Nápoles, altar eterno de Maradona
Un recorrido por la ciudad en la que el astro argentino vivió entre el cielo y el infierno. Las personas que convivieron con él recuerdan una época inolvidable antes de la visita de Leo Messi al estadio San Paolo
Daniel Verdú
Nápoles, El País
La noche del 31 de marzo de 1991 sonó el teléfono en casa de Raffaella Iuliano. Su padre, histórico jefe de prensa del Nápoles, se quedó helado.
—Venid para acá. Se terminó.
Maradona les recibió minutos después en la puerta de su casa del barrio de Posillipo. Vestía un chándal de color azul y unas pantuflas con perros de peluche. En el piso de abajo había gente llorando, todo eran caras largas en la familia. Algunos periodistas se ocultaban entre los setos del jardín para tener la primera fotografía del éxodo. La FIFA le había suspendido pocos días antes tras un control antidopaje: 15 meses en la grada, la peor sentencia, 259 partidos y 115 goles después. El glorioso ciclo en Nápoles, donde un chico de 1,68 procedente de la pobre Villa Fiorito ocupó durante siete años un altar reservado a los santos, se perdió en la estela de un avión rumbo a Buenos Aires con escala en Roma. Pasaron muchos años hasta que los callejones de Forcella y Sanità, empapelados todavía con murales en honor al mito, habrían de volver a reencontrarse con su último benefactor. La ciudad y él se habían devorado mutuamente.
La leyenda de Nápoles, donde este martes llega el Barça de Leo Messi, heredero universal del hombre más importante en esta ciudad después de San Gennaro, se alimentó siempre de mitos capaces de cabalgar la histórica fractura de Italia. Hombres que obrasen milagros y defendiesen un indomable sentido de la libertad confundido a menudo por el norte de Italia con los caprichos de unos simples terroni (paletos). Cuando el verano de 1984 empezó a sonar el nombre de Maradona, la calle elevó el fichaje a una cuestión de vida o muerte. “Era uno de los nuestros. Un napolitano nacido en Argentina”, bromea Gennaro Montuori, el hombre que hacía desgañitarse a la curva del estadio cada domingo durante 30 años. Diego era la némesis perfecta del juventino Michel Platini, quizá el villano preferido del San Paolo en aquella época.
“Nunca le hizo daño a nadie, solo a sí mismo”, afirma un amigo de la familia
El caso Maradona, venerado todavía en altares de bares que contienen un mechón de su pelo, trascendía ya a los despachos del club. Montuori, sin esperarlo, se encontró con la llave en el bolsillo. Jorge Cyterszpiler, primer agente del argentino, se fue a verle al bautizo de su hijo. “Me contactó a través de Dino Celentano [dirigente del Nápoles]. Se presentó en la ceremonia y me soltó: ‘Maradona quiere Nápoles, pero necesitamos vuestro apoyo. Tenéis que montar lío”, recuerda rodeado de fotos íntimas con el argentino en los bajos de un edificio del barrio de Miano, donde gestiona un plató para sus transmisiones deportivas, plagadas de exjugadores de aquel periodo.
Maradona consumía su genio en Barcelona tras la grave lesión de tobillo [el 24 de septiembre de 1983] y las primeras compañías equivocadas. “Aquí ya llegó con ese problema”, matiza Montuori. La ciudad estaba en crisis, el banco de Nápoles al borde de la quiebra y la Camorra consumaba su mayor escalada violenta. El presidente del Nápoles, Corrado Ferlaino, meditaba todavía la decisión. “Ese verano queríamos hacer caja y pedimos un amistoso con el Barça”, recuerda al teléfono. “Nos dijeron que Maradona estaba enfermo y no jugaría, pero era mentira. Cyterszpiler nos confirmó que habían roto y entonces nos lanzamos a por él”.
