El Brasil sin ley que arma los planes de Bolsonaro
La creciente inseguridad ha dado munición al discurso demagógico del candidato ultraderechista. Muchos vecinos de las favelas temen que sus propuestas radicales empeoren la situación
Felipe Betim
Río de Janeiro, El País
El Brasil del que alerta Jair Bolsonaro ya existe. Lo sufre Arthur Viana, que es negro y vive en una favela de Río de Janeiro. O por eso mismo. Hace unos 10 años, estaba con unos amigos, al salir de la escuela, cuando se desató la locura. En la zona había grupos armados, “como siempre”, y también policías de incógnito. Agentes que comenzaron el tiroteo. La calle estaba repleta. “No podía mirar si alguien se había quedado en el camino, fue un trauma”. Con 21 años, ha perdido amigos, familiares. A su tío, que era miembro de esos grupos criminales. “Ya se había rendido y debía ser detenido y procesado, pero dio igual, un policía lo acuchilló. Hoy mi primo, de tres años, sigue con miedo porque sabe lo que ocurrió”.
Lo sufre Lucas Fordes, de 16 años, físicamente un clon del futbolista MBappe, que se mueve inquieto en una silla con ruedas mientras escucha a Viana, antes de contar su caso. Sus historias: la del día en que lo policías entraron en la escuela a buscar un atracador que había robado un móvil y amenazaron con disparar. O el periodo en el que el Ejército tomó el control de la favela de Maré, donde vive, antes de los Juegos Olímpicos de Río de 2016. “No podía andar con tranquilidad en la calle sin ser abordado o revisado”. La noche en que mataron a su padre: una madrugada, durante el periodo de ocupación militar, estaba bailando funk, bebiendo con unos amigos, cuando los militares se acercaron y en un choque con ellos le propinaron unas descargas eléctricas. Había testigos, pero no pasó nada. El caso sigue pendiente de una decisión judicial. “Se está tramitando”, dice.
También, en otra medida, lo sufren en el selecto barrio de Ipanema, donde Fernanda Franco, de 35 años, frente a una librería, asegura que “todo esto es muy peligroso” y recuerda que le han intentado atracar en dos ocasiones con un arma en el último año. Por eso, dice, votará a Bolsonaro, aunque la mueca que hace esconde una suerte de petición de perdón.
En el país más grande de América Latina los datos de las muertes violentas no han parado de subir en los últimos años. En 2017 batió un récord, 63.880 homicidios, unos siete por hora. Indignados, los ciudadanos quieren respuestas rápidas. Y el candidato de extrema derecha, favorito para la victoria este domingo, se las da. La ola de inseguridad es munición para sus propuestas. Con un duro discurso que refleja toda esa indignación, acompañado por su característico gesto en el que simula una pistola con el pulgar y el índice, Bolsonaro propone facilitar el acceso a las armas de la gente; estimular que los policías maten, al decir que más que ser procesado, quien ejecute a un criminal deberá ser condecorado; y endurecer el código penal, para incrementar de presos las ya superpobladas cárceles. Más que un antídoto, muchos temen que esto propicie un incremento de la violencia y que su puesta en marcha le convierta en una versión tropical del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte.
“Esas medidas son demagógicas, populistas y electorales”, resume Silvia Ramos, socióloga y experta en seguridad pública. Lo único que le tranquiliza es que para poner en marcha los planes que tiene, Bolsonaro deberá cambiar decretos, nuevas leyes, modificar la Constitución, para que necesitará apoyos de todo el arco político. “Si lo logra, esas medidas desatarán las cifras de violencia”, advierte Ramos, quien sitúa el foco en la vecina Venezuela, el flanco preferido, por otra parte, de Bolsonaro para atacar a Haddad. En línea con millones de sus seguidores, el candidato ultra ha hecho calar la idea de que un posible triunfo del Partido de los Trabajadores convertiría a Brasil en un clon de su vecino por su pasada simpatía con el régimen chavista. No obstante, son las intenciones de Bolsonaro las que más se asemejan a las de Maduro, que ha puesto en marcha las Operaciones para la Liberación y Protección del Pueblo (OLP) y fortalecido los colectivos, los grupos equivalentes a lo que en Brasil se denomina milicias.
