian la violencia y que de hecho se juntaron en muchas ciudades para hacer lo contrario: ayudar a reparar los destrozos en los días siguientes.
En cualquier caso, es evidente que la respuesta de los gobiernos del mundo ante la pandemia perjudicó a los jóvenes de múltiples maneras, bajo la premisa de que si se quedaban encerrados podían salvar vidas de personas mayores. Algo que, más allá se sus eventuales resultados de corto plazo, se reveló ineficaz en el largo, ya que en casi todos los países el coronavirus demostró que se termina propagando igual, sin importar las barreras que se le pongan.
El perjuicio para la juventud no fue sólo por el recorte de espacios educativos y de socialización. También fueron los más afectados en términos económicos, ya que son los que más trabajan en puestos de servicios con contratos precarios, el rubro en el que más aumentó el desempleo.
“Las políticas públicas en democracia suelen discriminar a los jóvenes y favorecer a los mayores”, dijo a Infobae Arnout van de Rijt, profesor de sociología del Instituto Universitario Europeo. “Esto se debe a que en la mayoría de los países las personas más grandes votan más a menudo y tienen más riqueza y poder para influir en los políticos. Esto es evidente en el caso del cambio climático, pero también con las políticas ante el COVID-19, que generalmente favorecen mucho a los mayores, de forma antidemocrática. Los niños están sufriendo retrocesos educativos que pueden dejar cicatrices duraderas, los adultos jóvenes no pueden encontrar fácilmente parejas románticas y se sacrifican sus necesidades médicas para crear capacidad adicional para hacer frente a la pandemia”.
En Holanda, pero también en otros países, está creciendo el sentimiento anti establishment entre los segmentos más relegados de la juventud. En parte, es lo que se vio a mediados de 2020 en Estados Unidos, con las masivas protestas por el asesinato de George Floyd, que en muchos casos también terminaron en disturbios, saqueos y vandalismo. La desigualdad racial y la violencia policial fueron factores desencadenantes, por supuesto, pero también influyó la frustración ante una pandemia que casi no los afecta en términos sanitarios, pero que está descomponiendo sus vidas.
Lo que algunos expresan como violencia hacia afuera, otros lo manifiestan como violencia hacia ellos mismos. En casi todos los países está creciendo la cantidad de gente joven que dice tener ideaciones suicidas. En Japón, que tiene estadísticas actualizadas mes a mes, los suicidios aumentaron ostensiblemente en el segundo semestre de 2020, principalmente entre mujeres jóvenes.
“Las protestas ilustran y subrayan las consecuencias negativas de los confinamientos y deberían llevar a las autoridades a considerar seriamente las motivaciones de los manifestantes en lugar de llamarlos a todos delincuentes —dijo Van de Rijt—. En un estudio realizado con varios colegas de la Universidad de Utrecht descubrimos que la confianza social en los Países Bajos disminuyó tras el primer confinamiento de 2020. Las protestas deberían llevar a los gobernantes a explorar de forma más proactiva políticas alternativas que han sido investigadas este último año. En lugar de encerrar a todo el mundo, habría que implementar medidas más dirigidas”.