La sombra de Chernóbil resurge en el Este
Lituania desmantela una planta nuclear de la época soviética, mientras el Kremlin financia en la vecina Bielorrusia la construcción de otra que preocupa a la Unión Europea
Belén Domínguez Cebrián
Ignalina (Lituania), El País
La central nuclear de Ignalina, en el noreste de Lituania, es un túnel del tiempo con destino a la URSS de los ochenta. El alfabeto cirílico pinta las señales de cada recoveco y los envejecidos trabajadores solo hablan ruso. Del bolsillo a la altura del pecho de sus batas blancas cuelga la misma fotografía que se hicieron cuando entraron a trabajar aquí hace 30 años: menos arrugas, más pelo, más sonrisas son las imágenes que indican que todo tiempo pasado fue mejor.
Esta planta rebosaba vida hace cuatro décadas. Aquí trabajaban 5.000 físicos nucleares e ingenieros formados en las más prestigiosas universidades de la URSS. Ahora el ambiente es menos prometedor. La ilusión de aquellos años por construir esta infraestructura se ha transformado en pura resignación. “Heredamos la central con sus beneficios, pero también sus problemas”, señala Audrius Kamienas, director general de la central, quien asegura que “en 2038 todo esto será campo, sin contaminación”.
La sombra de Chernóbil resurge en el Este
Lituania, la primera república socialista soviética en recuperar su soberanía de Moscú en 1991, entró en la UE en 2004 con una condición: desmantelar Ignalina. Este paso significaba deshacerse no solo de su fuente de energía más preciada, sino de su recién recuperada independencia energética. El 80% de la electricidad del país se generaba en esta inmensa mole de cemento gris, una central con dos reactores unidos por un pasillo de casi un kilómetro que no cumplían, sin embargo, con los estándares de seguridad de Occidente.
El desmantelamiento de la central —que comenzó en 2010 y está previsto finalice totalmente en 2038— acarrea, paradójicamente, el riesgo de una mayor dependencia del mercado ruso, más cercano y barato. “De un día para otro pasamos de ser exportadores de energía a importadores”, dice el ministro de Energía, Žygimantas Vaiciunas, desde su despacho en el centro de Vilnius, la capital del país de poco más de tres millones de habitantes. Dos tercios de la electricidad que consumen la compran a los países nórdicos y el tercio restante a Rusia y Bielorrusia. En cuanto al petróleo, Lituania ya había conseguido la independencia de Rusia en los noventa, y del gas en 2014. Desde hace años, y conforme a las directrices de Bruselas, la república báltica está dedicando todos los medios para desvincularse totalmente de Moscú en el campo eléctrico para 2025.
Pero mientras una planta nuclear muere (Ignalina), otra nace. Desde hace unos seis años, el Gobierno ruso (vía la empresa pública Rosatom) mueve ficha en una casilla del continente aún estratégica: Bielorrusia. En Astravets, a apenas 20 kilómetros de la frontera con Lituania, Minsk ha empezado a levantar una central nuclear con financiación rusa —las autoridades lituanas lo cifran en 11.000 millones de dólares (9.700 millones de euros)— poniendo en jaque a Lituania, que al fin y al cabo “es territorio comunitario”, insisten fuentes del Gobierno en Vilnius. “[La construcción de Astravets] es un claro ejemplo de guerra híbrida”, insistía en marzo el ministro Vaiciunas, comparando la situación con la del Este de Ucrania en 2014, que se materializó en la anexión de la península de Crimea por parte de Rusia.
Darius Degutis, asesor de energía nuclear en el Ministerio de Exteriores lituano, enumera la gravedad de la puesta en marcha de la planta de Astravets, como que no hay un estudio de impacto medioambiental, que se trata de una zona con riesgo de actividad sísmica y que hay 1,3 millones de personas que habitan dentro del perímetro de seguridad de 100 kilómetros. “Es la primera central nuclear que se construye tan cerca de una ciudad después del desastre de Fukushima en 2011”, ilustra. Además, la cubierta de los reactores no es lo suficientemente resistentes a ataques. La lista de violaciones de convenciones internacionales en materia de energía atómica es larga. “Ellos primero nos lo ocultaron, después lo negaron y ahora nos intentan manipular”, asegura Degutis visiblemente preocupado.
