Michael Cohen, el abogado de las 100 grabaciones que amenaza a Trump
Admirador del magnate desde niño, quien fuera mano derecha del presidente durante 10 años se ha convertido es uno de sus principales problemas
Amanda Mars
Washington, El País
Michael Cohen trabajó por primera vez para Donald Trump en 2006. El magnate inmobiliario tenía un conflicto con los residentes de uno de sus rascacielos en Nueva York, el Trump World Tower, que querían hacerse con la gestión del edificio y –algo especialmente doloroso para el empresario- quitar su nombre. El abogado, que entonces tenía 40 años, era propietario de uno de los apartamentos y no solo se puso del lado del constructor, sino que se hizo cargo del asunto y venció. Pero su llegada al universo Trump no tenía nada de casual. Para entonces, Cohen ya había comprado varios apartamentos en propiedades del hoy presidente de EE UU, además del de la disputa. Admiraba a ese hombre, revelaría años más tarde, desde que era un alumno de instituto, y había leído su famoso libro, The art of the deal, de 1987, dos veces de cabo a rabo. Tras aquella pelea de vecinos, Trump le dio un puesto de trabajo en su empresa y lo acabó convirtiendo en su hombre de confianza. Cohen tocó el cielo con las manos. Luego, las puso a trabajar en el fango.
El pasado miércoles, en el Congreso, quien fuera mano derecha de Trump durante una década ofreció una especie de tour por las cloacas de Manhattan. Durante siete horas televisadas y bajo juramento, relató cómo amenazó durante años a diestro y siniestro, a cualquiera que pudiera perjudicar los intereses de su jefe, ya fueran colegios para que no difundieran sus datos académicos o periodistas con informaciones dañinas. Contó cómo el constructor inflaba o reducía el valor de sus activos a placer, en función de si a su ego le convenía para entrar en la lista de más ricos de Forbes o si a su bolsillo le urgía pagar menos dinero al fisco. Aseguró que el hoy presidente, en su época de candidato a la presidencia, le ordenó comprar el silencio de dos examantes poco antes de las elecciones con el fin de no perjudicar la campaña, y que le reembolsó parte de ese gasto estando ya en la Casa Blanca (mostró un cheque firmado por él en agosto de 2017). También afirmó que Trump conocía los contactos de un asesor suyo con Wikileaks y que se iban a filtrar los correos robados al Partido Demócrata, uno de los grandes pilares de la trama de injerencia rusa.
Implicó al presidente de Estados Unidos, en resumen, en varios posibles delitos federales, de financiación electoral a irregularidades fiscales, pasando colaboración con potencia extranjera. Lo retrató como un racista, corrupto y casi mafioso. Si la relación de estos dos hombres sobrepasó con mucho la habitual entre abogado y cliente, su ruptura ha desatado las comparaciones con el caso Watergate.
"Si escribes esa historia te arruinaré la vida"
“Soy alguien que arregla cosas”. “Haré lo que sea por proteger al presidente, soy el tipo que se llevaría una bala por protegerle”. “Si escribes una historia que tiene el nombre de Trump con la palabra violación te arruinaré la vida, todo el tiempo que estés en este planeta”. “Me voy a asegurar de que nos encontremos un día en un tribunal y te voy a quitar cada penique, incluso los que no tienes aún”. En los días de vino y rosas, Michael Cohen se jactaba de hacer cualquier cosa por su jefe, con quien le unía el amor por el dinero y el estilo de matón.
Hijo de un superviviente del Holocausto, como se encargó de recordar lacrimosamente en el Capitolio este miércoles, Michael Dean Cohen creció en Long Island, al este de la ciudad de Nueva York, en un ambiente acomodado. Su padre, un polaco que huyó a EE UU, era médico, al igual que su tío, Morton W. Levine, quien a falta de descendencia propia, tuvo algunos pacientes muy conocidos, como la familia mafiosa Lucchese. Cohen estudió Derecho en Michigan y pronto entró a trabajar en un despacho especializado en indemnizaciones de heridos, pero no empezó a ganar dinero de verdad hasta que entró en el negocio de los taxis, en el que le introdujo su suegro ucraniano. El joven abogado se asoció con otro ucraniano, Symon Garber, y empezaron a comprar licencias. Entre finales de los 90 y principios del 2000, llegaron a gestionar 260 coches cuyos conductores les pagaban 100 dólares por turno.
Entonces llegó el ladrillo y una ristra de operaciones inmobiliarias muy peculiares, algunas de ellas, como publicó The New York Times el pasado mayo, con fabulosas plusvalías y pagadas en metálico a través de sociedades de responsabilidad limitada. En octubre de 2011, por ejemplo, una de estas sociedades, domiciliada en el apartamento del abogado, en el edificio Trump Park Avenue, compró un bloque en el sur de Manhattan por 2,1 millones de dólares. Tan solo tres años después, en 2014, lo vendió por cinco veces más (10 millones). Y el mismo día de esa transacción, vendió otros tres edificios por 32 millones también en efectivo (el triple de lo que le habían costado tres años atrás).
