El pobre bastión suní convertido en orgullo de la protesta libanesa
La conservadora Trípoli, marginada económicamente, sorprende por su constancia en la movilización ciudadana
Natalia Sancha
Trípoli, El País
“Aquí soñamos con un sueldo semanal, ya que como mucho cobramos por horas o días”, cuenta entre edificios carcomidos por las balas Mustafá, peón de obra en la norteña ciudad libanesa de Trípoli, bastión suní conservador. Marginada económicamente, esta ciudad portuaria de medio millón de habitantes, la segunda más poblada del país, es una pieza clave para todo candidato al cargo de primer ministro, que de facto ha de ser suní. Si bien aplaudieron la dimisión de Saad Hariri, hay división en torno a Hassan Diab, designado este jueves. “Los jóvenes suníes se sienten hoy marginados, humillados y en un partido [El Futuro] sin ideología clara”, lamenta en el barrio de Bab el Tebene, donde la pobreza alcanza el 78%.
En el corazón de Trípoli se enquista también uno de los conflictos domésticos más longevos que desde hace tres décadas enfrenta en clave sectaria al barrio alauí Jebel el Mohsen con el suní de Bab el Tebene. En este último, considerado feudo del lumpen libanés, algunos de los impactos de bala son de Mustafá, quien con 24 años ya ha sido herido por disparos en tres ocasiones, combatiendo en las reyertas de 2014. En esta bolsa de pobreza, marginación y analfabetismo vino también a reclutar activamente el Estado Islámico, con promesas de “venganza contra los chiíes”. Se llevó cerca de un millar de jóvenes a combatir en Líbano o Siria. “Se puede ser pobre, pero estar empoderado, como se sienten los jóvenes chiíes afiliados a Amal y Hezbolá”, lamenta.
El treintañero Shadi Nashabe se ajusta la mascarilla que le cubre boca y nariz. Lo hace desde el pico de una montaña de basuras y hedores de casi 50 metros de altura y cinco millones de toneladas. Se trata del principal vertedero de Trípoli. “Ahí está el principal mercado de verduras que abastece la ciudad, allí el puerto y eso de allá son viviendas”, señala Nashabe, que ha coronado la cumbre de detritus acompañado de jóvenes activistas en protesta por la desidia gubernamental con su ciudad natal. El negocio de la gestión de deshechos mueve 362 millones de euros anuales en el país bajo el oligopolio de la clase político-confesional. Fue precisamente la mala gestión de los vertederos la que dejó sepultada Beirut bajo miles de toneladas de escombros en el verano de 2015. Algo que unió a todas las confesiones y clases en masivas protestas que sirvieron de laboratorio para el germinar de una sociedad civil aconfesional que desde el pasado 17 de octubre protesta en las calles del país. La constancia ciudadana en las movilizaciones le ha valido a Trípoli el apodo de “orgullo de la revolución”.
Con ágiles golpes de pulgares, la joven activista Aya S. sube a una página de Facebook fotos con citas de Joseph Germanos, jefe de proyecto de la empresa Batco a cargo de este muladar desde su apertura en los años 80. “El vertedero mide el doble de su capacidad máxima y la ciudad produce 500 toneladas diarias de deshechos que no podemos tratar porque el Estado no desembolsa los 33 millones de dólares [30 millones de euros] adjudicados desde hace dos años para la construcción de uno nuevo”, explica en la insalubre cima. Germanos asegura que no han visto un solo dólar. Sobre el paradero de los fondos: “Se pierden en el bolsillo de los políticos sin llegar nunca a su destino”, protesta. Líbano ocupa el puesto 138 de 180 en la lista de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional, el quinto en Oriente Medio, tras Siria, Yemen, Libia e Irak.
