Culiacán, el Estado y el futuro de América Latina
Héctor Schamis
@hectorschamis
Sucedió en el estado de Guerrero en la noche del 26 de septiembre de 2014. Los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa se dirigían a la Ciudad de México. Al llegar a Iguala, fueron interceptados por miembros de la policía y un grupo del narcotráfico local, los “Guerreros Unidos”. Estos abrieron fuego, resultando en cinco jóvenes muertos y más de veinte heridos. Cuarenta y tres de ellos desaparecieron, “los 43”.
“Fue el Estado”, dijo entonces la sociedad mexicana, como en aquella inscripción en el suelo del mismo Zócalo. Ya sea por acción o por omisión, la responsabilidad de ultima ratio siempre es del Estado pero en este caso porque, además, el alcalde de la ciudad de Iguala y su esposa tenían vínculos directos con el crimen organizado. Fue la ilustración definitiva de la captura del poder político por el narcotráfico. Si no fue el Estado, pues seguro que fue el estado.
Iguala ilustra, en México y en muchos países de la región, la ilegalidad que corroe, fragmenta y finalmente se apropia de las instituciones públicas. Ello se hizo tan brutalmente explícito en aquel momento que el Procurador General recurrió a un artificio jurídico y conceptual a efectos de blindar al gobierno federal. “Iguala no es el Estado mexicano”, afirmó de manera tajante.
La máxima autoridad judicial del gobierno certificó así una realidad que ya se debatía en la literatura sobre transiciones: el “autoritarismo subnacional”. El término retrata un sistema bajo el cual coexisten un orden político de instituciones nacionales democráticas, colindante con, y superpuesto a, una serie de regímenes provinciales autoritarios. A menudo se trata de un funcional pacto político: las elites regionales conservan sus enclaves, mientras el centro logra desviar demandas hacia los estados y relocalizar los conflictos lejos de la capital de la nación.
El problema es que en México se trata de un autoritarismo “criminal” subnacional, donde las autoridades políticas regionales son a menudo instrumentos del narcotráfico. Si bien de manera ficticia, “Iguala no es el Estado mexicano” constituye un intento de proteger ese Estado con mayúscula del estado con minúscula, el de los narcos, para conservar un mínimo de cohesión, requisito imprescindible para ejercer el monopolio de la ley y la fuerza. Es decir, para seguir siendo Estado.
Pues puede ser que dicho intento de protección se haya desvanecido por completo en los sucesos recientes de Culiacán, estado de Sinaloa. Las fuerzas del orden apresaron a Ovidio Guzmán, hijo de “El Chapo”, capo máximo del cartel cumpliendo condena en Estados Unidos. Con mayor poder de fuego y superior despliegue logístico, el cartel lanzó una ofensiva masiva contra la policía. Fue una verdadera batalla que concluyó cuando Guzmán, hijo, fue liberado por orden del propio presidente López Obrador porque “no puede valer más la captura de un delincuente que la vida de las personas”.
Ahora sí que fue el Estado, exonerando de facto a un criminal comprobado. Ello hace las veces de abdicación estatal, nunca es una buena noticia. El mensaje al crimen transnacional es de vulnerabilidad e impotencia. Sin Estado las masacres aumentarían en frecuencia, pues la criminalidad subnacional podría proponerse operar a escala nacional. Desde ya que solo podría ser autoritarismo, puro, duro e ilegal.
Ese futuro bien puede ser que ya esté delante de nuestros ojos. Un autoritarismo criminal ya rige en Venezuela desde la cima del poder político. Opera en todo el país con la lógica de franquicias territoriales para la explotación de diferentes recursos. En América Central, por su parte, con naciones pequeñas y de baja capacidad estatal, la colusión del crimen organizado con la política es tema habitual en los periódicos.
La captura de México—del Estado nacional, esto es, o su debilitamiento y fragmentación—sería el premio más valioso para el crimen organizado. Ello garantizaría la expansión regional de un sistema de dominación cuya base productiva está constituida por un modelo de negocios ilícitos. Significaría la terminación de la entidad jurídica, política y coercitiva monopólica que conocemos, otrora el locus de la autoridad legítima. Desde luego, ello haría la democracia inviable, pues sin Estado no hay democracia.