Del taxi, al ladrillo y al imperio de Trump
A Trump le cayó en gracia este pequeño tiburón inmobiliario que lo adoraba desde joven y que le había sofocado una revuelta de vecinos. Colaboraron durante 10 años. Cohen llegó a ser vicepresidente de la Trump Organization. El asunto del pago a las mujeres fue una de las últimas misiones que cumplió para su jefe. A poco de las elecciones dio 130.000 dólares a la actriz de cine porno Stormy Daniels y 150.000 a la exmodelo de Playboy Karen McDougal para que callasen sus supuestas relaciones con Trump. Como fue en secreto, y con el objetivo de proteger su imagen, se considera un delito de financiación ilegal. El hoy mandatario admite que él acabó pagando de su bolsillo, pero que lo supo después.
Cohen le tapó –y se tapó a sí mismo- hasta este verano, cuando la justicia le echó el guante. El FBI había registrado en abril su oficina, así como su casa y la habitación de hotel en la que vivía temporalmente, e incautado cajas de documentos, más de una docena de teléfonos móviles, tabletas y ordenadores. También, alrededor de un centenar de grabaciones, entre ellas, las que recogían conversaciones con Trump. El abogado se acabó declarando culpable de evasión fiscal, de financiación opaca de campaña y de haber mentido al Congreso. Fue condenado a tres años de cárcel y señaló al presidente como instigador.
En su testimonio ante el Congreso hizo un retrato demoledor del presidente, pero también de sí mismo, fiel escudero de todas esas andanzas y con un sentido moral muy particular. “Me pidió pagar a una actriz de cine adulto con la que había tenido un idilio y mentirle a su esposa sobre ello, lo cual hice. Mentir a la primera dama es una de las cosas de las que más me arrepiento”, dijo. El abogado de las 100 grabaciones, el hombre que calcula haber amenazado 500 veces en 10 años, que ha evadido al fisco cuatro millones de dólares y admitido mentiras en las investigaciones sobre la injerencia rusa, asegura que haber cubierto a su jefe en un lío de faldas es de lo que más lamenta.
“No soy un hombre perfecto, he hecho cosas de las que no estoy orgulloso y viviré con las consecuencias el resto de mi vida”. Cohen, como aquel viejo comisario de Casablanca, contó al mundo entero entre lágrimas que en Nueva York, y en Washington, se juega.
Amanda Mars
Washington, El País
Michael Cohen trabajó por primera vez para Donald Trump en 2006. El magnate inmobiliario tenía un conflicto con los residentes de uno de sus rascacielos en Nueva York, el Trump World Tower, que querían hacerse con la gestión del edificio y –algo especialmente doloroso para el empresario- quitar su nombre. El abogado, que entonces tenía 40 años, era propietario de uno de los apartamentos y no solo se puso del lado del constructor, sino que se hizo cargo del asunto y venció. Pero su llegada al universo Trump no tenía nada de casual. Para entonces, Cohen ya había comprado varios apartamentos en propiedades del hoy presidente de EE UU, además del de la disputa. Admiraba a ese hombre, revelaría años más tarde, desde que era un alumno de instituto, y había leído su famoso libro, The art of the deal, de 1987, dos veces de cabo a rabo. Tras aquella pelea de vecinos, Trump le dio un puesto de trabajo en su empresa y lo acabó convirtiendo en su hombre de confianza. Cohen tocó el cielo con las manos. Luego, las puso a trabajar en el fango.
El pasado miércoles, en el Congreso, quien fuera mano derecha de Trump durante una década ofreció una especie de tour por las cloacas de Manhattan. Durante siete horas televisadas y bajo juramento, relató cómo amenazó durante años a diestro y siniestro, a cualquiera que pudiera perjudicar los intereses de su jefe, ya fueran colegios para que no difundieran sus datos académicos o periodistas con informaciones dañinas. Contó cómo el constructor inflaba o reducía el valor de sus activos a placer, en función de si a su ego le convenía para entrar en la lista de más ricos de Forbes o si a su bolsillo le urgía pagar menos dinero al fisco. Aseguró que el hoy presidente, en su época de candidato a la presidencia, le ordenó comprar el silencio de dos examantes poco antes de las elecciones con el fin de no perjudicar la campaña, y que le reembolsó parte de ese gasto estando ya en la Casa Blanca (mostró un cheque firmado por él en agosto de 2017). También afirmó que Trump conocía los contactos de un asesor suyo con Wikileaks y que se iban a filtrar los correos robados al Partido Demócrata, uno de los grandes pilares de la trama de injerencia rusa.