En contraste con Beirut, donde los detractores de las protestas acusan a los manifestantes de pertenecer a la clase media-alta y de ser mayoritariamente cristianos, Trípoli ha acabado por encarnar el descontento de la clase trabajadora. Es simultáneamente la segunda mayor urbe del país y la más pobre, con el 60% de la población —según datos de la ONU— viviendo bajo el umbral de la pobreza, el doble de la media nacional. “De la noche a la mañana la mitad de los libaneses [4,5 millones] puede caer en la pobreza si se produce una drástica devaluación de la lira”, advierte en videoconferencia Adib Nehme, experto libanés en desarrollo y pobreza. Escenario que sería fatal para Trípoli.
La situación geográfica ha sido determinante para la marginación económica de Trípoli, valora el economista libanés Jad Chahban: “Se sitúa entre dos ciudades portuarias claves como Beirut y Latakia [en la costa siria] que le han impedido crecer y competir”. En cuanto al abandono político, Chahban lo achaca una clase político-económica suní cuyos intereses están afincados mayormente en la capital, y no en Trípoli o Sidón, en el sur.
Conforme anochece, Aya y sus compañeros activistas se dirigen a la plaza Al Nur, que lidera un letrero gigante de luces de neón con la palabra Alá. Hoy es el epicentro de las protestas en Trípoli y el famoso pinchadiscos Madi K, de 29 años, hace vibrar a la plaza al ritmo de música techno. Entre la muchedumbre, y visiblemente encantados con el baño de popularidad y los selfies, una pareja ha decidido celebrar su boda. Las consignas revolucionarias apenas logran escucharse un par de minutos cuando el DJ pausa su música. “¡Zaura!” (revolución, en árabe), corean con el puño en alto.
Para llegar al edificio desde el que pincha Madi K hay que atravesar una verja controlada por un grupo de jóvenes de exagerados bíceps. “Son mujarabat (servicios secretos) y han decidido que es mejor ensordecer al público con música techno que dejarles pensar”, refunfuña un joven de nombre Walid. El DJ hace otra pausa cuando los muecines llaman al rezo que el joven Walid aprovecha para abrirse camino hasta una calle colindante y repleta de concurridas carpas. Allí, decenas de vecinos debaten acaloradamente mientras un abogado responde a las dudas de jóvenes y ancianos sobre las implicaciones de un Estado secular o sobre la legislación de alquileres antiguos.
Natalia Sancha
Trípoli, El País
“Aquí soñamos con un sueldo semanal, ya que como mucho cobramos por horas o días”, cuenta entre edificios carcomidos por las balas Mustafá, peón de obra en la norteña ciudad libanesa de Trípoli, bastión suní conservador. Marginada económicamente, esta ciudad portuaria de medio millón de habitantes, la segunda más poblada del país, es una pieza clave para todo candidato al cargo de primer ministro, que de facto ha de ser suní. Si bien aplaudieron la dimisión de Saad Hariri, hay división en torno a Hassan Diab, designado este jueves. “Los jóvenes suníes se sienten hoy marginados, humillados y en un partido [El Futuro] sin ideología clara”, lamenta en el barrio de Bab el Tebene, donde la pobreza alcanza el 78%.
En el corazón de Trípoli se enquista también uno de los conflictos domésticos más longevos que desde hace tres décadas enfrenta en clave sectaria al barrio alauí Jebel el Mohsen con el suní de Bab el Tebene. En este último, considerado feudo del lumpen libanés, algunos de los impactos de bala son de Mustafá, quien con 24 años ya ha sido herido por disparos en tres ocasiones, combatiendo en las reyertas de 2014. En esta bolsa de pobreza, marginación y analfabetismo vino también a reclutar activamente el Estado Islámico, con promesas de “venganza contra los chiíes”. Se llevó cerca de un millar de jóvenes a combatir en Líbano o Siria. “Se puede ser pobre, pero estar empoderado, como se sienten los jóvenes chiíes afiliados a Amal y Hezbolá”, lamenta.
