El regreso del nacionalismo marca el centenario del fin de la Gran Guerra
La conmemoración del fin de la Primera Guerra Mundial reúne en París a mandatarios que defienden modelos políticos antagónicos
Marc Bassets
París, El País
Juntos en París, un siglo después, pero cada uno por su lado. Los líderes de las naciones que participaron en la Primera Guerra Mundial se reúnen este fin de semana para conmemorar el fin del conflicto. Es un momento particular, marcado por el regreso del nacionalismo y la crisis de las instituciones multilaterales. “Soy un nacionalista”, dijo hace unos días el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. “Europa afronta un riesgo: el de desmembrarse por la lepra nacionalista y quedar rebasada por potencias extranjeras”, replicó el presidente francés, Emmanuel Macron, que intenta postularse en Europa y el mundo como la resistencia ante el avance del nacionalismo y el unilateralismo.
Las comparaciones entre la época actual y el mundo de entreguerras proliferan. ¿Catastrofismo gratuito? ¿O útil recordatorio de las lecciones de la historia? Y, ¿es forzosamente, como dice Macron, "una lepra" el nacionalismo? ¿O existe un nacionalismo bueno?
Hace cien años, el 11 de noviembre de 1918, franceses y alemanes firmaron el armisticio que suspendía las hostilidades. La guerra, que había empezado en 1914, dejó millones de muertos y transformó el mapa. Alumbró organizaciones internacionales como la Sociedad De Naciones, la fallida antecesora de la ONU, pero también unas condiciones férreas para los derrotados, que contribuyeron al revanchismo previo a la siguiente guerra.
Este fin de semana, cuando se congregan más de 70 jefes de Estado y de Gobierno en París, entre ellos Trump y el ruso Vladímir Putin, el mundo es radicalmente distinto. Más democrático y estable. Menos violento. Y con unas instituciones internacionales que fuerzan a dirimir en la mesa de negociaciones lo que hace un siglo se dirimía a cañonazos. Pero también es un mundo en el que la arquitectura global instaurada al final de la Segunda Guerra Mundial se agrieta. Trump desaira a los aliados y amenaza con abandonarlos. China y Rusia se reafirman. El prestigio de las democracias liberales se devalúa. De Brasil a Italia, del Brexit a Trump, avanza un nuevo nacionalismo populista. La Unión Europea se divide y la OTAN están en cuestión. Tiempos de repliegue.
"Las razones del fracaso de la paz en 1918 constituyen una llamada de atención para el mundo de 2018", dice a EL PAÍS el politólogo Dominique Moïsi, consejero especial del Instituto Montaigne y autor, entre otros libros, de La geopolítica de las emociones. "En 1918", añade, "vimos que el armisticio no traía la paz, por dos razones importantes. Los vencedores fueron demasiado rígidos en sus exigencias hacia Alemania, y porque la organización internacional que se construyó, la Sociedad De Naciones, fue demasiado débil. Es decir, una mezcla de nacionalismo demasiado fuerte e internacionalismo demasiado débil. Hoy reencontramos esta combinación".
Palabras como pueblo, identidad o nación vuelven al primer plano. "Hay una crisis identitaria ligada a la mundialización", explica Moïsi. "Cuanto más global, interdependiente, transparente es el mundo, más se han lanzado los ciudadanos a una búsqueda identitaria, poniendo de relieve el culto de la diferencia, aunque esta diferencia sea cada vez más marginal. Y ahí vemos el efecto de una mundialización, que para muchos ha sido desdichada".
Nacionalismo es una palabra ambigua, de difícil definición, como populismo. "Muchas personas piensan en el nacionalismo como en una ideología cohesiva, pero aparece en varias formas, incluidas sus versiones de izquierdas y derechas", advierte, en un correo electrónico, Roger Eatwell, coautor con Matthew Goodwin de Populismo nacional: la rebelión contra la democracia liberal, recién publicado en inglés. "Una distinción común es entre el nacionalismo étnico, que es cerrado, en comparación con un nacionalismo cívico que está vinculado con una serie de valores políticos". Algunos han aplicado a estas distinciones palabras diferentes: nacionalismo y patriotismo.
El mismo Macron es heredero de una tradición francesa que podría llamarse nacionalista: la del gaullismo, inspirada por el general De Gaulle, que quiso situar a Francia como potencia capaz de mediar entre las grandes potencias globales. La reunión de París —Macron y Francia, por unas horas, en el centro del tablero— es gaullismo puro. ¿Nacionalismo? Él, europeísta convencido, diría que no. Patriota, si acaso. Hace unos días, dijo en una entrevista con el diario Ouest-France que veía paralelismos entre el mundo actual —"una Europa dividida por los miedos, el repliegue nacionalista, las consecuencias de la crisis económica"— y el de los años posteriores al armisticio de 1918.
