El amor-odio de Trump hacia la prensa
Entrevistas improvidadas, ruedas de prensa interminables y disparatadas... El presidente estadounidense ha declarado a los medios el “enemigo del pueblo”, pero es adicto a ellos.
Amanda Mars
Washington, El País
Sobre la alergia de Donald Trump a la prensa crítica han corrido ríos de tinta. Ya como candidato presidencial, insultaba a los periódicos y televisiones e incluso amagó, si ganaba, con modificar las leyes sobre el libelo para poder denunciar las coberturas informativas que considerase injustas. Nada más llegar a la Casa Blanca, calificó a los periodistas como “la gente más deshonesta de la Tierra” y a los medios, en general, como los “enemigos del pueblo”. Casi dos años después de su victoria electoral, las cosas no han mejorado: el presidente sigue llamándolos mentirosos día sí y día también, hasta el punto de que hasta dos instancias de la ONU le han acusado de poner en peligro “la libertad de prensa”. Y continúan los ataques y los abucheos en sus mítines. Solo la cadena conservadora Fox y otros de la misma cuerda se libran.
Pero tan evidente resulta este desprecio, crudo y directo, hacia el periodismo que le critica como la naturaleza mediática de su persona. Trump es una criatura rabiosamente televisiva, adicta a los medios, mucho más accesible que cualquiera de los expresidentes que se recuerdan. Acceso no implica transparencia, porque también es legendaria la capacidad del magnate para arrojar inexactitudes, contradicciones y datos falsos. Pero el actual mandatario de EE UU ha convertido el trajín diario de la Casa Blanca en algo parecido a un programa de telerrealidad: lo que está anunciado como un simple posado ante las cámaras, al inicio de una reunión de gabinete o del saludo a algún jefe de Estado, puede convertirse en una rueda de prensa improvisada en la que entre a todos los trapos.
A veces, puede incluso forzar a hablar a quien no lo desea. Ocurrió el 22 de mayo durante las imágenes protocolarias de saludo en el Despacho Oval con el presidente surcoreano Moon Jae-in. Se desarrollaban por aquel entonces complicadas conversaciones para celebrar la histórica cumbre en Singapur con el dictador norcoreano Kim Yong-un (que finalmente se celebró el 12 de junio). Sin rueda de prensa prevista, Trump no solo respondió largo y tendido a varias preguntas sobre el asunto, sino que hasta obligó a Moon a responder a la prensa: “Quizá pueda usted decir algo”, comentó. Y el líder asiático salió como pudo, con frases vacías.
Esta semana Olivia Nuzzi, una periodista de la New York Magazine, escribió una extensa pieza en primera persona contando lo que le acababa de pasar con el gabinete del republicano. “Sobre las 12.20 del martes, yo estaba saliendo de la Casa Blanca…”, arrancaba el texto. Y lo que seguía es que la portavoz, Sarah Sanders, la llamó para ver si seguía por allí y podía verla. Entonces la llevó al Despacho Oval con el presidente. “He oído que estás escribiendo una historia sobre… estas cosas”, le dijo. Nuzzi trabajaba en un tema sobre la supuesta mala relación entre Trump y su jefe de gabinete, el general John Kelly, un rumor permanente en Washington. El mandatario se dedicó durante un buen rato a desmentírselo. Entonces llamó al propio Kelly. Luego llegó el secretario de Estado, Mike Pompeo. Y finalmente el vicepresidente, Mike Pence. Todos habían quedado para almorzar, pero pasaron un buen rato antes con la periodista. La conversación, que el artículo describe profusamente, era on the record, es decir, publicable, salvo un par de ocasiones de las que la reportera advierte en su texto.
Algunas de sus ruedas de prensa pasarán a la posteridad, por lo largas, lo variadas, a veces, lo disparatadas. La que ofreció durante la Asamblea General de la ONU, el 26 de septiembre en Nueva York, se prolongó durante una hora y 20 minutos y le sirvió para hablar de todo lo divino y humano. Forjado en el negocio de la construcción y showman profesional (presentó varias temporadas del concurso televisivo El aprendiz), Trump se toma estas conferencias como un espectáculo. En esa misma, las comparó con un concierto de rock. Citando a Elton John, Trump pidió una buena pregunta como apoteosis final. “¿Recuerdan aquello que dijo Elton John? Cuando tocas la última y es buena, no vuelvas”. Por supuesto, también atacó a la prensa, como cuando dio la palabra a un periodista del “fracasado” New York Times. A otro reportero conocido por él le dijo: “Venga, golpéame con una pregunta maliciosa, dámela”. Y finalmente confesó cómo disfrutaba: “Podría hacer esto todo el día”.
