ANÁLISIS / Dinamitar los puentes
Es un pecado repetido pensar que la supremacía estadounidense es suficiente para imponer sus tesis y que se cumpla su voluntad
Alicia González
El País
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se ha propuesto —y en algunos casos ya ha conseguido— dinamitar los organismos y los foros multilaterales que obligan a forjar un consenso internacional, para llevar a cabo su cruzada del América Primero. Con ello ha justificado la retirada de Estados Unidos del acuerdo de París para luchar contra el cambio climático, el abandono del pacto nuclear con Irán o el distanciamiento con sus socios atlánticos —especialmente si no están dispuestos a venderle una parte de su territorio—, entre muchos otros.
En su papel de primera potencia económica, Washington tiene un importante rol a la hora de fijar las reglas del juego para socios y competidores, como lo demuestran las sanciones comerciales que ha impuesto Japón sobre Corea del Sur en represalia por una histórica disputa política, en clara réplica del movimiento de EE UU con China. No es de extrañar que en ese estado de cosas, seguramente este sea el primer G7 de la historia sin comunicado final.
Pero dinamitar los puentes con la comunidad internacional no tiene coste cero. Bajo la falaz premisa de que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”, la Casa Blanca ha emprendido una ofensiva comercial y tecnológica contra Pekín de final incierto. En el supuesto más optimista de que la escalada arancelaria y empresarial culmine con un acuerdo, algo difícil de entrever tras el último enfrentamiento, ¿alguien puede imaginar que Xi Jinping acepte firmar el alto el fuego y que el árbitro de su cumplimiento sea la otra parte? Ese papel debería jugarlo la Organización Mundial del Comercio (OMC), a la que EE UU sabotea al impedir renovar los órganos de arbitraje.
Trump también se queja, con razón según el Fondo Monetario Internacional (FMI), de que el dólar está sobrevalorado y pretende que la Reserva Federal, bajando sin freno los tipos de interés, y sus tuits moviendo el mercado consigan bajar de forma permanente y estable el valor de la divisa. Pero en una economía de mercado —Pekín se rige por otros estándares— ese tipo de operaciones no se pueden llevar a cabo en solitario, como demostró la devaluación que emprendió Japón en 2013 con la ayuda de sus socios. ¿Puede EE UU pedir la cooperación de los principales bancos centrales mientras amenaza a esos mismos países con imponer aranceles a sus productos o anima la posibilidad de una salida a las bravas del Reino Unido de la Unión Europea?
Es un pecado repetido con cierta frecuencia, y más o menos intensidad, por los sucesivos Gobiernos republicanos de Estados Unidos. Pensar que la supremacía estadounidense es suficiente para imponer sus tesis y que se cumpla su voluntad. Solo que en esta ocasión puede llevarse el orden global por delante.
Alicia González
El País
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se ha propuesto —y en algunos casos ya ha conseguido— dinamitar los organismos y los foros multilaterales que obligan a forjar un consenso internacional, para llevar a cabo su cruzada del América Primero. Con ello ha justificado la retirada de Estados Unidos del acuerdo de París para luchar contra el cambio climático, el abandono del pacto nuclear con Irán o el distanciamiento con sus socios atlánticos —especialmente si no están dispuestos a venderle una parte de su territorio—, entre muchos otros.
En su papel de primera potencia económica, Washington tiene un importante rol a la hora de fijar las reglas del juego para socios y competidores, como lo demuestran las sanciones comerciales que ha impuesto Japón sobre Corea del Sur en represalia por una histórica disputa política, en clara réplica del movimiento de EE UU con China. No es de extrañar que en ese estado de cosas, seguramente este sea el primer G7 de la historia sin comunicado final.
Pero dinamitar los puentes con la comunidad internacional no tiene coste cero. Bajo la falaz premisa de que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”, la Casa Blanca ha emprendido una ofensiva comercial y tecnológica contra Pekín de final incierto. En el supuesto más optimista de que la escalada arancelaria y empresarial culmine con un acuerdo, algo difícil de entrever tras el último enfrentamiento, ¿alguien puede imaginar que Xi Jinping acepte firmar el alto el fuego y que el árbitro de su cumplimiento sea la otra parte? Ese papel debería jugarlo la Organización Mundial del Comercio (OMC), a la que EE UU sabotea al impedir renovar los órganos de arbitraje.
Trump también se queja, con razón según el Fondo Monetario Internacional (FMI), de que el dólar está sobrevalorado y pretende que la Reserva Federal, bajando sin freno los tipos de interés, y sus tuits moviendo el mercado consigan bajar de forma permanente y estable el valor de la divisa. Pero en una economía de mercado —Pekín se rige por otros estándares— ese tipo de operaciones no se pueden llevar a cabo en solitario, como demostró la devaluación que emprendió Japón en 2013 con la ayuda de sus socios. ¿Puede EE UU pedir la cooperación de los principales bancos centrales mientras amenaza a esos mismos países con imponer aranceles a sus productos o anima la posibilidad de una salida a las bravas del Reino Unido de la Unión Europea?
Es un pecado repetido con cierta frecuencia, y más o menos intensidad, por los sucesivos Gobiernos republicanos de Estados Unidos. Pensar que la supremacía estadounidense es suficiente para imponer sus tesis y que se cumpla su voluntad. Solo que en esta ocasión puede llevarse el orden global por delante.