El asombroso caso de Ramanujan, el indio pobre y autodidacta que dejó un legado eterno en el mundo de las matemáticas
Despreciado por su origen, color y cultura, alcanzó la cumbre: su retrato está en la Royal Society junto a los gigantes de la sabiduría
Alfredo Serra
Especial para Infobae
Srinivasa Aiyangar Ramanujan, el genio matemático indio, está otra vez enfermo. Internado en Putney, barrio a unos diez kilómetros de Londres, lo visita su mentor y protector Godfrey Harold Hardy, uno de los grandes matemáticos británicos.
–Vine en taxi –le dice–. Como siempre jugamos con los números, anoté su matrícula: 1729. Pero te defraudé: me parece un número intrascendente.
–No. Es un número muy interesante. Es el número más pequeño expresable como la suma de dos cubos de dos maneras diferentes.
No fue el único asombro del severo, ateo, férreo, concentrado profesor Hardy, estrella matemática del Trinity College de la Universidad de Cambridge. Ni la única fisura entre él y el joven Ramanujan, profundamente religioso, alimentado con hierbas y granos, y horrorizado ante el clásico british breakfast: salchichas, pescado, pan, manteca, dulces…
Pero, ¿qué hace un indio nacido en Erode, provincia de Madrás, bajo el dominio británico? ¿Cómo ha llegado a Cambridge y pretende que algún día su retrato cuelgue de la pared de la monacal Royal Society, cerca de Newton, Darwin, Fleming, Volta, y no muy tarde el mismo Hardy?
Sin contar, además, con el prejuicio: choque cultural, color de piel, religión.
Por caso: para Hardy, una compleja ecuación bien resuelta es el resultado de la inteligencia, sin intervención de otros factores. Para Ramanujan, lo mismo…, pero viendo en esos números y signos la voz de Dios.
Su llegada a Londres, en abril de 1914, a sus 27 años, y a tres meses de los fuegos, la sangre y la muerte de la Primera Guerra Mundial, no ha sido poca peripecia…
Hijo de padres brahmanes pobres: un vendedor de tienda y un ama de casa cantante de templo, ambuló entre ellos, abuelos, tíos, otros tantos techos, y una mala salud que empezó durante una epidemia de viruela que mató a miles, pero lo perdonó.
Sus tres hermanos murieron. Uno a los tres meses, y los otros en plena infancia.
La escuela lo aburría. Pero a los 10 años aprobó aritmética con el puntaje más alto de todo el distrito.
Primer martillazo de la forja…
Un año después, por azar y prestado, llegó a sus manos un libro de trigonometría avanzada escrito por Sidney Luxton Loney. Lo devoró; lo exprimió hasta la última gota, y empezó a urdir sofisticados teoremas. Y lo mismo sucedió con otros. Para sus compañeros, galimatías. Para Ramanujan, como leer en el agua clara…
Para entonces dominaba la geometría, las series infinitas, las ecuaciones cúbicas. Sus compañeros, asombrados, decían:
–Rara vez lo entendemos, pero sentimos por él un temor respetuoso.
Soplaron malos vientos. Pobreza extrema en la familia. Ramanujan, casi muerto de inanición. Signos como velas que le dictaban su partida a Londres…
En julio de 1909, a sus 22 años y según ancestral costumbre, se casó con Srimati Janaki, de apenas 10.
Y más enfermedades: hidrocele, operable, pero postergada dos años hasta que un cirujano usó, gratis, su bisturí. Y más penurias económicas: empleado de bajo sueldo, ayudante de cátedra ad honorem, y de noche y a solas, su romance con los números. Integrales elípticas, series hipergeométricas, y una teoría propia: series divergentes.
Por fin, una carta de su profesor de matemáticas llega a Londres. Dice, en síntesis: "Es un joven de capacidad excepcional en matemáticas".
Carta que cae, por fin, en las manos del profesor Hardy.
Las primeras relaciones no son fáciles. Según el gran maestro, "las ecuaciones de Ramanujan son desprolijas, apresuradas, escritas al voleo, impresentables, como si le resultara imposible hacerlas de otra manera".