El treintañero Shadi Nashabe se ajusta la mascarilla que le cubre boca y nariz. Lo hace desde el pico de una montaña de basuras y hedores de casi 50 metros de altura y cinco millones de toneladas. Se trata del principal vertedero de Trípoli. “Ahí está el principal mercado de verduras que abastece la ciudad, allí el puerto y eso de allá son viviendas”, señala Nashabe, que ha coronado la cumbre de detritus acompañado de jóvenes activistas en protesta por la desidia gubernamental con su ciudad natal. El negocio de la gestión de deshechos mueve 362 millones de euros anuales en el país bajo el oligopolio de la clase político-confesional. Fue precisamente la mala gestión de los vertederos la que dejó sepultada Beirut bajo miles de toneladas de escombros en el verano de 2015. Algo que unió a todas las confesiones y clases en masivas protestas que sirvieron de laboratorio para el germinar de una sociedad civil aconfesional que desde el pasado 17 de octubre protesta en las calles del país. La constancia ciudadana en las movilizaciones le ha valido a Trípoli el apodo de “orgullo de la revolución”.
Con ágiles golpes de pulgares, la joven activista Aya S. sube a una página de Facebook fotos con citas de Joseph Germanos, jefe de proyecto de la empresa Batco a cargo de este muladar desde su apertura en los años 80. “El vertedero mide el doble de su capacidad máxima y la ciudad produce 500 toneladas diarias de deshechos que no podemos tratar porque el Estado no desembolsa los 33 millones de dólares [30 millones de euros] adjudicados desde hace dos años para la construcción de uno nuevo”, explica en la insalubre cima. Germanos asegura que no han visto un solo dólar. Sobre el paradero de los fondos: “Se pierden en el bolsillo de los políticos sin llegar nunca a su destino”, protesta. Líbano ocupa el puesto 138 de 180 en la lista de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional, el quinto en Oriente Medio, tras Siria, Yemen, Libia e Irak.
En contraste con Beirut, donde los detractores de las protestas acusan a los manifestantes de pertenecer a la clase media-alta y de ser mayoritariamente cristianos, Trípoli ha acabado por encarnar el descontento de la clase trabajadora. Es simultáneamente la segunda mayor urbe del país y la más pobre, con el 60% de la población —según datos de la ONU— viviendo bajo el umbral de la pobreza, el doble de la media nacional. “De la noche a la mañana la mitad de los libaneses [4,5 millones] puede caer en la pobreza si se produce una drástica devaluación de la lira”, advierte en videoconferencia Adib Nehme, experto libanés en desarrollo y pobreza. Escenario que sería fatal para Trípoli.
La situación geográfica ha sido determinante para la marginación económica de Trípoli, valora el economista libanés Jad Chahban: “Se sitúa entre dos ciudades portuarias claves como Beirut y Latakia [en la costa siria] que le han impedido crecer y competir”. En cuanto al abandono político, Chahban lo achaca una clase político-económica suní cuyos intereses están afincados mayormente en la capital, y no en Trípoli o Sidón, en el sur.
Conforme anochece, Aya y sus compañeros activistas se dirigen a la plaza Al Nur, que lidera un letrero gigante de luces de neón con la palabra Alá. Hoy es el epicentro de las protestas en Trípoli y el famoso pinchadiscos Madi K, de 29 años, hace vibrar a la plaza al ritmo de música techno. Entre la muchedumbre, y visiblemente encantados con el baño de popularidad y los selfies, una pareja ha decidido celebrar su boda. Las consignas revolucionarias apenas logran escucharse un par de minutos cuando el DJ pausa su música. “¡Zaura!” (revolución, en árabe), corean con el puño en alto.
Para llegar al edificio desde el que pincha Madi K hay que atravesar una verja controlada por un grupo de jóvenes de exagerados bíceps. “Son mujarabat (servicios secretos) y han decidido que es mejor ensordecer al público con música techno que dejarles pensar”, refunfuña un joven de nombre Walid. El DJ hace otra pausa cuando los muecines llaman al rezo que el joven Walid aprovecha para abrirse camino hasta una calle colindante y repleta de concurridas carpas. Allí, decenas de vecinos debaten acaloradamente mientras un abogado responde a las dudas de jóvenes y ancianos sobre las implicaciones de un Estado secular o sobre la legislación de alquileres antiguos.