El presidente francés, Emmanuel Macron, y la canciller alemana, Angela Merkel, en el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial. ampliar foto
El presidente francés, Emmanuel Macron, y la canciller alemana, Angela Merkel, en el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial. Michel Euler AP
Eatwell no ve el paralelismo entre el nacionalismo que llevó a la Segunda Guerra Mundial y los actuales movimientos, que podrían llamarse nacional-populistas, o nacionalistas de derechas. "Los nacional-populistas no son descarados antidemócratas, y menos fascistas", dice. "En algunos aspectos plantean una amenaza a la democracia. Por ejemplo, refuerzan un creciente alejamiento, incluso una cólera, contra las élites políticas y los expertos. Su oposición a una nueva inmigración, incluso cuando se argumenta razonablemente en términos de la necesidad de personas formadas para un país, tiende a alimentar la xenofobia. Por otro lado, subrayan problemas en el funcionamiento de la democracia liberal: su elitismo, su agenda políticamente correcta o la desatención hacia las clases trabajadoras".
El nuevo nacionalismo es con frecuencia antielitista y antiliberal. Sus enemigos son los que llaman globalistas: los nuevos cosmopolitas. "El nacionalismo se presenta como antídoto a la globalización. Así lo presenta Trump. Dice: 'Estoy contra la globalización y soy nacionalista'", explica por teléfono François Heisbourg, presidente del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, con sede en Londres, y consejero especial de la Fundación para la Investigación Estratégica en París. "A su manera rústica y simple, resume bastante bien la esencia de estos nacionalismos, que es el rechazo de las identidades múltiples, de la complejidad, de la libre circulación de las personas y los bienes".
Heisbourg considera desajustada la comparación que hace Macron entre el mundo actual y el de entreguerras. El nacionalismo actual le recuerda más al del siglo XIX y principios del XX, antes de la Primera Guerra Mundial, que al de los años treinta. El paralelismo con los años treinta lo ve en otro lugar. "No veo movimientos fascistas potentes", dice. "Hoy este movimiento ideológico, totalitario, violento y organizado, es Daesh, los yihadistas".
Marc Bassets
París, El País
Juntos en París, un siglo después, pero cada uno por su lado. Los líderes de las naciones que participaron en la Primera Guerra Mundial se reúnen este fin de semana para conmemorar el fin del conflicto. Es un momento particular, marcado por el regreso del nacionalismo y la crisis de las instituciones multilaterales. “Soy un nacionalista”, dijo hace unos días el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. “Europa afronta un riesgo: el de desmembrarse por la lepra nacionalista y quedar rebasada por potencias extranjeras”, replicó el presidente francés, Emmanuel Macron, que intenta postularse en Europa y el mundo como la resistencia ante el avance del nacionalismo y el unilateralismo.
Las comparaciones entre la época actual y el mundo de entreguerras proliferan. ¿Catastrofismo gratuito? ¿O útil recordatorio de las lecciones de la historia? Y, ¿es forzosamente, como dice Macron, "una lepra" el nacionalismo? ¿O existe un nacionalismo bueno?
Hace cien años, el 11 de noviembre de 1918, franceses y alemanes firmaron el armisticio que suspendía las hostilidades. La guerra, que había empezado en 1914, dejó millones de muertos y transformó el mapa. Alumbró organizaciones internacionales como la Sociedad De Naciones, la fallida antecesora de la ONU, pero también unas condiciones férreas para los derrotados, que contribuyeron al revanchismo previo a la siguiente guerra.
Este fin de semana, cuando se congregan más de 70 jefes de Estado y de Gobierno en París, entre ellos Trump y el ruso Vladímir Putin, el mundo es radicalmente distinto. Más democrático y estable. Menos violento. Y con unas instituciones internacionales que fuerzan a dirimir en la mesa de negociaciones lo que hace un siglo se dirimía a cañonazos. Pero también es un mundo en el que la arquitectura global instaurada al final de la Segunda Guerra Mundial se agrieta. Trump desaira a los aliados y amenaza con abandonarlos. China y Rusia se reafirman. El prestigio de las democracias liberales se devalúa. De Brasil a Italia, del Brexit a Trump, avanza un nuevo nacionalismo populista. La Unión Europea se divide y la OTAN están en cuestión. Tiempos de repliegue.