Pero así y todo, las mandó a otros altos matemáticos, con un juicio aventurado –por los naturales prejuicios de los cráneos coronados– pero no dictado por la amistad: "Considero a Ramanujan un 100 en la escala matemática de 1 a 100, cuando yo mismo me adjudico 25".
Entre sus obsesiones, y a partir de un sueño, flota el número pi, que lo seguirá como una sombra hasta su último día en la tierra.
Trabaja sobre ese símbolo que apenas recordamos de nuestros días en la escuela, pi: 3,14,16…, etcétera, y logra cientos de formas diferentes para calcular valores aproximados a ese fetiche (Nota: gracias a esos cimientos, poderosas computadoras calcularon los primeros… ¡10 billones de decimales del número pi.)
Pero ninguna hazaña rompe el racismo y el desprecio de muchos sectores de la sociedad hacia "ese indio, ese ser inferior" –la estupidez humana iguala al infinito…– A tal punto, que los primeros trabajos originales de Ramanujan aparecen publicados con la firma de Hardy, y debajo, como ayudante, para no irritar a los grandes bonetes, la de su admirado y protegido…
Pasarán años antes de que sea aceptado por la Sociedad Científica. Pero no alcanza a ver su retrato entre los colosos de la sabiduría: muere antes, el 26 de abril de 1920, apenas a sus 32 años.
Aquella salud golpeada desde niño, y bajas las defensas por la soledad, el abismo cultural, la distancia y la nostalgia que lo separan de su esposa-niña, le asestan el último golpe: tuberculosis y amebiasis hepáticas se lo llevan después de una larga agonía, pero al menos en su tierra: Kumbakonan, Tamil Nadu, todavía bajo dominio británico.
Alguien lo llora además de los de su sangre: Hardy.
Y quedan, para el mundo matemático y sus apasionados, tres verdades y tres desafíos para quienes intenten refutarlas: la Suma de Ramanujan, la Constante de Landau-Ramanujan, y la Constante de Ramanujan-Solder.
Y por cierto y por las noches, su diálogo secreto con los nobles fantasmas de Newton, de Darwin, de los que cambiaron el mundo.
Alfredo Serra
Especial para Infobae
Srinivasa Aiyangar Ramanujan, el genio matemático indio, está otra vez enfermo. Internado en Putney, barrio a unos diez kilómetros de Londres, lo visita su mentor y protector Godfrey Harold Hardy, uno de los grandes matemáticos británicos.
–Vine en taxi –le dice–. Como siempre jugamos con los números, anoté su matrícula: 1729. Pero te defraudé: me parece un número intrascendente.
–No. Es un número muy interesante. Es el número más pequeño expresable como la suma de dos cubos de dos maneras diferentes.
No fue el único asombro del severo, ateo, férreo, concentrado profesor Hardy, estrella matemática del Trinity College de la Universidad de Cambridge. Ni la única fisura entre él y el joven Ramanujan, profundamente religioso, alimentado con hierbas y granos, y horrorizado ante el clásico british breakfast: salchichas, pescado, pan, manteca, dulces…
Pero, ¿qué hace un indio nacido en Erode, provincia de Madrás, bajo el dominio británico? ¿Cómo ha llegado a Cambridge y pretende que algún día su retrato cuelgue de la pared de la monacal Royal Society, cerca de Newton, Darwin, Fleming, Volta, y no muy tarde el mismo Hardy?
Sin contar, además, con el prejuicio: choque cultural, color de piel, religión.
Por caso: para Hardy, una compleja ecuación bien resuelta es el resultado de la inteligencia, sin intervención de otros factores. Para Ramanujan, lo mismo…, pero viendo en esos números y signos la voz de Dios.
Su llegada a Londres, en abril de 1914, a sus 27 años, y a tres meses de los fuegos, la sangre y la muerte de la Primera Guerra Mundial, no ha sido poca peripecia…
Hijo de padres brahmanes pobres: un vendedor de tienda y un ama de casa cantante de templo, ambuló entre ellos, abuelos, tíos, otros tantos techos, y una mala salud que empezó durante una epidemia de viruela que mató a miles, pero lo perdonó.
