Por qué los humanos somos tan susceptibles a las teorías conspirativas
Contra lo que se cree, las creencias en razonamientos como los que pregona QAnon, o que la pandemia se debió a la red 5G, no son exclusivas de gente loca, ignorante o excesivamente conservadora. Ni siquiera son propias de los EEUU, donde en 2020 florecieron de manera fantástica
Proliferó QAnon, cuyos seguidores insistían en que el presidente saliente de los Estados Unidos, Donald Trump, salvaba a la nación de un estado en las sombras que combinaba una red global de tráfico sexual con rituales satánicos en los que se abusaba de menores.
El coronavirus dio para todo: el brote fue intencional; el virus fue creado en un laboratorio y se escapó; la pandemia se debía a la red 5G; la vacuna contra el SARS-CoV-2 era la manera en que Bill Gates le implantaría un microchip a cada persona para controlarla; el COVID-19 era una gripecita.
Y por fin la gran final sobre el presunto fraude electoral con que le robaron la reelección a Trump, que podría haber sido uno de los factores del asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021.
Por descabellado que suene todo junto, con los meses y al ritmo de sus diferentes lógicas estas teorías conspirativas alcanzaron a muchos estadounidenses, explicó John Ehrenreich, profesor de psicología en la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY, en Old Westbury). “No son creencias extrañas, confinadas a un grupo de locos”, escribió en Slate. “Casi 4 de cada 10 estadounidenses cree que la tasa de muerte por COVID-19 ha sido ‘deliberada y enormemente exgerada’, mientras que el 27% piensa que es posible que las vacunas se usen para implantar chips de rastreo”.
Agregó otras cifras igual de inquietantes: 1 de cada 3 republicanos cree que la conspiración de las élites con la que machacó QAnon es “mayormente verdad” y 36% de los votantes registrados piensa que hubo fraude electoral en medida suficiente como para afectar el resultado de los comicios presidenciales.
“Las teorías conspirativas surgen en un contexto de miedo, ansiedad, desconfianza, falta de certezas y sentimientos de impotencia”, enmarcó el autor de Third Wave Capitalism (Capitalismo de la tercera ola). “Para muchos estadounidenses, los años recientes han traído muchas fuentes de esas emociones. Ha habido inseguridad laboral, los salarios se estancaron, la movilidad social se frustró. Algunos sienten que los avances tecnológicos y el progreso social —perspectivas más amplias de la sexualidad, agitación racial— son desestabilizadores. Entonces 2020 trajo una pandemia singular y una profunda recesión económica”.
Esas razones por separado harían que muchas personas percibieran que la realidad se descontrola; varias de ellas juntas sólo agravan ese sentimiento de miedo e incertidumbre. En ese contexto, un relato que explique sus sentimientos y les dé comprensión y arraigo en una comunidad suena a gran alivio.
Ehrenreich descartó las etiquetas de “ignorante” o “estúpida” que se suele poner a la gente que sucumbe a las teorías conspirativas. Es cierto que a menor nivel educativo, más creencia, pero el 24% de los graduados universitarios y el 15% de los posgraduados también creen que es “probable” o “definitivamente cierto” que los poderosos del mundo planearon el brote de coronavirus.
Algo similar sucede con la política, observó: si bien los conservadores tienden a ser más vulnerables al ideario de conspiraciones que los liberales, ya en la elección de 2012 el 15% de los votantes demócratas creía que “una élite secreta de poderosos con una agenda global conspira para gobernar el mundo mediante una autoridad autoritaria internacional”. (En el caso de los votantes republicanos, el 34% lo creía.) El fenómeno se suele observar en los extremos: los que están más a la izquierda entre los liberales y los que están más a la derecha entre los conservadores.
Otro hecho que destacó Ehrenreich es que no se trata de un fenómeno particularmente estadounidense: “Se han registrado ejemplos recientes de pensamiento conspirativo generalizado en Canadá, Gran Bretaña, Austria, Italia, Malasia, Brasil y Nigeria”, precisó.
En el plano personal, las personas que creen en estas teorías suelen presentar “altos niveles de ansiedad independientes de una fuente externa de estrés, una gran necesidad de controlar el entorno y una escasa tolerancia a la ambigüedad”, enumeró el especialista. “Tienden a las actitudes negativas ante la autoridad, a sentirse alejados del sistema político y a ver el mundo moderno como algo incomprensible”. Muchas veces son suspicaces y desconfiados. También tienen problemas con la ira, el resentimiento o el miedo. Algunos pueden sentir un fuerte deseo de sentirse únicos o especiales, o una necesidad exagerada de pertenecer a un grupo exclusivo. Por último, esta visión del mundo se asocia a la creencia en fenómenos paranormales, la fe religiosa y el escepticismo ante la ciencia.
