Robert Mueller, el hombre imperturbable que ha marcado la era Trump
El fiscal de la trama rusa combatió con los marines en Vietnam, se plantó ante el presidente Bush y asumió la dirección del FBI tan solo una semana antes del 11-S
Amanda Mars
Washington, El País
El hombre que ha marcado toda la primera parte de la presidencia de Donald Trump se ha convertido en un personaje misterioso, al que apenas se ha visto, ni mucho menos oído, a lo largo de 22 meses que ha durado la investigación federal más relevante en años. El fiscal especial Robert S. Mueller ha conducido las pesquisas sobre la trama rusa bajo un hermetismo absoluto, aparentemente impertérrito ante los ataques del presidente, quien le acusa de llevar a cabo una “caza de brujas”, y de las crecientes críticas de los conservadores. Todo lo que ha querido decir, ha quedado recogido en escritos de acusación. El viernes finalmente, entregó su informe final del Departamento de Justicia. Y lo hizo como todo, en silencio.
El documento, del que aún no habían trascendido detalles el sábado al mediodía, debía poner negro sobre blanco todo lo que Mueller y su equipo han logrado esclarecer sobre la posible conspiración entre Trump -o su entorno- y el Kremlin durante las elecciones presidenciales de 2016, con el objetivo de favorecer la victoria del magnate republicano frente a la candidata demócrata, Hillary Clinton. Cuando recibió el encargo, en mayo de 2017, las alabanzas resultaron unánimes, entre republicanos y demócratas. Si alguien podía garantizar unas indagaciones independientes sobre un asunto tan sensible, ese era ese veterano jurista que además había dirigido el FBI durante una década.
Mueller, de 74 años y aspecto pétreo, ha cosechado una gran reputación de disciplinado, autónomo y detallista hasta la obsesión. Nació en Nueva York en el seno de una familia acomodada, se formó en Princeton y en la Universidad de Virginia, y combatió en Vietnam en el Cuerpo de Marines en el agitado año 1968, lo que le valió una Estrella de Bronce. Fue fiscal federal en San Francisco y Boston y, como jefe de la división criminal, supervisó el procesamiento del mafioso John Gotti o el dictador Manuel Noriega, así como la investigación del atentado del avión Pan American Airlines, de 1988. En 2001, el presidente George W. Bush, hijo, lo nombró director del FBI. Asumió el cargo el 4 de septiembre. El 11, el 11-S, todo cambió para él, para la agencia federal, para Estados Unidos, para medio mundo. A partir de ahí, centró su misión en convertir el FBI en un brazo principal de la lucha antiterrorista, con resultados desiguales.
Cuando acababa su mandato, en 2011, Barack Obama le pidió que siguiese dos años más. Y quien le sustituiría al frente del FBI en 2013 sería precisamente uno de los personajes clave de esta novela de la trama rusa: James Comey. Trump despidió en mayo de 2017, en plena investigación de la trama rusa, al jefe del FBI, lo que suscitó recelos automáticos sobre una posible obstrucción a la justicia y provocó que el caso acabase en manos de un fiscal especial, que resultó ser Mueller.
Comey y Mueller, sin embargo, habían cruzado sus caminos ya mucho antes de haberse pasado el testigo al frente de los federales. En 2004, cuando el primero era número dos del Departamento de Justicia, y el segundo director del FBI, se plantaron ante el presidente Bush hijo y lograron hacerle desistir de su intención de reactivar un programa de espionaje a los ciudadanos estadounidenses que ellos consideraban ilegal. Ambos amenazaron con dimitir y Bush tuvo que da marcha atrás. Este es el elemento de la biografía de ambos que más repitió hace casi dos años, cuando Comey fue despedido y Mueller nombrado fiscal especial, como prueba de la independencia de ambos.
Tanto el actual fiscal general de Estados Unidos, William Barr, como James Comey, han expresado su confianza en el rigor y el buen hacer de Mueller. Comey ha acusado al presidente de Estados Unidos de haberle presionado para que cerrase las investigaciones sobre la trama rusa cuando aún estaban en los primeros compases, con el general Michael Flynn, fugaz consejero de Seguridad Nacional de Trump, como principal sospechoso de colusión.
El despido de Comey o la posibilidad de haber mentido a los investigadores es lo que podría suponer un delito de obstrucción a la justicia por parte del presidente. No se sabe por el momento si Mueller ha hallado en sus indagaciones este u otro presunto delito, ya que, fruto de las pesquisas, se ha podido topar con otras irregularidades. Los demócratas reclaman que el informe del fiscal especial se haga público al completo, más allá de las conclusiones que elabore el departamento de Justicia, pues saben que puede contener mucho material políticamente dañino, sea delictivo o no. Con la mayoría en Congreso, podrían reclamar incluso una comparecencia de Mueller, que se vería entonces obligado a romper su muro de silencio.
