Los campos de concentración de China
Como en la época de Mao y Stalin, allí "reeducan" a la minoría uigur, unas 24 millones de personas que viven en la región de Xinjiang, en el noroeste chino
Gustavo Sierra
Especial para Infobae America
Bajo un sol que abrasa y sofoca, de pie por cuatro horas, escuchando la arenga de un alto funcionario del Partido Comunista que se emite por los altoparlantes. Clases de reeducación. Cantos de himnos patrióticos. Escritura de confesiones y autocríticas. Y trabajo, mucho trabajo forzado.
Eso es lo que vivió y está viviendo el millón de ciudadanos chinos que pasaron en los últimos meses por los campos de "Laogai" (educación a través del trabajo) donde fueron confinados en los últimos meses los integrantes de la minoría musulmana en la región autónoma Uigur de Xinjiang, en el noroeste de China. Un sistema similar de control y represión de cualquier disidencia por el que pasaron 50 millones de chinos durante la era de Mao. El gran reformador Deng Xiaoping ordenó cerrarlos en los ´80. Pero el temor a un levantamiento de los separatistas musulmanes hizo que fueran reabiertos. El tenebroso sistema del Gulag, los campos "reformadores" que Stalin levantó en Siberia, se reaviva en pleno siglo XXI en China.
"En el último año se intensificó la campaña de internamiento masivo, vigilancia intrusiva, adoctrinamiento político y asimilación cultural forzada contra las personas de etnias uigur y kazaja y los miembros de otros grupos étnicos de la región, en su mayoría musulmanes. Esta represión masiva ha destrozado a cientos de miles de familias. Están desesperadas por saber qué sucedió con sus seres queridos y ya es hora de que las autoridades chinas les den respuestas", exigió la semana pasada Nicholas Bequelin, director para Asia de Amnistía Internacional.
China intentó durante décadas restringir la práctica del Islam y mantener un control férreo en Xinjiang, una región más extensa que la Patagonia y casi del tamaño de México, donde más de la mitad de la población de 24 millones pertenece a grupos minoritarios étnicos musulmanes.
La mayoría son uigures, cuya religión, idioma y cultura, junto con una historia de movimientos de independencia y resistencia al gobierno chino, preocupa a Beijing desde hace siglos. Después de una sucesión de violentos levantamientos -que alcanzó su punto máximo en 2014- con más de 200 muertos, el entonces jefe del Partido Comunista y actual presidente, Xi Jinping, intensificó drásticamente la ofensiva, lanzando una campaña implacable para convertir a los uigures y otras minorías musulmanas en ciudadanos leales al partido. "Xinjiang se encuentra amenazada por terrorismo y el separatismo, algo que no podemos tolerar de ninguna manera y lo vamos a combatir con toda nuestra fuerza", dijo Xi el año pasado durante un discurso ante funcionarios nacionales.
Además de las detenciones masivas, las autoridades intensificaron el uso de informantes y la vigilancia policial en todas las ciudades y pueblos de la zona autónoma. Incluso, instalaron cámaras dentro de las casas de activistas y simpatizantes que son monitoreados permanentemente. Por supuesto, China niega categóricamente los informes de abusos en Xinjiang.
En una reunión de las Naciones Unidas en Ginebra el mes pasado, se presentaron fotos aéreas de varios campos de internamiento y el testimonio de algunos de los liberados. El delegado de Beijing negó ante los representantes de todo el mundo que en su país existan campamentos de reeducación y describió las instalaciones en cuestión como "instituciones correctivas leves que ofrecen capacitación laboral".
"No hay detenciones arbitrarias", dijo Hu Lianhe al Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación Racial. "No hay centros de reeducación". El comité presionó a Beijing para que revele cuántas personas han sido detenidas y las liberen, pero la cancillería china desestimó la demanda por carecer de "base fáctica" y dijo que las medidas de seguridad de China eran comparables a las de otros países. Todo esto, a pesar de que existe una abrumadora evidencia, que incluye directivas oficiales, estudios de los terrenos, informes de prensa y planos de las construcciones, así como los testimonios de un número creciente de ex detenidos que huyeron a Turquía y Kazajistán.