La alarma que genera la construcción de Astravets ha interrumpido la tranquila rutina de Zenobija Mikelevic, de 50 años, y su esposo, Antanas Mikelevicius, ingeniero hidráulico de 57. Viven en una casita de madera en Buivydziai, una localidad de 200 habitantes situada en medio de un bosque de pinos a un kilómetro de la frontera con Bielorrusia. Desde allí se ven las chimeneas con forma de diábolo de Astravets si el día en claro. Su jardín se encuentra en el bosque por donde pasa el río Neris, el mismo que a 42 kilómetros partirá Vilnius por la mitad. Y el mismo en el que la planta nuclear de Astravets vertirá los residuos tóxicos cuando encienda sus máquinas previsiblemente en 2020.
“Toda la UE nos apoya y considera que esto representa una amenaza a nuestra seguridad nacional. [Su construcción] no está en línea con las convenciones internacionales claves, sobre todo en materia medioambiental”, explica el ministro. “Hasta el momento el agua está bien. No hay problema”, explica Mikelevicius desde una cabaña donde el Gobierno ha instalado un sistema de alerta y comunicación por si este experto, que analiza el agua dos veces al día, observa anomalías en el medioambiente. “Nos estamos preparando”, cierra.
La inquietud que despierta la amenaza nuclear no decae. Mirando hacia el futuro, por el caso de la nueva central bielorrusa. Mirando atrás, por el de la vieja central lituana, cuyos reactores están considerados por la UE más peligrosos que el que estalló en Chernóbil (Ucrania) en 1986. “Hasta ahora se han desmantelado las turbinas y el sistema eléctrico”, explica Kamienas. El director de la planta reconoce que lo más importante está aún por llegar: precisamente, esos dos reactores.
El metal que hay en Ignalina equivale a unas 16 torres Eiffel, de las cuales 14,5 estarían completamente contaminadas. El trabajo es mayúsculo, pero para ello, la UE financia el 85% de la destrucción de la planta nuclear y el resto lo paga la república báltica. “Creemos que es un acuerdo justo”, sostiene el director quien, pese a que estipula el coste total en 3.400 millones de euros, asegura que faltan unos 1.331 millones más hasta 2027. Por eso revenden el metal descontaminado y los dos millones anuales que sacan de beneficio lo reinvierten en seguir desmontando el gigante nuclear.
El último reducto soviético en territorio comunitario agoniza. Alexander Jegorov, ingeniero físico nuclear de 60 años, lleva toda su vida controlando la radiactividad de las turbinas de Ignalina. Pero los botones y las pantallas que tapizan la sala de control ovalada ya no parpadean. Duermen. Alexander resume a regañadientes cómo se siente: “Triste”.
A las 15.00 horas es el cambio de turno en la moribunda planta. Los 1.500 trabajadores que han quedado para desmontarla dejan los zapatos, el casco y el doble uniforme blanco en el vestuario que cuida con mimo y dedicación la rusa Grazhina, de unos 50 años, para vestirse y pasar por la infinidad de controles que aseguran que nada ni nadie sale de ahí con radiactividad. Poco a poco se reúnen en el patio, bajo unas marquesinas de otra época donde esperan mientras fuman a que seis autobuses los devuelvan a sus casas, en el pueblo de Visaginas, a 10 kilómetros. “¡Antes venían 69 autobuses!”, sostiene la simpática Ina Dauksiene, que lleva 25 años realizando visitas por la central a un precio actual de 57,92 euros.
Ignalina se apaga y Visaginas se vacía. Tomas Liukaitis, director de recursos humanos, asegura que hay un “serio problema” de envejecimiento de los ingenieros y que la empresa intenta “retenerlos el mayor tiempo posible” a base de subsidios y otros beneficios laborales. Aún así, los directivos han identificado que entre 200 y 300 operarios se querrían marchar. “El problema es que no tenemos demanda de empleo y no sabemos cómo los ingenieros y físicos más mayores pueden dar el relevo y traspasar el conocimiento [de una central montada al estilo soviético] a gente más joven”, reconoce. La edad media en Ignalina es de 52 años y el desmantelamiento de toda la planta “ha afectado psicológicamente” a muchos trabajadores, continúa.
Visaginas, sembrada de bloques de cemento, está sufriendo también la muerte lenta de la planta nuclear. En los años noventa, unas 33.000 personas ocupaban los bloques grises uno igual que el siguiente tan característicos del lado oriental del Telón de Acero. Con el cambio de siglo, la población de esta localidad bajó a 29.000. Y en 2016, último año disponible en el registro oficial, solo 19.000 personas habitaban esta inhóspita ciudad fronteriza con Letonia, al norte, y Bielorrusia, al este.