El fenómeno de las milicias se concentra sobre todo en el Estado de Río de Janeiro. Se trata de grupos paramilitares, formados sobre todo por policías o bomberos, en servicio o en la reserva, que controlan territorios en la zona oeste de la capital u otros municipios. Prometían llevar seguridad a esos sitios, por lo que durante mucho tiempo han sido respaldados por políticos. Pero al fin y al cabo implantaron un régimen de terror y extorsión. Controlan los servicios de gas, agua e internet, disputan territorios con el narcotráfico y se presentan a elecciones. “Con Bolsonaro, si los controles sociales del uso de la violencia dejan de existir, significa que un policía estará libre para hacer lo que quiera. Para sobornar o unirse a grupos de exterminio y grupos milicianos”, explica Daniel Cerqueira, economista del Instituto de Investigación Económica Aplicada y consejero del Fórum de Seguridad Pública. “La violencia policial siempre viene con la corrupción. El policía que tiene autorización para matar también tiene la autorización para extorsionar”, añade la socióloga Ramos.
“Si incentivamos que la policía mate aun más y que la gente tenga armas, apelando a la violencia y el odio, estamos creando un terreno fértil para que esos grupos se expandan”, opina Ignacio Cano, sociólogo de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (UERJ), quien añade: “Los policías brasileños reconocen que matan a más de 5.000 personas al año, sin contar las ejecuciones sumarias. Eso va a aumentar con Bolsonaro, cuando dice que el policía no va a ser procesado. Los policías casi nunca son procesados”.
Da fe de ello Denise de Moraes, de 53 años. Hace cuatro que un policía mató a su hijo Caio, de 20. Durante una manifestación en el Complejo de Favelas do Alemão recibió un tiro en la espalda. El crimen sigue impune. “La policía va a tener [si gana Bolsonaro] más poder del que ya tiene”, lamenta esta comerciante, a quien un triunfo de Haddad tampoco le convence. “Yo lo que quiero es un desarme, a mi familia la han matado las armas”. El agente que disparó a su hijo pertenecía a ese batallón que lleva un nombre que termina por resultar una paradoja macabra: Unidad de Policia Pacificadora (UPP). En el edificio de la comunidad Nova Brasília, la comisaría a la que pertenecía, en pleno Alemão, son visibles los boquetes que los disparos de armas pesadas han dejado. Sería inútil taparlos, los enfrentamientos son constantes. Mariete, una señora mayor, camina esta mañana lluviosa de jueves cerca de la comisaría baleada. Mira de reojo a algunos policías apostados y con desprecio comienza a contar que el día anterior un señor de unos 70 años murió de una bala perdida. Que, día tras día, con el cambio de guardia, la policía entra insultando, que todos saben quienes son. Que los enfrentamientos entre agentes y criminales se producen por la mañana. Y nadie hace nada.
“Los vecinos saben lo que quieren, lo que necesitan. Lo entienden muy bien”, dice a unos kilómetros de ahí Arthur Viana, el joven que decidió ser activista después del asesinato de Marielle Franco, una concejal negra que se crió en la favela. Luchaba contra la política de guerra contra las drogas que todos los años mata a miles de jóvenes, sobre todo negros, en las periferias de Brasil. “Si no hacemos los nuestros seguirán muriéndose. El reto es construir una comunidad, uniendo a quienes son de derechas, quienes votan a Bolsonaro, que también saben que las cosas tienen que mejorar, y los activistas de derechos humanos”. Con aplomo: “La guerra contra las drogas es una excusa para mantener el control social. Es una cuestión económica, porque hay personas que se están lucrando, y esas personas no viven aquí. A los políticos les gusta jugar con el miedo de las personas desde siempre”.
Viana, como Marielle Franco, nació y creció en el Complejo da Maré, un conglomerado de 16 favelas donde viven 140.000 habitantes, controlado por varios grupos armados. Ubicado entre dos importantes vías de Río, el último año se realizaron 41 operaciones policiales, los centros de salud estuvieron cerrados durante 45 días y las escuelas no funcionaron 35, según la ONG Redes da Maré. En una actividad de esta organización, el pasado jueves, Viana y Lucas Fordes se reunieron con un grupo de niños y niñas que hace pocos años eran ellos mismos. Llevaban folletos que recordaban qué puede y no puede hacer la policía al entrar: “El policía tiene que identificarse y decir su puesto… Pero no puede ofender a una persona”, recordaban. Son derechos básicos que no acaban de llegar a Maré.
Cuando al final trataron de que los chicos contribuyesen al debate, solo Cauã, de 14 años, se animó a hablar: “Todo esto ocurre porque no conviven con nosotros aquí dentro, no saben por lo que pasamos. Lo que más nos perjudica no son los bandidos o las drogas, sino los gobernadores, la policía. ¿Cómo vamos a tener una mejor educación si hay tres operaciones policiales todos los meses?”