La calle se incendió. Montuori llamó a “siete u ocho chicos” y se fueron debajo de casa de Ferlaino, en la exclusiva piazza dei Martiri para presionar. “No existía Internet ni redes sociales. Miles de coches parados, pitando… Encendimos bengalas, nos pusimos a cantar Diegoooo…”. El lío estaba montado, pero el Barça no aflojaba y Cyterszpiler pidió más madera. “Nos dijo que tirásemos una bomba en Barcelona o algo así”, sonríe ahora. “Le contestamos que eso eran cosas de Camorra, nosotros éramos los ultras de la paz. Maradona tenía que venir por amor”.
“Fue un fenómeno sociopolítico con una pelota”, dice su preparador físico
El 5 de julio de 1984, puso el primer pie en el San Paolo, donde aguardaban 70.000 personas. El Nápoles, tercero por la cola la temporada anterior y sin aspecto de ganar nada, pagó 13.500 millones de liras al Barcelona [hoy siete millones de euros], convirtiéndolo en el fichaje más caro de la historia del fútbol. Pero abrió también una formidable caja de Pandora que cambió la historia de la ciudad, en la que él mismo quedó atrapado.
Raffaella Iuliano, a cuyos cumpleaños asistió siempre religiosamente Maradona —“Ni un solo niño venía a verme a mí, claro”, admite con una carcajada—, archiva con precisión todos aquellos recuerdos en los que su padre siempre estuvo en primera fila. Sobre la mesa del comedor de su apartamento en Fuorigrotta, desde donde se ve con nitidez el San Paolo, muestra fotos y recuerdos de la boda del delantero en Buenos Aires. Carlo Iuliano, legendario periodista de la agencia Ansa, llegó a ser su íntimo amigo. Pionero de la comunicación futbolística —quizá el primero en este oficio— le protegió hasta donde pudo del destello de los focos. Sucedió desde la primera rueda de prensa, cuando interrumpió a un periodista que preguntó sobre la relación de la Camorra con el astronómico fichaje. Una sombra que acompañaría a Maradona durante siete años y que cristalizó con la famosa fotografía dentro de un jacuzzi con forma de concha junto al capo Carmine Giuliano, miembro del clan más poderoso entonces.
Bajaba la basura dando toques al balón por los cuatro pisos de escalera
El Nápoles, con Rino Marchesi en el banquillo, terminó octavo en el primer año de Maradona. Fue una mala temporada. O puede que la mejor, contradice su preparador físico durante toda aquella etapa, Fernando Signorini. En la jornada 13, el equipo iba tercero por la cola y había partidos en los que Maradona no tocaba la pelota. Los responsables del club se reunieron con los jugadores antes del partido con el Udinese y el director general, Italo Lodi, un tipo que revolucionó la venta de emociones en el futbol, preguntó a la plantilla por qué demonios no se la daban a la estrella. Salvatore Bagni, centrocampista y capitán, respondió que siempre estaba marcado. Diego contestó: ‘Ustedes dénmela que ya veré luego lo que hago’. Desde esa fecha el Nápoles hizo los mismos puntos que el Verona, que ese año salió campeón. “Diego fue el máximo goleador. Pero al equipo solo le alcanzó para llegar octavo”, recuerda Signorini. Dio igual, todo el mundo entendió lo que iba a suceder. Especialmente quienes le veían a diario en los entrenamientos.
Massimo Filardi, prometedor defensa de 19 años, llegó en la segunda temporada y compartió con él cuatro años de vestuario. “Iba con un cuidado extremo para no lastimarlo. Era lo más valioso que teníamos y le vi hacer cosas que jamás creeríais. Pero más allá de su calidad, era un tipo extraordinario que siempre tenía la palabra adecuada para los más jóvenes. Permitió que el Nápoles se reforzase con jugadores como Careca, Giordano, Alemao… Todos querían venir”.