La región podría encaminarse a la configuración de un (des)orden post-estatal en paralelo. Surgirían diversas entidades cuasi feudales. Tómese “feudalismo” como imagen de un sistema de dominación descentralizado, una parcelación de la soberanía. En este caso un “feudalismo” asociado a la ilegalidad y definiendo su propia normatividad de manera informal. Con lo cual el papel de la ley sería difuso, reduciendo al gobierno a la arbitrariedad de un clientelismo criminal.
Tal vez todo esto sea futurología delirante, ojalá, y con suerte meras metáforas. Pero metáforas para prestarles atención a la luz de la actual inestabilidad de un continente convulsionado.
El crimen organizado cuenta con amplias ventajas comparativas. Es adaptativo al capitalismo post industrial, por ello flexible y eficiente en este mundo global. Opera con la más alta rentabilidad del planeta. Asigna recursos mejor que nadie. No paga impuestos, las guerras comerciales no le impactan, no reconoce fronteras y tiene capacidad de resolver los conflictos de manera expedita, con la violencia.
El crimen organizado es parte de nuestra realidad, una fuerza económica que llegó para quedarse y que se ha constituido en actor político. Está presente en cada una de las revueltas que hoy aquejan al continente. No se trata de teorías conspirativas, se trata de que cualquier análisis o diseño de la política debe considerar esta seria amenaza como una crucial variable interviniente.
No es claro que los lideres políticos de hoy estén a la altura. En este camino violento, en el cual nadie se beneficia tanto como el crimen organizado, América Latina bien podría perder la democracia por completo. Y con ello, la posibilidad de organizar la vida colectiva en paz y con civilidad.
Tal vez esto evoque la idea de un continente perdido, es una hipótesis. Como Atlantis, en tal caso, que fue destruida por los dioses en castigo por la corrupción y la codicia de su gente.
@hectorschamis
Sucedió en el estado de Guerrero en la noche del 26 de septiembre de 2014. Los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa se dirigían a la Ciudad de México. Al llegar a Iguala, fueron interceptados por miembros de la policía y un grupo del narcotráfico local, los “Guerreros Unidos”. Estos abrieron fuego, resultando en cinco jóvenes muertos y más de veinte heridos. Cuarenta y tres de ellos desaparecieron, “los 43”.
“Fue el Estado”, dijo entonces la sociedad mexicana, como en aquella inscripción en el suelo del mismo Zócalo. Ya sea por acción o por omisión, la responsabilidad de ultima ratio siempre es del Estado pero en este caso porque, además, el alcalde de la ciudad de Iguala y su esposa tenían vínculos directos con el crimen organizado. Fue la ilustración definitiva de la captura del poder político por el narcotráfico. Si no fue el Estado, pues seguro que fue el estado.
Iguala ilustra, en México y en muchos países de la región, la ilegalidad que corroe, fragmenta y finalmente se apropia de las instituciones públicas. Ello se hizo tan brutalmente explícito en aquel momento que el Procurador General recurrió a un artificio jurídico y conceptual a efectos de blindar al gobierno federal. “Iguala no es el Estado mexicano”, afirmó de manera tajante.
La máxima autoridad judicial del gobierno certificó así una realidad que ya se debatía en la literatura sobre transiciones: el “autoritarismo subnacional”. El término retrata un sistema bajo el cual coexisten un orden político de instituciones nacionales democráticas, colindante con, y superpuesto a, una serie de regímenes provinciales autoritarios. A menudo se trata de un funcional pacto político: las elites regionales conservan sus enclaves, mientras el centro logra desviar demandas hacia los estados y relocalizar los conflictos lejos de la capital de la nación.