Felipe Betim
Río de Janeiro, El País
El Brasil del que alerta Jair Bolsonaro ya existe. Lo sufre Arthur Viana, que es negro y vive en una favela de Río de Janeiro. O por eso mismo. Hace unos 10 años, estaba con unos amigos, al salir de la escuela, cuando se desató la locura. En la zona había grupos armados, “como siempre”, y también policías de incógnito. Agentes que comenzaron el tiroteo. La calle estaba repleta. “No podía mirar si alguien se había quedado en el camino, fue un trauma”. Con 21 años, ha perdido amigos, familiares. A su tío, que era miembro de esos grupos criminales. “Ya se había rendido y debía ser detenido y procesado, pero dio igual, un policía lo acuchilló. Hoy mi primo, de tres años, sigue con miedo porque sabe lo que ocurrió”.
Lo sufre Lucas Fordes, de 16 años, físicamente un clon del futbolista MBappe, que se mueve inquieto en una silla con ruedas mientras escucha a Viana, antes de contar su caso. Sus historias: la del día en que lo policías entraron en la escuela a buscar un atracador que había robado un móvil y amenazaron con disparar. O el periodo en el que el Ejército tomó el control de la favela de Maré, donde vive, antes de los Juegos Olímpicos de Río de 2016. “No podía andar con tranquilidad en la calle sin ser abordado o revisado”. La noche en que mataron a su padre: una madrugada, durante el periodo de ocupación militar, estaba bailando funk, bebiendo con unos amigos, cuando los militares se acercaron y en un choque con ellos le propinaron unas descargas eléctricas. Había testigos, pero no pasó nada. El caso sigue pendiente de una decisión judicial. “Se está tramitando”, dice.
También, en otra medida, lo sufren en el selecto barrio de Ipanema, donde Fernanda Franco, de 35 años, frente a una librería, asegura que “todo esto es muy peligroso” y recuerda que le han intentado atracar en dos ocasiones con un arma en el último año. Por eso, dice, votará a Bolsonaro, aunque la mueca que hace esconde una suerte de petición de perdón.
En el país más grande de América Latina los datos de las muertes violentas no han parado de subir en los últimos años. En 2017 batió un récord, 63.880 homicidios, unos siete por hora. Indignados, los ciudadanos quieren respuestas rápidas. Y el candidato de extrema derecha, favorito para la victoria este domingo, se las da. La ola de inseguridad es munición para sus propuestas. Con un duro discurso que refleja toda esa indignación, acompañado por su característico gesto en el que simula una pistola con el pulgar y el índice, Bolsonaro propone facilitar el acceso a las armas de la gente; estimular que los policías maten, al decir que más que ser procesado, quien ejecute a un criminal deberá ser condecorado; y endurecer el código penal, para incrementar de presos las ya superpobladas cárceles. Más que un antídoto, muchos temen que esto propicie un incremento de la violencia y que su puesta en marcha le convierta en una versión tropical del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte.
“Esas medidas son demagógicas, populistas y electorales”, resume Silvia Ramos, socióloga y experta en seguridad pública. Lo único que le tranquiliza es que para poner en marcha los planes que tiene, Bolsonaro deberá cambiar decretos, nuevas leyes, modificar la Constitución, para que necesitará apoyos de todo el arco político. “Si lo logra, esas medidas desatarán las cifras de violencia”, advierte Ramos, quien sitúa el foco en la vecina Venezuela, el flanco preferido, por otra parte, de Bolsonaro para atacar a Haddad. En línea con millones de sus seguidores, el candidato ultra ha hecho calar la idea de que un posible triunfo del Partido de los Trabajadores convertiría a Brasil en un clon de su vecino por su pasada simpatía con el régimen chavista. No obstante, son las intenciones de Bolsonaro las que más se asemejan a las de Maduro, que ha puesto en marcha las Operaciones para la Liberación y Protección del Pueblo (OLP) y fortalecido los colectivos, los grupos equivalentes a lo que en Brasil se denomina milicias.