"Las razones del fracaso de la paz en 1918 constituyen una llamada de atención para el mundo de 2018", dice a EL PAÍS el politólogo Dominique Moïsi, consejero especial del Instituto Montaigne y autor, entre otros libros, de La geopolítica de las emociones. "En 1918", añade, "vimos que el armisticio no traía la paz, por dos razones importantes. Los vencedores fueron demasiado rígidos en sus exigencias hacia Alemania, y porque la organización internacional que se construyó, la Sociedad De Naciones, fue demasiado débil. Es decir, una mezcla de nacionalismo demasiado fuerte e internacionalismo demasiado débil. Hoy reencontramos esta combinación".
Palabras como pueblo, identidad o nación vuelven al primer plano. "Hay una crisis identitaria ligada a la mundialización", explica Moïsi. "Cuanto más global, interdependiente, transparente es el mundo, más se han lanzado los ciudadanos a una búsqueda identitaria, poniendo de relieve el culto de la diferencia, aunque esta diferencia sea cada vez más marginal. Y ahí vemos el efecto de una mundialización, que para muchos ha sido desdichada".
Nacionalismo es una palabra ambigua, de difícil definición, como populismo. "Muchas personas piensan en el nacionalismo como en una ideología cohesiva, pero aparece en varias formas, incluidas sus versiones de izquierdas y derechas", advierte, en un correo electrónico, Roger Eatwell, coautor con Matthew Goodwin de Populismo nacional: la rebelión contra la democracia liberal, recién publicado en inglés. "Una distinción común es entre el nacionalismo étnico, que es cerrado, en comparación con un nacionalismo cívico que está vinculado con una serie de valores políticos". Algunos han aplicado a estas distinciones palabras diferentes: nacionalismo y patriotismo.
El mismo Macron es heredero de una tradición francesa que podría llamarse nacionalista: la del gaullismo, inspirada por el general De Gaulle, que quiso situar a Francia como potencia capaz de mediar entre las grandes potencias globales. La reunión de París —Macron y Francia, por unas horas, en el centro del tablero— es gaullismo puro. ¿Nacionalismo? Él, europeísta convencido, diría que no. Patriota, si acaso. Hace unos días, dijo en una entrevista con el diario Ouest-France que veía paralelismos entre el mundo actual —"una Europa dividida por los miedos, el repliegue nacionalista, las consecuencias de la crisis económica"— y el de los años posteriores al armisticio de 1918.
El presidente francés, Emmanuel Macron, y la canciller alemana, Angela Merkel, en el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial. ampliar foto
El presidente francés, Emmanuel Macron, y la canciller alemana, Angela Merkel, en el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial. Michel Euler AP
Eatwell no ve el paralelismo entre el nacionalismo que llevó a la Segunda Guerra Mundial y los actuales movimientos, que podrían llamarse nacional-populistas, o nacionalistas de derechas. "Los nacional-populistas no son descarados antidemócratas, y menos fascistas", dice. "En algunos aspectos plantean una amenaza a la democracia. Por ejemplo, refuerzan un creciente alejamiento, incluso una cólera, contra las élites políticas y los expertos. Su oposición a una nueva inmigración, incluso cuando se argumenta razonablemente en términos de la necesidad de personas formadas para un país, tiende a alimentar la xenofobia. Por otro lado, subrayan problemas en el funcionamiento de la democracia liberal: su elitismo, su agenda políticamente correcta o la desatención hacia las clases trabajadoras".
El nuevo nacionalismo es con frecuencia antielitista y antiliberal. Sus enemigos son los que llaman globalistas: los nuevos cosmopolitas. "El nacionalismo se presenta como antídoto a la globalización. Así lo presenta Trump. Dice: 'Estoy contra la globalización y soy nacionalista'", explica por teléfono François Heisbourg, presidente del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, con sede en Londres, y consejero especial de la Fundación para la Investigación Estratégica en París. "A su manera rústica y simple, resume bastante bien la esencia de estos nacionalismos, que es el rechazo de las identidades múltiples, de la complejidad, de la libre circulación de las personas y los bienes".
Heisbourg considera desajustada la comparación que hace Macron entre el mundo actual y el de entreguerras. El nacionalismo actual le recuerda más al del siglo XIX y principios del XX, antes de la Primera Guerra Mundial, que al de los años treinta. El paralelismo con los años treinta lo ve en otro lugar. "No veo movimientos fascistas potentes", dice. "Hoy este movimiento ideológico, totalitario, violento y organizado, es Daesh, los yihadistas".