Belén Domínguez Cebrián
Ignalina (Lituania), El País
La central nuclear de Ignalina, en el noreste de Lituania, es un túnel del tiempo con destino a la URSS de los ochenta. El alfabeto cirílico pinta las señales de cada recoveco y los envejecidos trabajadores solo hablan ruso. Del bolsillo a la altura del pecho de sus batas blancas cuelga la misma fotografía que se hicieron cuando entraron a trabajar aquí hace 30 años: menos arrugas, más pelo, más sonrisas son las imágenes que indican que todo tiempo pasado fue mejor.
Esta planta rebosaba vida hace cuatro décadas. Aquí trabajaban 5.000 físicos nucleares e ingenieros formados en las más prestigiosas universidades de la URSS. Ahora el ambiente es menos prometedor. La ilusión de aquellos años por construir esta infraestructura se ha transformado en pura resignación. “Heredamos la central con sus beneficios, pero también sus problemas”, señala Audrius Kamienas, director general de la central, quien asegura que “en 2038 todo esto será campo, sin contaminación”.
La sombra de Chernóbil resurge en el Este
Lituania, la primera república socialista soviética en recuperar su soberanía de Moscú en 1991, entró en la UE en 2004 con una condición: desmantelar Ignalina. Este paso significaba deshacerse no solo de su fuente de energía más preciada, sino de su recién recuperada independencia energética. El 80% de la electricidad del país se generaba en esta inmensa mole de cemento gris, una central con dos reactores unidos por un pasillo de casi un kilómetro que no cumplían, sin embargo, con los estándares de seguridad de Occidente.
El desmantelamiento de la central —que comenzó en 2010 y está previsto finalice totalmente en 2038— acarrea, paradójicamente, el riesgo de una mayor dependencia del mercado ruso, más cercano y barato. “De un día para otro pasamos de ser exportadores de energía a importadores”, dice el ministro de Energía, Žygimantas Vaiciunas, desde su despacho en el centro de Vilnius, la capital del país de poco más de tres millones de habitantes. Dos tercios de la electricidad que consumen la compran a los países nórdicos y el tercio restante a Rusia y Bielorrusia. En cuanto al petróleo, Lituania ya había conseguido la independencia de Rusia en los noventa, y del gas en 2014. Desde hace años, y conforme a las directrices de Bruselas, la república báltica está dedicando todos los medios para desvincularse totalmente de Moscú en el campo eléctrico para 2025.
Pero mientras una planta nuclear muere (Ignalina), otra nace. Desde hace unos seis años, el Gobierno ruso (vía la empresa pública Rosatom) mueve ficha en una casilla del continente aún estratégica: Bielorrusia. En Astravets, a apenas 20 kilómetros de la frontera con Lituania, Minsk ha empezado a levantar una central nuclear con financiación rusa —las autoridades lituanas lo cifran en 11.000 millones de dólares (9.700 millones de euros)— poniendo en jaque a Lituania, que al fin y al cabo “es territorio comunitario”, insisten fuentes del Gobierno en Vilnius. “[La construcción de Astravets] es un claro ejemplo de guerra híbrida”, insistía en marzo el ministro Vaiciunas, comparando la situación con la del Este de Ucrania en 2014, que se materializó en la anexión de la península de Crimea por parte de Rusia.
Darius Degutis, asesor de energía nuclear en el Ministerio de Exteriores lituano, enumera la gravedad de la puesta en marcha de la planta de Astravets, como que no hay un estudio de impacto medioambiental, que se trata de una zona con riesgo de actividad sísmica y que hay 1,3 millones de personas que habitan dentro del perímetro de seguridad de 100 kilómetros. “Es la primera central nuclear que se construye tan cerca de una ciudad después del desastre de Fukushima en 2011”, ilustra. Además, la cubierta de los reactores no es lo suficientemente resistentes a ataques. La lista de violaciones de convenciones internacionales en materia de energía atómica es larga. “Ellos primero nos lo ocultaron, después lo negaron y ahora nos intentan manipular”, asegura Degutis visiblemente preocupado.