De acuerdo a un informe especial de Amnistía Internacional (AI) para el que se entrevistaron más de 100 personas, las condiciones en los centros de detención son inhumanas. Se las puede comparar a las que se vivían en los campos de concentración nazi antes de que los prisioneros fueran enviados a los centros de exterminio. Están enmarcadas dentro del concepto de "qu jiduanhua gongzuo" (trabajo de desradicalización) que tiene sus raíces en los años de la revolución maoista. Kairat Samarkan, uno de los uigures que dio su testimonio, contó que lo enviaron a un campo de detención en octubre de 2017 tras regresar a Xinjiang después de una visita breve al vecino Kazajistán. La policía le dijo que estaba acusado de tener doble nacionalidad y de haber traicionado a su país. Lo encapucharon, le pusieron grilletes en los brazos y las piernas y lo obligaron a permanecer de pie en una posición fija durante 12 horas. Esta es una práctica habitual para los recién llegados. Había cerca de 6.000 personas recluidas en el mismo campo, donde se las obligaba a cantar canciones políticas y a estudiar los discursos del Partido Comunista Chino. No podían hablar entre ellas y, antes de las comidas, debían corear "larga vida a Xi Jinping". Kairat dijo que el trato recibido lo llevó a intentar suicidarse justo antes de ser puesto en libertad en febrero de 2018.
El internamiento de los musulmanes se intensificó a partir de marzo de 2017, cuando se aprobó la "Normativa Antirradicalización" para Xinjiang. Las muestras públicas -o incluso privadas- de afiliación religiosa y cultural, como llevar una barba larga, cubrirse la cabeza con un velo o un pañuelo, orar frecuentemente, ayunar o evitar el alcohol, o tener libros y artículos sobre el Islam o la cultura uigur pueden considerarse conductas "radicales" en virtud de esta ley. Otros motivos de sospecha son el viajar al extranjero por trabajo o estudios, en especial a países de mayoría musulmana, o estar en contacto con personas fuera de China. Una vez que una de esas personas de la minoría uigur es señalada, la policía la detiene para interrogarla y revisan sus teléfonos móviles para encontrar información en la que basar la condena. Las personas pueden ser identificadas como sospechosas a través del control rutinario de mensajes enviados en aplicaciones de redes sociales como WeChat, que no usan la encriptación de extremo a extremo. El uso de aplicaciones de mensajería que sí utilizan la encriptación, como WhatsApp, también puede ser en un motivo de detención.
Los recluidos en los campos no son sometidos a juicio ni tienen acceso a asistencia legal o derecho a impugnar la condena. En general, permanecen detenidos durante meses hasta que las autoridades deciden si se han "transformado". Quienes se resisten o no demuestran un cambio lo suficientemente claro se enfrentan, según los informes de Amnistía Internacional, a castigos que van desde la privación de alimentos, reclusión en régimen de aislamiento, palizas y hasta sesiones de tortura. Las estadísticas oficiales marcan que se registraron las muertes de hasta el 3% de los detenidos, incluidos los suicidios de personas que no pudieron aguantar los malos tratos.
Bota Kussaiyn, una estudiante kazaja de la Universidad Estatal de Moscú, se comunicó por última vez con su padre, Kussaiyn Sagymbai, por WeChat en noviembre de 2017. Su familia, uigures de la región autónoma de Xijiang, se reasentó en Kazajistán en 2013. El padre de Bota regresó a China a finales de 2017 para recibir atención médica, pero las autoridades le confiscaron el pasaporte cuando cruzó la frontera y lo enviaron a un "campo de reeducación". "Mi padre es un ciudadano corriente. Antes de que lo detuvieran, éramos una familia feliz. Nos reíamos juntos. Ahora ya no lo hacemos y no podemos dormir por la noche. Vivimos con miedo. Esto hizo mucho daño a mi madre. No sabemos dónde está. Ni siquiera sabemos si está vivo. Quiero volver a ver a mi padre", dijo Bota a un investigador de AI.