El primer círculo de Maradona siempre fue gente humilde, empleados del club. Saverio Vignati fue el encargado del San Paolo durante 30 años. Era el primero entrar y el último en marcharse. Lucia Rispoli, su esposa, fue la única cocinera y ama de llaves de la casa del futbolista. “Solo le hacía comida napolitana. Pasta con patata y provola… Cantidades ingentes de macedonia de fruta. Siempre le llevaba un bocadillo de mortadela antes de los partidos”, recuerda en el salón de casa, amueblado con todos los objetos que dejó el jugador a su marcha. Su hija fue la niñera de Dalma y Gianina. Su hijo Massimo, que hoy se ocupa del museo de objetos de Maradona que este legó a su padre [su banco del vestuario, camisetas de todos los equipos en los que jugó, el contrato de traspaso con el Barça…], cada lunes iba a jugar al fútbol sala con él. Algunas veces Maradona se presentaba a comer a su casa, en el barrio obrero de Secondigliano, desatando el delirio de los chavales que pasaban la tarde en un banco. “Un día habíamos terminado de cenar y mi madre estaba cansada. No tenemos ascensor y no le apetecía bajar la basura. Diego lo hizo dando toques al balón con el pie por los cuatro pisos de la escalera”, explica en el sofá donde se sentó durante siete años el futbolista.
Maradona se coronó el verano de 1986 en México cuando Nápoles todavía esperaba el advenimiento definitivo. Lo había preparado mentalmente durante todo el año. Signorini revive: “Era su Mundial. Se jugaba en un lugar que no iba a tener las marcas persecutorias. Tendría más libertad por la altura y la contaminación del DF. Yo siempre le decía para picarle que era el Mundial suyo o el de Platini. Los jugadores que hacen un gran Mundial luego ceden en la temporada. Él no. Al siguiente año el Nápoles, por primera vez en 60 años de historia, puso al sur por encima de los equipos opulentos del norte y se llevó su primer scudetto, al que le acompañarían un segundo y una Copa de la UEFA”. Y también los primeros problemas.
Maradona, sumido ya en una escalada de consumo de cocaína, fiestas nocturnas y malas compañías, se convirtió en un personaje antipático en Italia. El 17 de marzo de 1991, después del partido que el Nápoles ganó 1-0 en casa contra el Bari, Maradona dio positivo en el control antidopaje. Ahí estaban también Gianfranco Zola y Florin Raducioiu. El argentino, asustado, llamó al directivo Luciano Moggi… Pero puede que Moggi estuviera ya en otros asuntos, porque no resolvió nada y el positivo por cocaína apareció en todas las portadas poco después. El 6 de abril fue suspendido para los siguientes 15 meses.
Muchos en Nápoles creen hoy que Maradona resultaba ya demasiado incómodo. “Fue un fenómeno sociopolítico construido a través de la pelota. No había jugadores que hablasen así o se permitiesen criticar incluso a los periodistas. Su ser contestatario se imponía, no podía evitar rebelarse contra el poder establecido. Aquello fue el inicio de esa aversión por el personaje. Y todo cristalizó cuando Argentina dejó fuera a Italia de su Mundial. Les estropeó un negocio archimillonario de un merchandising ya preparado”, opina Signorini.
“Para los partidos le hacía bocadillos de mortadela”, revive su cocinera
La noche que se marchó de Nápoles, acosado por los escándalos y los paparazzi, la mayoría de amigos no llegó a tiempo a su casa de la via Scipione Capece para despedirse. La puerta estaba ya cerrada cuando llegó la familia Vignati, con su “mamá napolitana” al frente. “Él nunca le hizo daño a nadie, se lo hizo solo a sí mismo, pero lo tumbaron”, apunta Massimo. Una teoría, la del crimen perfecto contra Maradona, convertida hoy en la versión oficial de aquella ruptura. César Luis Menotti, que recomendó su fichaje por el Barça, afinaba el argumento a su manera, recuerda Signorini. “Le decía que era como Jesse James, imbatible con el revólver. Pero como el pistolero, un día dejó el arma en el sofá de un salón, se subió a una silla para quitarle el polvo a un cuadro torcido y le dispararon por la espalda”. En Nápoles, 29 años después, lo tiene todo perdonado.