La alarma que genera la construcción de Astravets ha interrumpido la tranquila rutina de Zenobija Mikelevic, de 50 años, y su esposo, Antanas Mikelevicius, ingeniero hidráulico de 57. Viven en una casita de madera en Buivydziai, una localidad de 200 habitantes situada en medio de un bosque de pinos a un kilómetro de la frontera con Bielorrusia. Desde allí se ven las chimeneas con forma de diábolo de Astravets si el día en claro. Su jardín se encuentra en el bosque por donde pasa el río Neris, el mismo que a 42 kilómetros partirá Vilnius por la mitad. Y el mismo en el que la planta nuclear de Astravets vertirá los residuos tóxicos cuando encienda sus máquinas previsiblemente en 2020.
“Toda la UE nos apoya y considera que esto representa una amenaza a nuestra seguridad nacional. [Su construcción] no está en línea con las convenciones internacionales claves, sobre todo en materia medioambiental”, explica el ministro. “Hasta el momento el agua está bien. No hay problema”, explica Mikelevicius desde una cabaña donde el Gobierno ha instalado un sistema de alerta y comunicación por si este experto, que analiza el agua dos veces al día, observa anomalías en el medioambiente. “Nos estamos preparando”, cierra.
La inquietud que despierta la amenaza nuclear no decae. Mirando hacia el futuro, por el caso de la nueva central bielorrusa. Mirando atrás, por el de la vieja central lituana, cuyos reactores están considerados por la UE más peligrosos que el que estalló en Chernóbil (Ucrania) en 1986. “Hasta ahora se han desmantelado las turbinas y el sistema eléctrico”, explica Kamienas. El director de la planta reconoce que lo más importante está aún por llegar: precisamente, esos dos reactores.
El metal que hay en Ignalina equivale a unas 16 torres Eiffel, de las cuales 14,5 estarían completamente contaminadas. El trabajo es mayúsculo, pero para ello, la UE financia el 85% de la destrucción de la planta nuclear y el resto lo paga la república báltica. “Creemos que es un acuerdo justo”, sostiene el director quien, pese a que estipula el coste total en 3.400 millones de euros, asegura que faltan unos 1.331 millones más hasta 2027. Por eso revenden el metal descontaminado y los dos millones anuales que sacan de beneficio lo reinvierten en seguir desmontando el gigante nuclear.
El último reducto soviético en territorio comunitario agoniza. Alexander Jegorov, ingeniero físico nuclear de 60 años, lleva toda su vida controlando la radiactividad de las turbinas de Ignalina. Pero los botones y las pantallas que tapizan la sala de control ovalada ya no parpadean. Duermen. Alexander resume a regañadientes cómo se siente: “Triste”.
A las 15.00 horas es el cambio de turno en la moribunda planta. Los 1.500 trabajadores que han quedado para desmontarla dejan los zapatos, el casco y el doble uniforme blanco en el vestuario que cuida con mimo y dedicación la rusa Grazhina, de unos 50 años, para vestirse y pasar por la infinidad de controles que aseguran que nada ni nadie sale de ahí con radiactividad. Poco a poco se reúnen en el patio, bajo unas marquesinas de otra época donde esperan mientras fuman a que seis autobuses los devuelvan a sus casas, en el pueblo de Visaginas, a 10 kilómetros. “¡Antes venían 69 autobuses!”, sostiene la simpática Ina Dauksiene, que lleva 25 años realizando visitas por la central a un precio actual de 57,92 euros.
Ignalina se apaga y Visaginas se vacía. Tomas Liukaitis, director de recursos humanos, asegura que hay un “serio problema” de envejecimiento de los ingenieros y que la empresa intenta “retenerlos el mayor tiempo posible” a base de subsidios y otros beneficios laborales. Aún así, los directivos han identificado que entre 200 y 300 operarios se querrían marchar. “El problema es que no tenemos demanda de empleo y no sabemos cómo los ingenieros y físicos más mayores pueden dar el relevo y traspasar el conocimiento [de una central montada al estilo soviético] a gente más joven”, reconoce. La edad media en Ignalina es de 52 años y el desmantelamiento de toda la planta “ha afectado psicológicamente” a muchos trabajadores, continúa.
Visaginas, sembrada de bloques de cemento, está sufriendo también la muerte lenta de la planta nuclear. En los años noventa, unas 33.000 personas ocupaban los bloques grises uno igual que el siguiente tan característicos del lado oriental del Telón de Acero. Con el cambio de siglo, la población de esta localidad bajó a 29.000. Y en 2016, último año disponible en el registro oficial, solo 19.000 personas habitaban esta inhóspita ciudad fronteriza con Letonia, al norte, y Bielorrusia, al este.