Un corresponsal del New York Times estuvo en Hotan, un pueblo de la región autónoma, donde pudo comprobar la existencia de un campo de confinamiento a las afueras de la ciudad. Vio alambradas, casetas de vigilancia, perros, barracas endebles. En unos minutos fue alejado por los guardias mientras lo amenazaban con armas. Luego, en Hotan, pudo entrevistar a varias personas quienes le contaron que la policía también está recopilando datos biométricos y ADN para hacer un control digital, automático y estricto a través de cámaras de reconocimiento facial.
Dos uigures, un ex funcionario y un estudiante, dijeron que se les ordenó presentarse en una comisaría donde grabaron sus voces, tomaron fotos de sus cabezas en diferentes ángulos y recogieron muestras de cabello y sangre. También dijeron que a los pueblos y aldeas de la zona llegan frecuentemente "equipos de trabajo" del PCC para "estudiar" a la población. Se instalan en casas de familia e intentan convertir a algunos de sus miembros en informantes. "Cada vez más personas nos traen información sobre el extremismo religioso", escribió en un editorial Cao Lihai, editor de un diario del partido. "Algunos padres han traído personalmente a sus hijos para entregarse". Una joven uighur de 20 años, de apellido Gul, contó que fue sometida a investigación por cubrirse la cabeza con un pañuelo y leer libros sobre religión. La policía le instaló cámaras en la puerta y en el living de su casa. Un funcionario del partido local la visitaba cada semana y pasaba al menos dos horas interrogándola. Pero no fue suficiente. La mandaron seis meses a un campo de "reeducación". Cuando la liberaron se escapó a Kazajistán. Desde la ciudad de Almaty envió varios mensajes a su familia que no tuvieron respuesta. Unos días después recibió un mensaje de su madre: "Por favor, no nos llames nuevamente o mandes mensajes. Estamos en problemas". Aún no sabe que le sucedió a sus padres.
Otro informe publicado por la prestigiosa revista The Atlantic describe el trabajo de un grupo de investigadores de todo el mundo que se dedican a buscar evidencias sobre los campos chinos de trabajo forzado. "No es nada sofisticado, sólo hay que saber mandarín y pasar unas cuantas horas buscando en Google, Twitter o The Wayback Machine. Y tenemos que apurarnos antes de que los hackers chinos borren los documentos", explica Timothy Grose, un profesor inglés. Explicó que encontró fotos de una ceremonia de inauguración de uno de los campos recientemente construido en Xinjiang, junto con un comunicado de prensa del gobierno local. Se pueden ver a los funcionarios frente a una entrada de metal cubierta de alambres de púa y un cartel que dice "campo de reeducación".
"Es una prueba física concreta que entregamos a varias organizaciones humanitarias y difundimos por Internet. Grose también encontró varias fotos satelitales de los campos y su exacta ubicación con lo que logró hacer un mapa que muestra más de cien sitios de confinamiento en todo Xinjiang". Otro tipo importante de evidencia son los pliegos de licitaciones para la construcción de los campamentos. Adrian Zenz, investigador de la Escuela Europea de Cultura y Teología en Alemania, encontró más de 70 llamados a concurso. En todas las ofertas se especifica que las construcciones deben incluir muros altos, torres de vigilancia, alambre de púas, sistemas de vigilancia, instalaciones para las fuerzas policiales y otras características de seguridad.
Y si bien no hay estadísticas confiables y aún no se encontraron los reportes oficiales sobre los resultados de la "reeducación", la mayoría de los entrevistados por AI y la prensa dicen que salieron de los campos con mayor resentimiento hacia el gobierno chino y algunos aseguran que se volcaron al islamismo como nunca antes lo habían hecho en sus vidas. "Lo que están haciendo es muy peligroso", dijo Omurbek Eli, un empresario kazajo que estuvo ocho meses en un campamento sólo por haber visitado a unos parientes en Xijiang. "El resultado será el opuesto. Se volverán aún más resistentes a la influencia china y habrá una radicalización religiosa. Van a crear el extremismo islámico que no existía antes".
