La tormenta perfecta de errores de Sri Lanka

La respuesta oficial a los ataques, plagada de fallos, transmite una grave imagen de incompetencia

Macarena Vidal Liy
Colombo, El País
Un hombre barbado y con una pesada mochila a la espalda frenaba la marcha un momento y acariciaba de pasada la cabeza de una niña en la iglesia de San Sebastián, en Negombo, al oeste de Sri Lanka, el domingo de Pascua. En el mismo momento, otro hombre igualmente barbado con una mochila idéntica se paseaba con gesto confuso entre las mesas del desayuno en un hotel de Colombo, la principal ciudad. Pocos minutos después, junto con otros siete terroristas en otros puntos de la isla, se harían saltar por los aires llevándose las vidas de más de 250 personas, en una cadena de atentados que respondían, según apuntó el Gobierno esrilanqués en los días siguientes, al ataque contra una mezquita en Nueva Zelanda. Pero la reacción del Ejecutivo dejó claro que Sri Lanka no tenía una Jacinta Arden capaz de consolar y unificar a la nación.


Desde el primer momento, la respuesta oficial a uno de los atentados más mortíferos en todo el mundo en lo que va de siglo estuvo plagada de errores y ha dejado una grave imagen de incompetencia que puede tener consecuencias duraderas y profundas en la política del país.

Otros errores, aunque dolorosos, pueden tener una explicación relativamente inocente. Que, tras haber calculado el número de muertos en 359, las autoridades rebajaran de golpe el jueves la cifra oficial en un tercio —a 253— se puede atribuir a las prisas y a las dificultades para recontar cuerpos muy mutilados. Que la policía difundiera como la foto de una sospechosa la de una estudiante en Estados Unidos puede achacarse también a las prisas, a un error del sistema informático.

Pero la impresión más imborrable es lo que quedó al día siguiente de los ataques: que, aparentemente, las rivalidades internas y la ambición personal habían pesado más que el interés y la seguridad de los ciudadanos.

Las autoridades de la isla habían recibido varios avisos de servicios de inteligencia extranjeros —indios, concretamente— sobre la inminencia de atentados contra cristianos y extranjeros. La última alerta, muy detallada, llegó apenas un par de horas antes de las explosiones. Las rencillas internas entre las distintas facciones del Gobierno impidieron que la alerta se difundiera como debía y que se tomaran medidas para parar el golpe.

El presidente, Maithripala Sirisena, y el primer ministro, Ranil Wickremesinghe, están enfrentados desde que el primero intentó cesar al segundo en otoño pasado, pero los tribunales le obligaron a reponerle en el puesto en diciembre. Desde entonces, el jefe de Gobierno no podía participar en las reuniones del Consejo de Seguridad, el órgano responsable de valorar los informes de inteligencia, por lo que no estaba al corriente de las alertas.

Sirisena, en cambio, encabezaba esas reuniones, como responsable de las áreas de Defensa e inteligencia. Aun así, sostiene que también desconocía esa información porque sus ministros y altos cargos no se la comunicaron, algo sobre lo que otros funcionarios han expresado su escepticismo. A petición del presidente, y cuando ya habían pasado varios días, el ministro de Defensa y el jefe de policía presentaron su dimisión, siempre sosteniendo que habían actuado correctamente. Sirisena, al menos de momento, no se plantea seguir sus pasos.

Cuando estallaron las bombas, “los políticos sabían que se preparaba algo. Ellos estaban a salvo. Sus familias estaban a salvo. Pero a la gente no la protegieron. Los ricos se cuidan a sí mismos y somos los pobres los que morimos”, se lamentaba el miércoles una cuñada de Ravindran Fernando, un pequeño comerciante fallecido en la explosión de la iglesia de San Antonio, en Colombo. Esa queja se repetía una y otra vez esta semana en cada conversación sobre los atentados.

En este río revuelto ya hay pescadores buscando su ganancia. El antiguo ministro de Defensa de los tiempos de la guerra, Gotabaya Rajapaksa, ha anunciado que se presentará a las elecciones presidenciales del próximo otoño para impedir que se extienda la amenaza extremista en Sri Lanka. Una noticia de alcance en la isla: este político y su hermano, el expresidente Mahinda Rajapaksa, fueron los responsables de la feroz ofensiva con la que en 2009 se puso fin al conflicto de tres décadas con la guerrilla de la minoría tamil. Una ofensiva tan cruenta que la ONU abrió una investigación por crímenes de guerra.

Rajapaksa asegura que los ataques se hubieran podido evitar si el Gobierno actual no hubiera desmantelado la red de espionaje interno que él desplegó durante la guerra. Este Ejecutivo, dice, “no ha dado prioridad a la seguridad nacional. Estaban en otra cosa. Estaban preocupados por la reconciliación étnica, cuestiones de derechos humanos, libertades individuales”, ha declarado, implicando que no es compatible combinar las dos cosas.

Si finalmente se confirma su entrada en campaña, y se mantiene la exigencia actual entre la mayoría esrilanquesa de mano dura, es posible que los candidatos presidenciales acaben rivalizando sobre quién puede ser más contundente contra el radicalismo. Y quien puede acabar pagando los platos rotos es la comunidad musulmana, es decir, el 10% de los 21 millones de habitantes de la isla.

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