La irrupción del odio en la campaña pone a prueba a Trump
Su reacción tras el masivo envío de paquetes bomba y el atentado antisemita en Pittsburgh lleva el foco a la autoridad moral del presidente en momentos críticos y su efecto crispador
Pablo Guimón
Washington, El País
El odio ha irrumpido en el final de la ya crispada campaña de las legislativas de EE UU, y ha provocado un escrutinio público del polarizador estilo del presidente. Un día después de que la policía arrestara a un forofo de Donald Trump por el envío de paquetes bomba a destacados críticos, un radical antisemita mataba a 11 personas en una sinagoga de Pittsburgh. Pero, para el presidente, “el enemigo del pueblo” es la prensa. La reacción de Trump dirige el foco hacia su autoridad moral en momentos críticos y su tendencia a ahondar en las divisiones que lastran el país en lugar de contribuir a la unidad.
Ya el domingo por la noche, al día siguiente del más mortífero atentado antisemita de la historia del país, el dedo acusador del presidente señalaba con dureza a los medios de comunicación. Este lunes, a primera hora, volvía a la carga: “Hay una gran indignación en nuestro país, causada en parte por el inexacto y a menudo incluso fraudulento trabajo de las noticias. Los medios de las noticias falsas, el verdadero enemigo del pueblo, deben parar la hostilidad abierta y obvia y contar las noticias de manera exacta y justa. Eso hará mucho por apagar la llama de la indignación y furia y entonces podremos unir a todas las partes en paz y armonía. ¡Las noticias falsas deben terminar!”.
Trump condenó con rapidez el “acto antisemita” el sábado, pero no encontró motivos para cambiar su agenda y, solo después de que intercedieran su hija y su yerno, Ivanka Trump y Jared Kushner, ambos judíos, realizó planes para viajar a Pittsburgh. En sus primeros mensajes de condena del ataque, durante un encuentro con periodistas en Indiana, aprovechó para mostrar su voluntad de “reforzar las leyes relacionadas con la pena de muerte”.
Poco tardó Trump en entrar en su particular modo partidista. En un mitin en Illinois, la misma noche del sábado, arremetió duramente contra la congresista demócrata Maxine Waters, que fue uno de los objetivos de la oleada de paquetes bomba, que no llegaron a detonar, enviados por un seguidor del presidente a destacadas figuras críticas con su figura. A otro de los destinatarios de los paquetes, el millonario progresista Tom Steyer, le tocó el domingo por la mañana ser el foco de la ira de Trump. Entre uno y otro ataques, en medio del duelo por las 11 personas asesinadas en la sinagoga, el presidente tuiteó sobre béisbol.
Igual que tras el ataque antisemita de Pittsburgh, el presidente también señaló a la prensa como responsable de la crispación que sirve de caldo de cultivo a actos como el que perpetró supuestamente su seguidor. Y optó por una insólita lectura en clave electoral de unos hechos que incluyeron ataques frustrados a dos expresidentes, un exvicepresidente y una ex secretaria de Estado. “Los republicanos lo estamos haciendo tan bien en el voto anticipado, y en las encuestas, y ahora esta cosa de las ‘bombas’ pasa y la inercia se frena”, tuiteó.
Su errática y moralmente discutible respuesta a los dos episodios violentos ha llevado a muchos, incluso dentro de las propias filas republicanas, a cuestionar la capacidad de Trump de desplegar un liderazgo responsable en momentos de crisis. Su encendida retórica vuelve al centro del debate a solo una semana de las elecciones. Sus más incondicionales acusan a los críticos de aprovechar estos actos aislados de extremistas para atacar al presidente. Lo que es evidente es poco han contribuido las palabras de Trump para sanar las heridas de las que los últimos episodios violentos constituyen manifestaciones extremas.
De manera más o menos deliberada, Trump ha construido su movimiento coqueteando con los elementos más extremistas de la sociedad y con las teorías conspirativas de la derecha. Tras los disturbios racistas en Charlottesville, Virginia, el año pasado, el presidente exhibió una insólita equidistancia entre los grupos neonazis y aquellos que se concentraron para contrarrestarlos. En sus mítines se mofa del concepto mismo de “presidencial” y su equipo sufre para lograr que haga lo que se considera que un presidente debe hacer. Uno de los pilares de su discurso se basa en despreciar todo lo que suene a corrección política. Sus bases quieren pelea y él se muestra dispuesto a dársela.
