Hace cinco años desaparecieron 43 estudiantes; el misterio y el dolor permanecen

Marina Franco
Infobae
Ese fin de semana comenzó como muchos otros en ese pueblo del sur de México: en la plaza principal se realizaba un mitin político y cerca de ahí se jugaba un partido de fútbol. Los estudiantes de una escuela normal de maestros rurales intentaban tomar autobuses para viajar a la Ciudad de México.


No obstante, lo que sucedió ese viernes 26 de septiembre de 2014 se ha convertido en un emblema de la violencia, la impunidad y la transgresión de la ley que azotan a México. Cuando terminó esa noche, había seis personas muertas, y 43 de los estudiantes, a quienes se había visto por última vez subir a la fuerza a camionetas de la policía, habían desaparecido. Cinco años después, su paradero aún se desconoce y sus casos siguen sin resolverse.

Ahora se encuentran entre las más de 40.000 personas en México registradas como desaparecidas, muchas de ellas en la guerra contra las drogas que libra este país.

Esto es todo lo que se sabe: en una noche violenta y caótica, los oficiales de la policía municipal, que trabajaban con una banda de delincuentes y con el presidente municipal, detuvieron a los autobuses que transportaban a los normalistas y dispararon contra ellos. Posteriormente, también les dispararon a otros que iban saliendo del pueblo —a taxis y al autobús de un equipo de fútbol— pese a que no estaban relacionados con los estudiantes. Aún no existe información acerca de lo que ocurrió exactamente, de por qué, de quiénes participaron y, ni siquiera, de dónde están los estudiantes.

El presidente del país, Andrés Manuel López Obrador, quien asumió el cargo en diciembre, prometió que tendría mejores resultados que su predecesor. A fin de descubrir qué sucedió en el pueblo de Iguala ese día, creó una comisión especial, nombró a un procurador especial y, más recientemente, anunció una nueva investigación luego de que los tribunales ordenaron que se volviera a realizar la primera, la cual fue sumamente criticada.

También recientemente, un juez federal desechó los cargos contra 77 personas implicadas en el delito con el argumento de que habían sido torturadas para hacerlas confesar.

“Esta es una oportunidad para demostrar que una investigación así debe realizarse de manera legal de arriba hacia abajo”, señaló Ángela Buitrago, abogada colombiana e integrante del grupo de expertos internacionales que fueron invitados originalmente para investigar el caso, y asesora de la nueva investigación. “Eso es lo que otorga legitimidad a un Estado”.

Los acontecimientos de esa noche — y el fracaso del gobierno hasta ahora para revelar los hechos básicos de lo que sucedió a los estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos— han cambiado la vida de quienes fueron afectados.

Cada mes, el día 26, sus padres viajan casi 300 kilómetros a la Ciudad de México, pues han encontrado un propósito en un ritual de protesta.

“Como alguien que carga el peso de perder a un hijo, te afanas y luchas con la esperanza de que se encuentren a otros vivos y a salvo”, comentó Inés Gallardo, de 40 años, cuyo hijo fue uno de los tres estudiantes asesinados esa noche.

En su quinto aniversario, The Times habló con los afectados directamente por los acontecimientos de esa noche.

UNA MADRE

Pasaron tres días antes de que Cristina Bautista Salvador supiera que su hijo, Benjamín, estaba desaparecido.

En la pequeña aldea de montaña donde habitaba no hay servicio de telefonía móvil y muchas personas hablan la lengua local, el náhuatl. Muy pocos residentes hablan español. La escuela donde vivía su hijo, la Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, estaba a tres horas de distancia.

Pero después de tratar de llamarlo y no obtener respuesta, el lunes se dirigió hacia allá, se transportó en dos camionetas y un taxi, a fin de averiguar lo que sucedía. La búsqueda de respuestas la tenía tan absorta que no regresó a su casa en tres años.

Después de la desaparición de Benjamín, aprendió a hablar español. Era la única forma de comunicarse con los funcionarios y los abogados o de difundir el caso, lo cual ha hecho en Colombia, Argentina, Estados Unidos y Brasil.

Actualmente, ha disminuido la participación en las marchas.

“Ya sea que haya muchas personas o pocas, a nivel nacional o internacional, seguiremos presionando hasta que descubramos lo que sucedió”, afirmó. “Hasta que los encontremos”.

UNA VÍCTIMA

Alfredo Ramírez García iba en un taxi con algunos compañeros de regreso a su casa en la capital del estado, Chilpancingo, luego de un mitin. El auto disminuyó la velocidad cerca de lo que parecía un puesto de control policíaco provisional.

Los oficiales no dijeron nada. Apuntaron sus armas a los pasajeros, mencionó. Luego dispararon.

“Me dieron, pero al principio no me dolió; solo se sentía caliente y el brazo se me entumeció, dijo. “Llevaba una chaqueta azul, nuevecita, y primero solo pensé: ‘Estos idiotas ya me echaron a perder la chamarra’”.

También esa noche le dispararon a una mujer que iba en otro taxi. Ella estuvo entre las seis personas muertas.

Cuando intentó hacer una denuncia ante la agencia federal correspondiente, “casi no les importó”, comentó. “Así que lo dejé por la paz”.