Daniel Verdú
Nápoles, El País
La noche del 31 de marzo de 1991 sonó el teléfono en casa de Raffaella Iuliano. Su padre, histórico jefe de prensa del Nápoles, se quedó helado.
—Venid para acá. Se terminó.
Maradona les recibió minutos después en la puerta de su casa del barrio de Posillipo. Vestía un chándal de color azul y unas pantuflas con perros de peluche. En el piso de abajo había gente llorando, todo eran caras largas en la familia. Algunos periodistas se ocultaban entre los setos del jardín para tener la primera fotografía del éxodo. La FIFA le había suspendido pocos días antes tras un control antidopaje: 15 meses en la grada, la peor sentencia, 259 partidos y 115 goles después. El glorioso ciclo en Nápoles, donde un chico de 1,68 procedente de la pobre Villa Fiorito ocupó durante siete años un altar reservado a los santos, se perdió en la estela de un avión rumbo a Buenos Aires con escala en Roma. Pasaron muchos años hasta que los callejones de Forcella y Sanità, empapelados todavía con murales en honor al mito, habrían de volver a reencontrarse con su último benefactor. La ciudad y él se habían devorado mutuamente.
La leyenda de Nápoles, donde este martes llega el Barça de Leo Messi, heredero universal del hombre más importante en esta ciudad después de San Gennaro, se alimentó siempre de mitos capaces de cabalgar la histórica fractura de Italia. Hombres que obrasen milagros y defendiesen un indomable sentido de la libertad confundido a menudo por el norte de Italia con los caprichos de unos simples terroni (paletos). Cuando el verano de 1984 empezó a sonar el nombre de Maradona, la calle elevó el fichaje a una cuestión de vida o muerte. “Era uno de los nuestros. Un napolitano nacido en Argentina”, bromea Gennaro Montuori, el hombre que hacía desgañitarse a la curva del estadio cada domingo durante 30 años. Diego era la némesis perfecta del juventino Michel Platini, quizá el villano preferido del San Paolo en aquella época.
“Nunca le hizo daño a nadie, solo a sí mismo”, afirma un amigo de la familia
El caso Maradona, venerado todavía en altares de bares que contienen un mechón de su pelo, trascendía ya a los despachos del club. Montuori, sin esperarlo, se encontró con la llave en el bolsillo. Jorge Cyterszpiler, primer agente del argentino, se fue a verle al bautizo de su hijo. “Me contactó a través de Dino Celentano [dirigente del Nápoles]. Se presentó en la ceremonia y me soltó: ‘Maradona quiere Nápoles, pero necesitamos vuestro apoyo. Tenéis que montar lío”, recuerda rodeado de fotos íntimas con el argentino en los bajos de un edificio del barrio de Miano, donde gestiona un plató para sus transmisiones deportivas, plagadas de exjugadores de aquel periodo.
Maradona consumía su genio en Barcelona tras la grave lesión de tobillo [el 24 de septiembre de 1983] y las primeras compañías equivocadas. “Aquí ya llegó con ese problema”, matiza Montuori. La ciudad estaba en crisis, el banco de Nápoles al borde de la quiebra y la Camorra consumaba su mayor escalada violenta. El presidente del Nápoles, Corrado Ferlaino, meditaba todavía la decisión. “Ese verano queríamos hacer caja y pedimos un amistoso con el Barça”, recuerda al teléfono. “Nos dijeron que Maradona estaba enfermo y no jugaría, pero era mentira. Cyterszpiler nos confirmó que habían roto y entonces nos lanzamos a por él”.