Pero una persona puede tener esas características y, sin embargo, no adherir a teorías conspirativas: para que lo haga es necesario que eso “satisfaga necesidades psicológicas e ideológicas”, agregó Ehrenreich. La fuerza de la creencia radica en que “no son solamente interpretaciones alternativas de hechos sino que están enraizadas en deseos conscientes o inconscientes”.
Esos deseos pueden surgir de la necesidad de “proteger o fortalecer la propia perspectiva política” o “la propia idea de sí”. Porque la ansiedad, el miedo y la desconfianza generan otras emociones difíciles —vergüenza, resentimiento, celos, ira, culpa— que muchas veces se hace un esfuerzo por ignorar, y para lidiar con ellas se hacen proyecciones en otros.
“Nuestros cerebros tienden a lo que los psicólogos sociales llaman el sesgo de correspondencia: solemos explicar nuestras propias emociones y acciones negativas como resultado de situaciones o eventos fuera de nuestro control en lugar de como reflejos de atributos y dinámicas interiores, mientras que atribuimos la conducta de los otros principalmente a factores internos como la personalidad, el carácter o las intenciones”, explicó el profesor de SUNY.
En cuando a las teorías conspirativas, eso se aplica así: “Es más fácil echarle la culpa de nuestra ansiedad a las acciones malvadas de otros que confrontar nuestros propios miedos y preocupaciones. Así, el miedo ignorado de enfermarse de COVID-19 se puede convertir en miedo de que otros estén inventando o exagerando la pandemia con propósitos viles”.
Por el mecanismo de proyección atribuimos a otros nuestros propios pensamientos, sentimientos, motivaciones o acciones. Pero una vez que la teoría conspirativa ha cobrado forma, “los creyentes parecen inmunes a las pruebas que la refutan”, siguió Ehrenreich. Porque, como todas las personas, esos creyentes suelen prestar más atención y dar más crédito a la información que confirma lo que ya creen: el sesgo de confirmación, otro término de la psicología que se halla en el centro del modelo de negocios de las redes sociales, que recomiendan cosas similares a las que alguien ha favorecido para retenerlo más tiempo en las plataformas.
“También tratamos de mantener la coherencia de nuestras creencias”, continuó el artículo. “La información que no es coherente con ellas y nuestros valores generan un sentimiento interno de incomodidad, que el psicólogo Leon Festinger llamó ‘disonancia cognitiva’. O bien el relato antiguo tiene que desaparecer o bien tenemos que desacreditar los nuevos hechos para que se puedan incorporar a aquello en lo que ya creemos”.
Una teoría conspirativa gana fuerza hasta volverse indiscutible para sus adherentes cuando la crean o la sostienen figuras de referencia social. “En los años recientes, el mejor ejemplo de esto ha sido el papel de Donald Trump”, ilustró Ehrenreich. “La lealtad a Trump se convirtió en una identidad social para muchas personas. Para el partidario de Trump, quienes lo desafiaban y desafiaban sus creencias resultaron una amenaza no sólo a su lealtad a Trump sino a su propia identidad. Así que si Trump insiste en que el COVID-19 surgió como una agresión de China o que la elección del 2020 estuvo amañada, ¿quién es el partidario para no estar de acuerdo?”.
El discurso del republicano se montó, además, en una desconfianza social cada vez mayor. Desde que luego del caso Watergate la prensa mereciera un 72% de confianza, el porcentaje sólo ha ido en bajada, hasta el 32% de hoy. Sólo el 35% de los estadounidenses tiene “mucha confianza” en la exactitud de lo que dicen los científicos.
“Algunas teorías conspirativas se pueden librar a su suerte. La creencia popular de que Lee Harvey Oswald no actuó solo al asesinar a John F. Kennedy es, probablemente, bastante inofensiva. Pero algunas teorías conspirativas llevan a acciones y otras creencias que tienen consecuencias sociales negativas”, distinguió el autor. Se asocian, por ejemplo, a “mayor aceptación de la conducta violenta, negativa a vacunar a los niños en edad escolar y oposición a las acciones contra el cambio climático”. En 2019 la Agencia Federal de Investigaciones (FBI) identificó la creencia en las teorías de QAnon con una amenaza potencial de terrorismo interior.
Esa y otras sobre el COVID-19, por las cuales muchas personas se negaron a usar máscaras en público o guardar la distancia social, han sido especialmente peligrosas, concluyó Ehrenreich. Resta por ver si la del “robo electoral” tiene consecuencias más graves que los hechos del 6 de enero, que causaron cinco muertes.