Pablo Guimón
Washington, El País
El odio ha irrumpido en el final de la ya crispada campaña de las legislativas de EE UU, y ha provocado un escrutinio público del polarizador estilo del presidente. Un día después de que la policía arrestara a un forofo de Donald Trump por el envío de paquetes bomba a destacados críticos, un radical antisemita mataba a 11 personas en una sinagoga de Pittsburgh. Pero, para el presidente, “el enemigo del pueblo” es la prensa. La reacción de Trump dirige el foco hacia su autoridad moral en momentos críticos y su tendencia a ahondar en las divisiones que lastran el país en lugar de contribuir a la unidad.
Ya el domingo por la noche, al día siguiente del más mortífero atentado antisemita de la historia del país, el dedo acusador del presidente señalaba con dureza a los medios de comunicación. Este lunes, a primera hora, volvía a la carga: “Hay una gran indignación en nuestro país, causada en parte por el inexacto y a menudo incluso fraudulento trabajo de las noticias. Los medios de las noticias falsas, el verdadero enemigo del pueblo, deben parar la hostilidad abierta y obvia y contar las noticias de manera exacta y justa. Eso hará mucho por apagar la llama de la indignación y furia y entonces podremos unir a todas las partes en paz y armonía. ¡Las noticias falsas deben terminar!”.
Trump condenó con rapidez el “acto antisemita” el sábado, pero no encontró motivos para cambiar su agenda y, solo después de que intercedieran su hija y su yerno, Ivanka Trump y Jared Kushner, ambos judíos, realizó planes para viajar a Pittsburgh. En sus primeros mensajes de condena del ataque, durante un encuentro con periodistas en Indiana, aprovechó para mostrar su voluntad de “reforzar las leyes relacionadas con la pena de muerte”.
Poco tardó Trump en entrar en su particular modo partidista. En un mitin en Illinois, la misma noche del sábado, arremetió duramente contra la congresista demócrata Maxine Waters, que fue uno de los objetivos de la oleada de paquetes bomba, que no llegaron a detonar, enviados por un seguidor del presidente a destacadas figuras críticas con su figura. A otro de los destinatarios de los paquetes, el millonario progresista Tom Steyer, le tocó el domingo por la mañana ser el foco de la ira de Trump. Entre uno y otro ataques, en medio del duelo por las 11 personas asesinadas en la sinagoga, el presidente tuiteó sobre béisbol.
Igual que tras el ataque antisemita de Pittsburgh, el presidente también señaló a la prensa como responsable de la crispación que sirve de caldo de cultivo a actos como el que perpetró supuestamente su seguidor. Y optó por una insólita lectura en clave electoral de unos hechos que incluyeron ataques frustrados a dos expresidentes, un exvicepresidente y una ex secretaria de Estado. “Los republicanos lo estamos haciendo tan bien en el voto anticipado, y en las encuestas, y ahora esta cosa de las ‘bombas’ pasa y la inercia se frena”, tuiteó.
Su errática y moralmente discutible respuesta a los dos episodios violentos ha llevado a muchos, incluso dentro de las propias filas republicanas, a cuestionar la capacidad de Trump de desplegar un liderazgo responsable en momentos de crisis. Su encendida retórica vuelve al centro del debate a solo una semana de las elecciones. Sus más incondicionales acusan a los críticos de aprovechar estos actos aislados de extremistas para atacar al presidente. Lo que es evidente es poco han contribuido las palabras de Trump para sanar las heridas de las que los últimos episodios violentos constituyen manifestaciones extremas.
De manera más o menos deliberada, Trump ha construido su movimiento coqueteando con los elementos más extremistas de la sociedad y con las teorías conspirativas de la derecha. Tras los disturbios racistas en Charlottesville, Virginia, el año pasado, el presidente exhibió una insólita equidistancia entre los grupos neonazis y aquellos que se concentraron para contrarrestarlos. En sus mítines se mofa del concepto mismo de “presidencial” y su equipo sufre para lograr que haga lo que se considera que un presidente debe hacer. Uno de los pilares de su discurso se basa en despreciar todo lo que suene a corrección política. Sus bases quieren pelea y él se muestra dispuesto a dársela.