El espeluznante pueblo japonés donde unos muñecos de tamaño humano reemplazan a la gente que ya no nace ni vive allí
En Nagoro, una pequeña aldea a 563 kilómetros de Tokio, con menos de 30 habitantes, hay más de 300 ciudadanos de juguete que ocupan el lugar de los antiguos vecinos, por obra de la artista Tsukimi Ayano
La población de Nagoro es de 27 personas, debido a la emigración en busca de oportunidades que la isla no brinda hace décadas y al envejecimiento que afecta a todo el país, por el cual la falta de niños es cada vez más notable. La escuela, por ejemplo, tiene asistencia perfecta de muñecos, pero ya no ofrece clases: no hay habitantes en edad escolar porque hace 18 años que allí no nacen bebés.
“Habitada por muñecos espeluznantes, puede hacer que nos cuestionemos la realidad”, presentó al pueblito la guía Unusual Places. “Al pasear por la aldea nos encontramos con monumentos únicos que labran el campo, pescan en el río o simplemente se sientan al costado del camino y nos miran fijo".
La inquietante ola inmigratoria comenzó con un espantapájaros, o kakashi, hace 16 años, cuando la artista Tsukimi Ayano, que había regresado a su pueblo para cuidar a su padre anciano, hizo uno de paja, lo vistió con la ropa que encontró en la casa y lo puso en el jardín para evitar que los pájaros siguieran dañando su pequeña siembra. “Un trabajador que lo vio pensó que era mi padre, y le dijo ‘¡Hola!’”, contó Ayano a The Japan Times. “Me pareció divertido”. Desde ese momento no dejó de crear otros muñecos de tamaño real, “con trozos de madera, periódicos para rellenar los cuerpos, telas elásticas para las caras y lana para el pelo”.
Con el paso del tiempo, la población de ciudadanos de juguete superó a la humana en una proporción de 10 a 1, y un poco más. “Para darles vida, Ayano les pinta de rosa los labios y las mejillas con un pincel de maquillador. Dice que solo le lleva tres días hacer uno de los muñecos tamaño real que actualmente están dispersos por toda la aldea”, agregó el medio. El área donde está Nagoro comenzó a llamarse “Valle de los muñecos” y a atraer a turistas, aunque todavía no a habitantes nuevos.
Cuando Ayano creció, su pueblo natal tenía unos 300 residentes que, gracias a las tareas de construcción del dique que hoy genera energía hidroeléctrica y de la explotación del bosque, tenían un buen nivel de vida. “La gente se fue de a poco, y ahora es muy solitario”, dijo.
“El sufrimiento de Nagoro se repite en todo Japón, a medida que la tercera economía del mundo lucha contra una población en descenso, una baja tasa de natalidad y una alta expectativa de vida", observó The Japan Times sobre el contexto. “El país está al borde de convertirse en el primero ‘ultraanciano’ del mundo, lo cual significa que el 28% de la población tiene 65 años o más”. Según el último informe oficial, la cifra más reciente llegaba al 27,7% de los 127 millones de japoneses; si la tendencia se mantiene, se llegaría al 37,7% en 2050.
Casi la mitad de las 1.700 municipalidades de Japón entran o están a punto de entrar en la categoría de despobladas. Si bien tras la demoledora derrota en la Segunda Guerra Mundial la industria forestal y la agricultura fueron los principales impulsores de la economía en Japón, lo cual dio vida a las aldeas, desde la década de 1960 hubo una fuerte migración interna hacia las ciudades. Según Takumi Fujinami, economistas del Instituto de Investigaciones sobre Japón, “la economía floreció en Tokio y las áreas industriales”. Los jóvenes abandonaron los lugares como Nagoro.
Así se llegó a la población de dos dígitos que tanto impresionó a Ayano, quien “tuvo una epifanía al día siguiente de crear el espantapájaros para su jardín”, contó Atlas Obscura: “¿Por qué detenerse? Tsukimi comenzó a crear otros muñecos de tamaño real a imagen de antiguos habitantes, y los ubicó en la aldea en distintas situaciones de acción”.
En medio de una calle hay trabajadores que reparan servicios, hay pescadores a la vera del río, hay clientes en una tienda de abarrotes, hay un viejo granjero frente a una vidriera, hay un grupo de muñecos que espera el autobús, hay un padre que empuja un carrito con sus hijos. Hay una anciana en silla de ruedas, hay un adolescente que sacude un árbol para recoger castañas. Hay obreros de la construcción que fuman en un alto del trabajo. Y hay 12 niños en los pupitres de la escuela que, en realidad, cerró hace siete años.
“Ya nunca vemos niños aquí", dijo Ayano a The New York Times. “Me encantaría que hubiera más niños, porque el lugar sería más alegre. Así que fabriqué a los niños”.
En su infancia, recordó, había una clínica, un salón de juegos (y de apuestas) de pachinko y un restaurante, pero actualmente no sobrevivió siquiera un comercio. Para ir al supermercado o al hospital los nagorenses deben conducir una hora y media por caminos estrechos y sinuosos.
“A uno le tiene que gustar realmente la vida de montaña”, dijo al periódico de Nueva York Tatsuya Matsuura, un hombre de 38 años que hace tres años debió cerrar la tienda y el hostal que su familia había llevado adelante durante dos generaciones, y se quedó solamente con una casa de huéspedes para excursionistas en el monte Tsurugi, a unos 10 kilómetros.
Ayano dejó la aldea a los 12 años, cuando su padre se trasladó a Osaka, la tercera ciudad en población de Japón, por un trabajo en una empresa de alimentos. Allí se casó y crió a sus dos hijos, y acaso nunca hubiera regresado de no haber sido porque precisamente su padre, que lo había hecho tras jubilarse, necesitó ayuda al llegar a los 90 años.
Luego del espantapájaros original hizo tres muñecas que desmalezaban el jardín o esperaban al costado del camino. “Ahora cada tanto da clases de fabricación de muñecos en un pueblo cercano o en su estudio, que ocupa lo que era la antigua guardería infantil de la aldea”, siguió The New York Times. “A veces recibe pedidos personalizados desde todo Japón. Un médico cuya esposa murió de cáncer le pidió dos réplicas de la mujer”. Ella entiende su aversión a la soledad: maneja con una muñeca hecha a imagen de su abuela en el asiento del acompañante de su automóvil.
Aunque en la mayoría de las crónicas Nagoro se presenta como un pueblo inquietante, la turista francesa Fanny Raynaud, que lo visitó con su esposo tras haber leído sobre los muñecos en un blog de viajes, dijo que no le dejó esa impresión: “No creo que sea espeluznante. Creo que es una manera hermosa de volver a darle vida a la aldea”. En el pizarrón de la escuela, sin embargo, otro visitante escribió: “¿Dónde está la gente viva?”.