Eso sí, a lo largo de todas esas respuestas, arrojó una ristra de datos incorrectos. El presidente de EE UU concibe el mundo de la comunicación como espectáculo. Y al público le interesa: las suscripciones a algunos periódicos y la audiencia televisiva han aumentado en la era Trump. El neoyorquino parece muy consciente de ello. “Os va bien [conmigo]. Deberíais decir: ‘Gracias, presidente”, dijo a los periodistas en Nueva York. "¿Se imaginan que no me tuvieran?”, añadió.
Pero el show de Trump con la prensa tiene muy poco de cómico. Sus seguidores, es decir, millones y millones de estadounidenses, han adoptado el discurso de que la prensa es el enemigo del pueblo. Un último sondeo de Gallup, publicado esta semana, apunta que solo el 21% de los republicanos tiene un nivel de confianza suficiente o alto en la prensa (frente al 76% de los demócratas). Un agitador de la ultraderecha, Milo Yiannopoulos, ha bromeado llamando a matar a periodistas. El pasado agosto, el FBI detuvo a un hombre en Los Angeles por amenazar a reporteros a los que llamaba “el enemigo del pueblo”. Una semana antes, en una actuación coordinada sin precedentes, 300 periódicos estadounidenses habían publicado el mismo día editoriales defendiendo la libertad de prensa.
Esta, pese a las presiones, sigue con buena salud. Las grandes cabeceras siguen dando quebraderos de cabeza al presidente, con informaciones sobre la trama rusa, las polémicas dentro de la Casa Blanca o sobre sus negocios. La semana pasada, The New York Times publicó una extensa investigación que atribuía al fraude fiscal parte de la fortuna de Trump. El fisco de Nueva York anunció que revisará los expedientes.
Amanda Mars
Washington, El País
Sobre la alergia de Donald Trump a la prensa crítica han corrido ríos de tinta. Ya como candidato presidencial, insultaba a los periódicos y televisiones e incluso amagó, si ganaba, con modificar las leyes sobre el libelo para poder denunciar las coberturas informativas que considerase injustas. Nada más llegar a la Casa Blanca, calificó a los periodistas como “la gente más deshonesta de la Tierra” y a los medios, en general, como los “enemigos del pueblo”. Casi dos años después de su victoria electoral, las cosas no han mejorado: el presidente sigue llamándolos mentirosos día sí y día también, hasta el punto de que hasta dos instancias de la ONU le han acusado de poner en peligro “la libertad de prensa”. Y continúan los ataques y los abucheos en sus mítines. Solo la cadena conservadora Fox y otros de la misma cuerda se libran.
Pero tan evidente resulta este desprecio, crudo y directo, hacia el periodismo que le critica como la naturaleza mediática de su persona. Trump es una criatura rabiosamente televisiva, adicta a los medios, mucho más accesible que cualquiera de los expresidentes que se recuerdan. Acceso no implica transparencia, porque también es legendaria la capacidad del magnate para arrojar inexactitudes, contradicciones y datos falsos. Pero el actual mandatario de EE UU ha convertido el trajín diario de la Casa Blanca en algo parecido a un programa de telerrealidad: lo que está anunciado como un simple posado ante las cámaras, al inicio de una reunión de gabinete o del saludo a algún jefe de Estado, puede convertirse en una rueda de prensa improvisada en la que entre a todos los trapos.
A veces, puede incluso forzar a hablar a quien no lo desea. Ocurrió el 22 de mayo durante las imágenes protocolarias de saludo en el Despacho Oval con el presidente surcoreano Moon Jae-in. Se desarrollaban por aquel entonces complicadas conversaciones para celebrar la histórica cumbre en Singapur con el dictador norcoreano Kim Yong-un (que finalmente se celebró el 12 de junio). Sin rueda de prensa prevista, Trump no solo respondió largo y tendido a varias preguntas sobre el asunto, sino que hasta obligó a Moon a responder a la prensa: “Quizá pueda usted decir algo”, comentó. Y el líder asiático salió como pudo, con frases vacías.