UN TESTIGO

Un futbolista, Othokari González Agustín, recuerda que su equipo ganó el partido de visitantes ese día en Iguala, 3 a 1. Él anotó un gol.

En el camino de regreso a Chilpancingo, su autobús se detuvo cerca de un taxi que estaba baleado. Momentos después, señaló, les estaban disparando. Uno de sus compañeros de equipo fue asesinado, al igual que el conductor del autobús.

González, quien ahora es estudiante universitario, todavía juega fútbol. Incluso empezó a entrenar al equipo con el que había jugado esa noche, hasta que la violencia volvió a azotar. “Lo entrené hasta hace unos meses”, comentó, “cuando mataron al dueño del equipo”.

UN PERIODISTA

Sergio Ocampo Arista es periodista, pero al principio se tomó con calma los rumores de un tiroteo en Iguala. En ese momento, el estado de Guerrero tenía el índice más alto de homicidios en el país. Solo comenzó a sospechar cuando llamó al alcalde y al comisionado de la policía y descubrió que estaban “tratando insistentemente de restarle importancia al hecho”, comentó.

Reunió una caravana de periodistas y condujo aproximadamente 95 kilómetros de Chilpancingo a Iguala. Cuando llegaron, ya se habían llevado los cuerpos de quienes habían estado en el taxi y en el autobús del equipo de fútbol, señaló.

Pero cuando atravesó el cerco policiaco y se dirigió a la avenida principal, vio otros cuerpos tirados: los de los tres normalistas que fueron asesinados esa noche.

Él y sus compañeros tomaron fotos. Su entrega ese domingo constituyó las primeras noticias que tuvieron algunas familias de lo acaecido esa noche. El informe también ayudó a los investigadores a reconstruir algunos de los acontecimientos.

UNA MADRE

Ese domingo, Nicanora García González estaba comprando pescado en el mercado cuando escuchó sobre el artículo de Ocampo y vio una fotografía de uno de los estudiantes muertos. Le habían disparado en el rostro.

Su hijo, Saúl, iba a la misma normal de Ayotzinapa. Llamó y supo que estaba entre los desaparecidos.

Se mudó a Ayotzinapa, que está a siete horas de distancia de su lugar de origen, para buscar respuestas. Durante años, acampó ahí junto con otros padres.

Cada mes, junta 25 dólares para viajar a la Ciudad de México, donde marcha con el retrato de su hijo. “Tengo que hacerlo”, afirmó.

“Los muchachos no están desaparecidos: se los llevaron unos uniformados”, señaló. “Ellos saben dónde los dejaron; nada más que no quieren decirnos”.

EL DIRECTOR

La Escuela Normal Raúl Isidro Burgos tiene una larga historia de protestas sociales. Algunos de los egresados son dirigentes revolucionarios guerrilleros del siglo XX.

“Tiene una tradición de lucha para hacernos escuchar”, comentó el antiguo director, José Luis Hernández Rivera.

Esta escuela también allanó el camino para que muchas personas pobres e indígenas salieran adelante en Guerrero, donde el 66 por ciento de la población vive en condiciones de pobreza.

Entonces, incluso después de las desapariciones, la comunidad quiso mantenerla abierta.

“Esta escuela ha seguido su lucha”, dijo Hernández. “Es posible que en otros lugares la escuela hubiera cerrado, todos se hubieran marchado”.

En cambio, la escuela también se abrió para los padres de los 43, muchos de los cuales se mudaron a sus aulas durante los primeros años de búsqueda.

UN ABOGADO

Santiago Aguirre Espinosa se enteró del ataque el fin de semana que sucedió. Una delegación del Centro Prodh, una organización de derechos humanos, estaba en Guerrero investigando otra masacre.

Con el tiempo, se convirtió en el representante de los padres, dando testimonio de su dolor, creciente frustración y expectativas inestables.

Algunos padres todavía pasan la noche frente a su puerta para estar ahí en caso de que su hijo regrese, comentó. Sin embargo, las familias cada vez más hablan “con mayor frecuencia de encontrar la verdad, sea cual sea, que de hallar específicamente a sus hijos, una repercusión desgarradora”, afirmó.

Algunas personas ya conocen ese sufrimiento. El tío abuelo de Cutberto Ortiz Ramos, uno de los 43, también fue desaparecido a la fuerza hace décadas.

“Hemos hecho algo mal como país que en verdad tenemos que corregir”, comentó Espinosa.

UN PADRE

En su afán por encontrar a su hijo desaparecido, Emiliano Navarrete Victoriano ha perdido contacto con sus otros dos hijos.

Aprovechó cada pista, cada búsqueda: en un campo de amapola, a las orillas del río, en desfiladeros. Cada una significó una nueva desilusión. Las expectativas de sus hijos más jóvenes se volvieron insoportables.

“Sabía que no podría mirarlos a los ojos porque sus ojos estarían preguntando: ‘¿Lo encontraste?’”.

Navarrete empezó a evitarlos a ellos y a su decepción compartida.

Pero no puede detener la búsqueda. “A estas alturas, no me importa lo que pierda siempre y cuando lo encuentre a él”, afirmó.

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