Amanda Mars
Washington, El País
El hombre que ha marcado toda la primera parte de la presidencia de Donald Trump se ha convertido en un personaje misterioso, al que apenas se ha visto, ni mucho menos oído, a lo largo de 22 meses que ha durado la investigación federal más relevante en años. El fiscal especial Robert S. Mueller ha conducido las pesquisas sobre la trama rusa bajo un hermetismo absoluto, aparentemente impertérrito ante los ataques del presidente, quien le acusa de llevar a cabo una “caza de brujas”, y de las crecientes críticas de los conservadores. Todo lo que ha querido decir, ha quedado recogido en escritos de acusación. El viernes finalmente, entregó su informe final del Departamento de Justicia. Y lo hizo como todo, en silencio.
El documento, del que aún no habían trascendido detalles el sábado al mediodía, debía poner negro sobre blanco todo lo que Mueller y su equipo han logrado esclarecer sobre la posible conspiración entre Trump -o su entorno- y el Kremlin durante las elecciones presidenciales de 2016, con el objetivo de favorecer la victoria del magnate republicano frente a la candidata demócrata, Hillary Clinton. Cuando recibió el encargo, en mayo de 2017, las alabanzas resultaron unánimes, entre republicanos y demócratas. Si alguien podía garantizar unas indagaciones independientes sobre un asunto tan sensible, ese era ese veterano jurista que además había dirigido el FBI durante una década.
Mueller, de 74 años y aspecto pétreo, ha cosechado una gran reputación de disciplinado, autónomo y detallista hasta la obsesión. Nació en Nueva York en el seno de una familia acomodada, se formó en Princeton y en la Universidad de Virginia, y combatió en Vietnam en el Cuerpo de Marines en el agitado año 1968, lo que le valió una Estrella de Bronce. Fue fiscal federal en San Francisco y Boston y, como jefe de la división criminal, supervisó el procesamiento del mafioso John Gotti o el dictador Manuel Noriega, así como la investigación del atentado del avión Pan American Airlines, de 1988. En 2001, el presidente George W. Bush, hijo, lo nombró director del FBI. Asumió el cargo el 4 de septiembre. El 11, el 11-S, todo cambió para él, para la agencia federal, para Estados Unidos, para medio mundo. A partir de ahí, centró su misión en convertir el FBI en un brazo principal de la lucha antiterrorista, con resultados desiguales.
Cuando acababa su mandato, en 2011, Barack Obama le pidió que siguiese dos años más. Y quien le sustituiría al frente del FBI en 2013 sería precisamente uno de los personajes clave de esta novela de la trama rusa: James Comey. Trump despidió en mayo de 2017, en plena investigación de la trama rusa, al jefe del FBI, lo que suscitó recelos automáticos sobre una posible obstrucción a la justicia y provocó que el caso acabase en manos de un fiscal especial, que resultó ser Mueller.
Comey y Mueller, sin embargo, habían cruzado sus caminos ya mucho antes de haberse pasado el testigo al frente de los federales. En 2004, cuando el primero era número dos del Departamento de Justicia, y el segundo director del FBI, se plantaron ante el presidente Bush hijo y lograron hacerle desistir de su intención de reactivar un programa de espionaje a los ciudadanos estadounidenses que ellos consideraban ilegal. Ambos amenazaron con dimitir y Bush tuvo que da marcha atrás. Este es el elemento de la biografía de ambos que más repitió hace casi dos años, cuando Comey fue despedido y Mueller nombrado fiscal especial, como prueba de la independencia de ambos.
Tanto el actual fiscal general de Estados Unidos, William Barr, como James Comey, han expresado su confianza en el rigor y el buen hacer de Mueller. Comey ha acusado al presidente de Estados Unidos de haberle presionado para que cerrase las investigaciones sobre la trama rusa cuando aún estaban en los primeros compases, con el general Michael Flynn, fugaz consejero de Seguridad Nacional de Trump, como principal sospechoso de colusión.
El despido de Comey o la posibilidad de haber mentido a los investigadores es lo que podría suponer un delito de obstrucción a la justicia por parte del presidente. No se sabe por el momento si Mueller ha hallado en sus indagaciones este u otro presunto delito, ya que, fruto de las pesquisas, se ha podido topar con otras irregularidades. Los demócratas reclaman que el informe del fiscal especial se haga público al completo, más allá de las conclusiones que elabore el departamento de Justicia, pues saben que puede contener mucho material políticamente dañino, sea delictivo o no. Con la mayoría en Congreso, podrían reclamar incluso una comparecencia de Mueller, que se vería entonces obligado a romper su muro de silencio.