La calle se incendió. Montuori llamó a “siete u ocho chicos” y se fueron debajo de casa de Ferlaino, en la exclusiva piazza dei Martiri para presionar. “No existía Internet ni redes sociales. Miles de coches parados, pitando… Encendimos bengalas, nos pusimos a cantar Diegoooo…”. El lío estaba montado, pero el Barça no aflojaba y Cyterszpiler pidió más madera. “Nos dijo que tirásemos una bomba en Barcelona o algo así”, sonríe ahora. “Le contestamos que eso eran cosas de Camorra, nosotros éramos los ultras de la paz. Maradona tenía que venir por amor”.
“Fue un fenómeno sociopolítico con una pelota”, dice su preparador físico
El 5 de julio de 1984, puso el primer pie en el San Paolo, donde aguardaban 70.000 personas. El Nápoles, tercero por la cola la temporada anterior y sin aspecto de ganar nada, pagó 13.500 millones de liras al Barcelona [hoy siete millones de euros], convirtiéndolo en el fichaje más caro de la historia del fútbol. Pero abrió también una formidable caja de Pandora que cambió la historia de la ciudad, en la que él mismo quedó atrapado.
Raffaella Iuliano, a cuyos cumpleaños asistió siempre religiosamente Maradona —“Ni un solo niño venía a verme a mí, claro”, admite con una carcajada—, archiva con precisión todos aquellos recuerdos en los que su padre siempre estuvo en primera fila. Sobre la mesa del comedor de su apartamento en Fuorigrotta, desde donde se ve con nitidez el San Paolo, muestra fotos y recuerdos de la boda del delantero en Buenos Aires. Carlo Iuliano, legendario periodista de la agencia Ansa, llegó a ser su íntimo amigo. Pionero de la comunicación futbolística —quizá el primero en este oficio— le protegió hasta donde pudo del destello de los focos. Sucedió desde la primera rueda de prensa, cuando interrumpió a un periodista que preguntó sobre la relación de la Camorra con el astronómico fichaje. Una sombra que acompañaría a Maradona durante siete años y que cristalizó con la famosa fotografía dentro de un jacuzzi con forma de concha junto al capo Carmine Giuliano, miembro del clan más poderoso entonces.
Bajaba la basura dando toques al balón por los cuatro pisos de escalera
El Nápoles, con Rino Marchesi en el banquillo, terminó octavo en el primer año de Maradona. Fue una mala temporada. O puede que la mejor, contradice su preparador físico durante toda aquella etapa, Fernando Signorini. En la jornada 13, el equipo iba tercero por la cola y había partidos en los que Maradona no tocaba la pelota. Los responsables del club se reunieron con los jugadores antes del partido con el Udinese y el director general, Italo Lodi, un tipo que revolucionó la venta de emociones en el futbol, preguntó a la plantilla por qué demonios no se la daban a la estrella. Salvatore Bagni, centrocampista y capitán, respondió que siempre estaba marcado. Diego contestó: ‘Ustedes dénmela que ya veré luego lo que hago’. Desde esa fecha el Nápoles hizo los mismos puntos que el Verona, que ese año salió campeón. “Diego fue el máximo goleador. Pero al equipo solo le alcanzó para llegar octavo”, recuerda Signorini. Dio igual, todo el mundo entendió lo que iba a suceder. Especialmente quienes le veían a diario en los entrenamientos.
Massimo Filardi, prometedor defensa de 19 años, llegó en la segunda temporada y compartió con él cuatro años de vestuario. “Iba con un cuidado extremo para no lastimarlo. Era lo más valioso que teníamos y le vi hacer cosas que jamás creeríais. Pero más allá de su calidad, era un tipo extraordinario que siempre tenía la palabra adecuada para los más jóvenes. Permitió que el Nápoles se reforzase con jugadores como Careca, Giordano, Alemao… Todos querían venir”.