Esta semana Olivia Nuzzi, una periodista de la New York Magazine, escribió una extensa pieza en primera persona contando lo que le acababa de pasar con el gabinete del republicano. “Sobre las 12.20 del martes, yo estaba saliendo de la Casa Blanca…”, arrancaba el texto. Y lo que seguía es que la portavoz, Sarah Sanders, la llamó para ver si seguía por allí y podía verla. Entonces la llevó al Despacho Oval con el presidente. “He oído que estás escribiendo una historia sobre… estas cosas”, le dijo. Nuzzi trabajaba en un tema sobre la supuesta mala relación entre Trump y su jefe de gabinete, el general John Kelly, un rumor permanente en Washington. El mandatario se dedicó durante un buen rato a desmentírselo. Entonces llamó al propio Kelly. Luego llegó el secretario de Estado, Mike Pompeo. Y finalmente el vicepresidente, Mike Pence. Todos habían quedado para almorzar, pero pasaron un buen rato antes con la periodista. La conversación, que el artículo describe profusamente, era on the record, es decir, publicable, salvo un par de ocasiones de las que la reportera advierte en su texto.
Algunas de sus ruedas de prensa pasarán a la posteridad, por lo largas, lo variadas, a veces, lo disparatadas. La que ofreció durante la Asamblea General de la ONU, el 26 de septiembre en Nueva York, se prolongó durante una hora y 20 minutos y le sirvió para hablar de todo lo divino y humano. Forjado en el negocio de la construcción y showman profesional (presentó varias temporadas del concurso televisivo El aprendiz), Trump se toma estas conferencias como un espectáculo. En esa misma, las comparó con un concierto de rock. Citando a Elton John, Trump pidió una buena pregunta como apoteosis final. “¿Recuerdan aquello que dijo Elton John? Cuando tocas la última y es buena, no vuelvas”. Por supuesto, también atacó a la prensa, como cuando dio la palabra a un periodista del “fracasado” New York Times. A otro reportero conocido por él le dijo: “Venga, golpéame con una pregunta maliciosa, dámela”. Y finalmente confesó cómo disfrutaba: “Podría hacer esto todo el día”.
Eso sí, a lo largo de todas esas respuestas, arrojó una ristra de datos incorrectos. El presidente de EE UU concibe el mundo de la comunicación como espectáculo. Y al público le interesa: las suscripciones a algunos periódicos y la audiencia televisiva han aumentado en la era Trump. El neoyorquino parece muy consciente de ello. “Os va bien [conmigo]. Deberíais decir: ‘Gracias, presidente”, dijo a los periodistas en Nueva York. "¿Se imaginan que no me tuvieran?”, añadió.
Pero el show de Trump con la prensa tiene muy poco de cómico. Sus seguidores, es decir, millones y millones de estadounidenses, han adoptado el discurso de que la prensa es el enemigo del pueblo. Un último sondeo de Gallup, publicado esta semana, apunta que solo el 21% de los republicanos tiene un nivel de confianza suficiente o alto en la prensa (frente al 76% de los demócratas). Un agitador de la ultraderecha, Milo Yiannopoulos, ha bromeado llamando a matar a periodistas. El pasado agosto, el FBI detuvo a un hombre en Los Angeles por amenazar a reporteros a los que llamaba “el enemigo del pueblo”. Una semana antes, en una actuación coordinada sin precedentes, 300 periódicos estadounidenses habían publicado el mismo día editoriales defendiendo la libertad de prensa.
Esta, pese a las presiones, sigue con buena salud. Las grandes cabeceras siguen dando quebraderos de cabeza al presidente, con informaciones sobre la trama rusa, las polémicas dentro de la Casa Blanca o sobre sus negocios. La semana pasada, The New York Times publicó una extensa investigación que atribuía al fraude fiscal parte de la fortuna de Trump. El fisco de Nueva York anunció que revisará los expedientes.