El fenómeno de las milicias se concentra sobre todo en el Estado de Río de Janeiro. Se trata de grupos paramilitares, formados sobre todo por policías o bomberos, en servicio o en la reserva, que controlan territorios en la zona oeste de la capital u otros municipios. Prometían llevar seguridad a esos sitios, por lo que durante mucho tiempo han sido respaldados por políticos. Pero al fin y al cabo implantaron un régimen de terror y extorsión. Controlan los servicios de gas, agua e internet, disputan territorios con el narcotráfico y se presentan a elecciones. “Con Bolsonaro, si los controles sociales del uso de la violencia dejan de existir, significa que un policía estará libre para hacer lo que quiera. Para sobornar o unirse a grupos de exterminio y grupos milicianos”, explica Daniel Cerqueira, economista del Instituto de Investigación Económica Aplicada y consejero del Fórum de Seguridad Pública. “La violencia policial siempre viene con la corrupción. El policía que tiene autorización para matar también tiene la autorización para extorsionar”, añade la socióloga Ramos.
“Si incentivamos que la policía mate aun más y que la gente tenga armas, apelando a la violencia y el odio, estamos creando un terreno fértil para que esos grupos se expandan”, opina Ignacio Cano, sociólogo de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (UERJ), quien añade: “Los policías brasileños reconocen que matan a más de 5.000 personas al año, sin contar las ejecuciones sumarias. Eso va a aumentar con Bolsonaro, cuando dice que el policía no va a ser procesado. Los policías casi nunca son procesados”.
Da fe de ello Denise de Moraes, de 53 años. Hace cuatro que un policía mató a su hijo Caio, de 20. Durante una manifestación en el Complejo de Favelas do Alemão recibió un tiro en la espalda. El crimen sigue impune. “La policía va a tener [si gana Bolsonaro] más poder del que ya tiene”, lamenta esta comerciante, a quien un triunfo de Haddad tampoco le convence. “Yo lo que quiero es un desarme, a mi familia la han matado las armas”. El agente que disparó a su hijo pertenecía a ese batallón que lleva un nombre que termina por resultar una paradoja macabra: Unidad de Policia Pacificadora (UPP). En el edificio de la comunidad Nova Brasília, la comisaría a la que pertenecía, en pleno Alemão, son visibles los boquetes que los disparos de armas pesadas han dejado. Sería inútil taparlos, los enfrentamientos son constantes. Mariete, una señora mayor, camina esta mañana lluviosa de jueves cerca de la comisaría baleada. Mira de reojo a algunos policías apostados y con desprecio comienza a contar que el día anterior un señor de unos 70 años murió de una bala perdida. Que, día tras día, con el cambio de guardia, la policía entra insultando, que todos saben quienes son. Que los enfrentamientos entre agentes y criminales se producen por la mañana. Y nadie hace nada.
“Los vecinos saben lo que quieren, lo que necesitan. Lo entienden muy bien”, dice a unos kilómetros de ahí Arthur Viana, el joven que decidió ser activista después del asesinato de Marielle Franco, una concejal negra que se crió en la favela. Luchaba contra la política de guerra contra las drogas que todos los años mata a miles de jóvenes, sobre todo negros, en las periferias de Brasil. “Si no hacemos los nuestros seguirán muriéndose. El reto es construir una comunidad, uniendo a quienes son de derechas, quienes votan a Bolsonaro, que también saben que las cosas tienen que mejorar, y los activistas de derechos humanos”. Con aplomo: “La guerra contra las drogas es una excusa para mantener el control social. Es una cuestión económica, porque hay personas que se están lucrando, y esas personas no viven aquí. A los políticos les gusta jugar con el miedo de las personas desde siempre”.
Viana, como Marielle Franco, nació y creció en el Complejo da Maré, un conglomerado de 16 favelas donde viven 140.000 habitantes, controlado por varios grupos armados. Ubicado entre dos importantes vías de Río, el último año se realizaron 41 operaciones policiales, los centros de salud estuvieron cerrados durante 45 días y las escuelas no funcionaron 35, según la ONG Redes da Maré. En una actividad de esta organización, el pasado jueves, Viana y Lucas Fordes se reunieron con un grupo de niños y niñas que hace pocos años eran ellos mismos. Llevaban folletos que recordaban qué puede y no puede hacer la policía al entrar: “El policía tiene que identificarse y decir su puesto… Pero no puede ofender a una persona”, recordaban. Son derechos básicos que no acaban de llegar a Maré.
Cuando al final trataron de que los chicos contribuyesen al debate, solo Cauã, de 14 años, se animó a hablar: “Todo esto ocurre porque no conviven con nosotros aquí dentro, no saben por lo que pasamos. Lo que más nos perjudica no son los bandidos o las drogas, sino los gobernadores, la policía. ¿Cómo vamos a tener una mejor educación si hay tres operaciones policiales todos los meses?”