Implicó al presidente de Estados Unidos, en resumen, en varios posibles delitos federales, de financiación electoral a irregularidades fiscales, pasando colaboración con potencia extranjera. Lo retrató como un racista, corrupto y casi mafioso. Si la relación de estos dos hombres sobrepasó con mucho la habitual entre abogado y cliente, su ruptura ha desatado las comparaciones con el caso Watergate.
"Si escribes esa historia te arruinaré la vida"
“Soy alguien que arregla cosas”. “Haré lo que sea por proteger al presidente, soy el tipo que se llevaría una bala por protegerle”. “Si escribes una historia que tiene el nombre de Trump con la palabra violación te arruinaré la vida, todo el tiempo que estés en este planeta”. “Me voy a asegurar de que nos encontremos un día en un tribunal y te voy a quitar cada penique, incluso los que no tienes aún”. En los días de vino y rosas, Michael Cohen se jactaba de hacer cualquier cosa por su jefe, con quien le unía el amor por el dinero y el estilo de matón.
Hijo de un superviviente del Holocausto, como se encargó de recordar lacrimosamente en el Capitolio este miércoles, Michael Dean Cohen creció en Long Island, al este de la ciudad de Nueva York, en un ambiente acomodado. Su padre, un polaco que huyó a EE UU, era médico, al igual que su tío, Morton W. Levine, quien a falta de descendencia propia, tuvo algunos pacientes muy conocidos, como la familia mafiosa Lucchese. Cohen estudió Derecho en Michigan y pronto entró a trabajar en un despacho especializado en indemnizaciones de heridos, pero no empezó a ganar dinero de verdad hasta que entró en el negocio de los taxis, en el que le introdujo su suegro ucraniano. El joven abogado se asoció con otro ucraniano, Symon Garber, y empezaron a comprar licencias. Entre finales de los 90 y principios del 2000, llegaron a gestionar 260 coches cuyos conductores les pagaban 100 dólares por turno.
Entonces llegó el ladrillo y una ristra de operaciones inmobiliarias muy peculiares, algunas de ellas, como publicó The New York Times el pasado mayo, con fabulosas plusvalías y pagadas en metálico a través de sociedades de responsabilidad limitada. En octubre de 2011, por ejemplo, una de estas sociedades, domiciliada en el apartamento del abogado, en el edificio Trump Park Avenue, compró un bloque en el sur de Manhattan por 2,1 millones de dólares. Tan solo tres años después, en 2014, lo vendió por cinco veces más (10 millones). Y el mismo día de esa transacción, vendió otros tres edificios por 32 millones también en efectivo (el triple de lo que le habían costado tres años atrás).
Del taxi, al ladrillo y al imperio de Trump
A Trump le cayó en gracia este pequeño tiburón inmobiliario que lo adoraba desde joven y que le había sofocado una revuelta de vecinos. Colaboraron durante 10 años. Cohen llegó a ser vicepresidente de la Trump Organization. El asunto del pago a las mujeres fue una de las últimas misiones que cumplió para su jefe. A poco de las elecciones dio 130.000 dólares a la actriz de cine porno Stormy Daniels y 150.000 a la exmodelo de Playboy Karen McDougal para que callasen sus supuestas relaciones con Trump. Como fue en secreto, y con el objetivo de proteger su imagen, se considera un delito de financiación ilegal. El hoy mandatario admite que él acabó pagando de su bolsillo, pero que lo supo después.
Cohen le tapó –y se tapó a sí mismo- hasta este verano, cuando la justicia le echó el guante. El FBI había registrado en abril su oficina, así como su casa y la habitación de hotel en la que vivía temporalmente, e incautado cajas de documentos, más de una docena de teléfonos móviles, tabletas y ordenadores. También, alrededor de un centenar de grabaciones, entre ellas, las que recogían conversaciones con Trump. El abogado se acabó declarando culpable de evasión fiscal, de financiación opaca de campaña y de haber mentido al Congreso. Fue condenado a tres años de cárcel y señaló al presidente como instigador.
En su testimonio ante el Congreso hizo un retrato demoledor del presidente, pero también de sí mismo, fiel escudero de todas esas andanzas y con un sentido moral muy particular. “Me pidió pagar a una actriz de cine adulto con la que había tenido un idilio y mentirle a su esposa sobre ello, lo cual hice. Mentir a la primera dama es una de las cosas de las que más me arrepiento”, dijo. El abogado de las 100 grabaciones, el hombre que calcula haber amenazado 500 veces en 10 años, que ha evadido al fisco cuatro millones de dólares y admitido mentiras en las investigaciones sobre la injerencia rusa, asegura que haber cubierto a su jefe en un lío de faldas es de lo que más lamenta.
“No soy un hombre perfecto, he hecho cosas de las que no estoy orgulloso y viviré con las consecuencias el resto de mi vida”. Cohen, como aquel viejo comisario de Casablanca, contó al mundo entero entre lágrimas que en Nueva York, y en Washington, se juega.