El problema es que en México se trata de un autoritarismo “criminal” subnacional, donde las autoridades políticas regionales son a menudo instrumentos del narcotráfico. Si bien de manera ficticia, “Iguala no es el Estado mexicano” constituye un intento de proteger ese Estado con mayúscula del estado con minúscula, el de los narcos, para conservar un mínimo de cohesión, requisito imprescindible para ejercer el monopolio de la ley y la fuerza. Es decir, para seguir siendo Estado.
Pues puede ser que dicho intento de protección se haya desvanecido por completo en los sucesos recientes de Culiacán, estado de Sinaloa. Las fuerzas del orden apresaron a Ovidio Guzmán, hijo de “El Chapo”, capo máximo del cartel cumpliendo condena en Estados Unidos. Con mayor poder de fuego y superior despliegue logístico, el cartel lanzó una ofensiva masiva contra la policía. Fue una verdadera batalla que concluyó cuando Guzmán, hijo, fue liberado por orden del propio presidente López Obrador porque “no puede valer más la captura de un delincuente que la vida de las personas”.
Ahora sí que fue el Estado, exonerando de facto a un criminal comprobado. Ello hace las veces de abdicación estatal, nunca es una buena noticia. El mensaje al crimen transnacional es de vulnerabilidad e impotencia. Sin Estado las masacres aumentarían en frecuencia, pues la criminalidad subnacional podría proponerse operar a escala nacional. Desde ya que solo podría ser autoritarismo, puro, duro e ilegal.
Ese futuro bien puede ser que ya esté delante de nuestros ojos. Un autoritarismo criminal ya rige en Venezuela desde la cima del poder político. Opera en todo el país con la lógica de franquicias territoriales para la explotación de diferentes recursos. En América Central, por su parte, con naciones pequeñas y de baja capacidad estatal, la colusión del crimen organizado con la política es tema habitual en los periódicos.
La captura de México—del Estado nacional, esto es, o su debilitamiento y fragmentación—sería el premio más valioso para el crimen organizado. Ello garantizaría la expansión regional de un sistema de dominación cuya base productiva está constituida por un modelo de negocios ilícitos. Significaría la terminación de la entidad jurídica, política y coercitiva monopólica que conocemos, otrora el locus de la autoridad legítima. Desde luego, ello haría la democracia inviable, pues sin Estado no hay democracia.
La región podría encaminarse a la configuración de un (des)orden post-estatal en paralelo. Surgirían diversas entidades cuasi feudales. Tómese “feudalismo” como imagen de un sistema de dominación descentralizado, una parcelación de la soberanía. En este caso un “feudalismo” asociado a la ilegalidad y definiendo su propia normatividad de manera informal. Con lo cual el papel de la ley sería difuso, reduciendo al gobierno a la arbitrariedad de un clientelismo criminal.
Tal vez todo esto sea futurología delirante, ojalá, y con suerte meras metáforas. Pero metáforas para prestarles atención a la luz de la actual inestabilidad de un continente convulsionado.
El crimen organizado cuenta con amplias ventajas comparativas. Es adaptativo al capitalismo post industrial, por ello flexible y eficiente en este mundo global. Opera con la más alta rentabilidad del planeta. Asigna recursos mejor que nadie. No paga impuestos, las guerras comerciales no le impactan, no reconoce fronteras y tiene capacidad de resolver los conflictos de manera expedita, con la violencia.
El crimen organizado es parte de nuestra realidad, una fuerza económica que llegó para quedarse y que se ha constituido en actor político. Está presente en cada una de las revueltas que hoy aquejan al continente. No se trata de teorías conspirativas, se trata de que cualquier análisis o diseño de la política debe considerar esta seria amenaza como una crucial variable interviniente.
No es claro que los lideres políticos de hoy estén a la altura. En este camino violento, en el cual nadie se beneficia tanto como el crimen organizado, América Latina bien podría perder la democracia por completo. Y con ello, la posibilidad de organizar la vida colectiva en paz y con civilidad.
Tal vez esto evoque la idea de un continente perdido, es una hipótesis. Como Atlantis, en tal caso, que fue destruida por los dioses en castigo por la corrupción y la codicia de su gente.