Gustavo Sierra
Especial para Infobae America
Bajo un sol que abrasa y sofoca, de pie por cuatro horas, escuchando la arenga de un alto funcionario del Partido Comunista que se emite por los altoparlantes. Clases de reeducación. Cantos de himnos patrióticos. Escritura de confesiones y autocríticas. Y trabajo, mucho trabajo forzado.
Eso es lo que vivió y está viviendo el millón de ciudadanos chinos que pasaron en los últimos meses por los campos de "Laogai" (educación a través del trabajo) donde fueron confinados en los últimos meses los integrantes de la minoría musulmana en la región autónoma Uigur de Xinjiang, en el noroeste de China. Un sistema similar de control y represión de cualquier disidencia por el que pasaron 50 millones de chinos durante la era de Mao. El gran reformador Deng Xiaoping ordenó cerrarlos en los ´80. Pero el temor a un levantamiento de los separatistas musulmanes hizo que fueran reabiertos. El tenebroso sistema del Gulag, los campos "reformadores" que Stalin levantó en Siberia, se reaviva en pleno siglo XXI en China.
"En el último año se intensificó la campaña de internamiento masivo, vigilancia intrusiva, adoctrinamiento político y asimilación cultural forzada contra las personas de etnias uigur y kazaja y los miembros de otros grupos étnicos de la región, en su mayoría musulmanes. Esta represión masiva ha destrozado a cientos de miles de familias. Están desesperadas por saber qué sucedió con sus seres queridos y ya es hora de que las autoridades chinas les den respuestas", exigió la semana pasada Nicholas Bequelin, director para Asia de Amnistía Internacional.
China intentó durante décadas restringir la práctica del Islam y mantener un control férreo en Xinjiang, una región más extensa que la Patagonia y casi del tamaño de México, donde más de la mitad de la población de 24 millones pertenece a grupos minoritarios étnicos musulmanes.
La mayoría son uigures, cuya religión, idioma y cultura, junto con una historia de movimientos de independencia y resistencia al gobierno chino, preocupa a Beijing desde hace siglos. Después de una sucesión de violentos levantamientos -que alcanzó su punto máximo en 2014- con más de 200 muertos, el entonces jefe del Partido Comunista y actual presidente, Xi Jinping, intensificó drásticamente la ofensiva, lanzando una campaña implacable para convertir a los uigures y otras minorías musulmanas en ciudadanos leales al partido. "Xinjiang se encuentra amenazada por terrorismo y el separatismo, algo que no podemos tolerar de ninguna manera y lo vamos a combatir con toda nuestra fuerza", dijo Xi el año pasado durante un discurso ante funcionarios nacionales.
Además de las detenciones masivas, las autoridades intensificaron el uso de informantes y la vigilancia policial en todas las ciudades y pueblos de la zona autónoma. Incluso, instalaron cámaras dentro de las casas de activistas y simpatizantes que son monitoreados permanentemente. Por supuesto, China niega categóricamente los informes de abusos en Xinjiang.
En una reunión de las Naciones Unidas en Ginebra el mes pasado, se presentaron fotos aéreas de varios campos de internamiento y el testimonio de algunos de los liberados. El delegado de Beijing negó ante los representantes de todo el mundo que en su país existan campamentos de reeducación y describió las instalaciones en cuestión como "instituciones correctivas leves que ofrecen capacitación laboral".