Sus tres hermanos murieron. Uno a los tres meses, y los otros en plena infancia.
La escuela lo aburría. Pero a los 10 años aprobó aritmética con el puntaje más alto de todo el distrito.
Primer martillazo de la forja…
Un año después, por azar y prestado, llegó a sus manos un libro de trigonometría avanzada escrito por Sidney Luxton Loney. Lo devoró; lo exprimió hasta la última gota, y empezó a urdir sofisticados teoremas. Y lo mismo sucedió con otros. Para sus compañeros, galimatías. Para Ramanujan, como leer en el agua clara…
Para entonces dominaba la geometría, las series infinitas, las ecuaciones cúbicas. Sus compañeros, asombrados, decían:
–Rara vez lo entendemos, pero sentimos por él un temor respetuoso.
Soplaron malos vientos. Pobreza extrema en la familia. Ramanujan, casi muerto de inanición. Signos como velas que le dictaban su partida a Londres…
En julio de 1909, a sus 22 años y según ancestral costumbre, se casó con Srimati Janaki, de apenas 10.
Y más enfermedades: hidrocele, operable, pero postergada dos años hasta que un cirujano usó, gratis, su bisturí. Y más penurias económicas: empleado de bajo sueldo, ayudante de cátedra ad honorem, y de noche y a solas, su romance con los números. Integrales elípticas, series hipergeométricas, y una teoría propia: series divergentes.
Por fin, una carta de su profesor de matemáticas llega a Londres. Dice, en síntesis: "Es un joven de capacidad excepcional en matemáticas".
Carta que cae, por fin, en las manos del profesor Hardy.
Las primeras relaciones no son fáciles. Según el gran maestro, "las ecuaciones de Ramanujan son desprolijas, apresuradas, escritas al voleo, impresentables, como si le resultara imposible hacerlas de otra manera".
Pero así y todo, las mandó a otros altos matemáticos, con un juicio aventurado –por los naturales prejuicios de los cráneos coronados– pero no dictado por la amistad: "Considero a Ramanujan un 100 en la escala matemática de 1 a 100, cuando yo mismo me adjudico 25".
Entre sus obsesiones, y a partir de un sueño, flota el número pi, que lo seguirá como una sombra hasta su último día en la tierra.
Trabaja sobre ese símbolo que apenas recordamos de nuestros días en la escuela, pi: 3,14,16…, etcétera, y logra cientos de formas diferentes para calcular valores aproximados a ese fetiche (Nota: gracias a esos cimientos, poderosas computadoras calcularon los primeros… ¡10 billones de decimales del número pi.)
Pero ninguna hazaña rompe el racismo y el desprecio de muchos sectores de la sociedad hacia "ese indio, ese ser inferior" –la estupidez humana iguala al infinito…– A tal punto, que los primeros trabajos originales de Ramanujan aparecen publicados con la firma de Hardy, y debajo, como ayudante, para no irritar a los grandes bonetes, la de su admirado y protegido…
Pasarán años antes de que sea aceptado por la Sociedad Científica. Pero no alcanza a ver su retrato entre los colosos de la sabiduría: muere antes, el 26 de abril de 1920, apenas a sus 32 años.
Aquella salud golpeada desde niño, y bajas las defensas por la soledad, el abismo cultural, la distancia y la nostalgia que lo separan de su esposa-niña, le asestan el último golpe: tuberculosis y amebiasis hepáticas se lo llevan después de una larga agonía, pero al menos en su tierra: Kumbakonan, Tamil Nadu, todavía bajo dominio británico.
Alguien lo llora además de los de su sangre: Hardy.
Y quedan, para el mundo matemático y sus apasionados, tres verdades y tres desafíos para quienes intenten refutarlas: la Suma de Ramanujan, la Constante de Landau-Ramanujan, y la Constante de Ramanujan-Solder.
Y por cierto y por las noches, su diálogo secreto con los nobles fantasmas de Newton, de Darwin, de los que cambiaron el mundo.