El primer círculo de Maradona siempre fue gente humilde, empleados del club. Saverio Vignati fue el encargado del San Paolo durante 30 años. Era el primero entrar y el último en marcharse. Lucia Rispoli, su esposa, fue la única cocinera y ama de llaves de la casa del futbolista. “Solo le hacía comida napolitana. Pasta con patata y provola… Cantidades ingentes de macedonia de fruta. Siempre le llevaba un bocadillo de mortadela antes de los partidos”, recuerda en el salón de casa, amueblado con todos los objetos que dejó el jugador a su marcha. Su hija fue la niñera de Dalma y Gianina. Su hijo Massimo, que hoy se ocupa del museo de objetos de Maradona que este legó a su padre [su banco del vestuario, camisetas de todos los equipos en los que jugó, el contrato de traspaso con el Barça…], cada lunes iba a jugar al fútbol sala con él. Algunas veces Maradona se presentaba a comer a su casa, en el barrio obrero de Secondigliano, desatando el delirio de los chavales que pasaban la tarde en un banco. “Un día habíamos terminado de cenar y mi madre estaba cansada. No tenemos ascensor y no le apetecía bajar la basura. Diego lo hizo dando toques al balón con el pie por los cuatro pisos de la escalera”, explica en el sofá donde se sentó durante siete años el futbolista.
Maradona se coronó el verano de 1986 en México cuando Nápoles todavía esperaba el advenimiento definitivo. Lo había preparado mentalmente durante todo el año. Signorini revive: “Era su Mundial. Se jugaba en un lugar que no iba a tener las marcas persecutorias. Tendría más libertad por la altura y la contaminación del DF. Yo siempre le decía para picarle que era el Mundial suyo o el de Platini. Los jugadores que hacen un gran Mundial luego ceden en la temporada. Él no. Al siguiente año el Nápoles, por primera vez en 60 años de historia, puso al sur por encima de los equipos opulentos del norte y se llevó su primer scudetto, al que le acompañarían un segundo y una Copa de la UEFA”. Y también los primeros problemas.
Maradona, sumido ya en una escalada de consumo de cocaína, fiestas nocturnas y malas compañías, se convirtió en un personaje antipático en Italia. El 17 de marzo de 1991, después del partido que el Nápoles ganó 1-0 en casa contra el Bari, Maradona dio positivo en el control antidopaje. Ahí estaban también Gianfranco Zola y Florin Raducioiu. El argentino, asustado, llamó al directivo Luciano Moggi… Pero puede que Moggi estuviera ya en otros asuntos, porque no resolvió nada y el positivo por cocaína apareció en todas las portadas poco después. El 6 de abril fue suspendido para los siguientes 15 meses.
Muchos en Nápoles creen hoy que Maradona resultaba ya demasiado incómodo. “Fue un fenómeno sociopolítico construido a través de la pelota. No había jugadores que hablasen así o se permitiesen criticar incluso a los periodistas. Su ser contestatario se imponía, no podía evitar rebelarse contra el poder establecido. Aquello fue el inicio de esa aversión por el personaje. Y todo cristalizó cuando Argentina dejó fuera a Italia de su Mundial. Les estropeó un negocio archimillonario de un merchandising ya preparado”, opina Signorini.
“Para los partidos le hacía bocadillos de mortadela”, revive su cocinera
La noche que se marchó de Nápoles, acosado por los escándalos y los paparazzi, la mayoría de amigos no llegó a tiempo a su casa de la via Scipione Capece para despedirse. La puerta estaba ya cerrada cuando llegó la familia Vignati, con su “mamá napolitana” al frente. “Él nunca le hizo daño a nadie, se lo hizo solo a sí mismo, pero lo tumbaron”, apunta Massimo. Una teoría, la del crimen perfecto contra Maradona, convertida hoy en la versión oficial de aquella ruptura. César Luis Menotti, que recomendó su fichaje por el Barça, afinaba el argumento a su manera, recuerda Signorini. “Le decía que era como Jesse James, imbatible con el revólver. Pero como el pistolero, un día dejó el arma en el sofá de un salón, se subió a una silla para quitarle el polvo a un cuadro torcido y le dispararon por la espalda”. En Nápoles, 29 años después, lo tiene todo perdonado.