"No hay detenciones arbitrarias", dijo Hu Lianhe al Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación Racial. "No hay centros de reeducación". El comité presionó a Beijing para que revele cuántas personas han sido detenidas y las liberen, pero la cancillería china desestimó la demanda por carecer de "base fáctica" y dijo que las medidas de seguridad de China eran comparables a las de otros países. Todo esto, a pesar de que existe una abrumadora evidencia, que incluye directivas oficiales, estudios de los terrenos, informes de prensa y planos de las construcciones, así como los testimonios de un número creciente de ex detenidos que huyeron a Turquía y Kazajistán.
De acuerdo a un informe especial de Amnistía Internacional (AI) para el que se entrevistaron más de 100 personas, las condiciones en los centros de detención son inhumanas. Se las puede comparar a las que se vivían en los campos de concentración nazi antes de que los prisioneros fueran enviados a los centros de exterminio. Están enmarcadas dentro del concepto de "qu jiduanhua gongzuo" (trabajo de desradicalización) que tiene sus raíces en los años de la revolución maoista. Kairat Samarkan, uno de los uigures que dio su testimonio, contó que lo enviaron a un campo de detención en octubre de 2017 tras regresar a Xinjiang después de una visita breve al vecino Kazajistán. La policía le dijo que estaba acusado de tener doble nacionalidad y de haber traicionado a su país. Lo encapucharon, le pusieron grilletes en los brazos y las piernas y lo obligaron a permanecer de pie en una posición fija durante 12 horas. Esta es una práctica habitual para los recién llegados. Había cerca de 6.000 personas recluidas en el mismo campo, donde se las obligaba a cantar canciones políticas y a estudiar los discursos del Partido Comunista Chino. No podían hablar entre ellas y, antes de las comidas, debían corear "larga vida a Xi Jinping". Kairat dijo que el trato recibido lo llevó a intentar suicidarse justo antes de ser puesto en libertad en febrero de 2018.
El internamiento de los musulmanes se intensificó a partir de marzo de 2017, cuando se aprobó la "Normativa Antirradicalización" para Xinjiang. Las muestras públicas -o incluso privadas- de afiliación religiosa y cultural, como llevar una barba larga, cubrirse la cabeza con un velo o un pañuelo, orar frecuentemente, ayunar o evitar el alcohol, o tener libros y artículos sobre el Islam o la cultura uigur pueden considerarse conductas "radicales" en virtud de esta ley. Otros motivos de sospecha son el viajar al extranjero por trabajo o estudios, en especial a países de mayoría musulmana, o estar en contacto con personas fuera de China. Una vez que una de esas personas de la minoría uigur es señalada, la policía la detiene para interrogarla y revisan sus teléfonos móviles para encontrar información en la que basar la condena. Las personas pueden ser identificadas como sospechosas a través del control rutinario de mensajes enviados en aplicaciones de redes sociales como WeChat, que no usan la encriptación de extremo a extremo. El uso de aplicaciones de mensajería que sí utilizan la encriptación, como WhatsApp, también puede ser en un motivo de detención.
Los recluidos en los campos no son sometidos a juicio ni tienen acceso a asistencia legal o derecho a impugnar la condena. En general, permanecen detenidos durante meses hasta que las autoridades deciden si se han "transformado". Quienes se resisten o no demuestran un cambio lo suficientemente claro se enfrentan, según los informes de Amnistía Internacional, a castigos que van desde la privación de alimentos, reclusión en régimen de aislamiento, palizas y hasta sesiones de tortura. Las estadísticas oficiales marcan que se registraron las muertes de hasta el 3% de los detenidos, incluidos los suicidios de personas que no pudieron aguantar los malos tratos.
Bota Kussaiyn, una estudiante kazaja de la Universidad Estatal de Moscú, se comunicó por última vez con su padre, Kussaiyn Sagymbai, por WeChat en noviembre de 2017. Su familia, uigures de la región autónoma de Xijiang, se reasentó en Kazajistán en 2013. El padre de Bota regresó a China a finales de 2017 para recibir atención médica, pero las autoridades le confiscaron el pasaporte cuando cruzó la frontera y lo enviaron a un "campo de reeducación". "Mi padre es un ciudadano corriente. Antes de que lo detuvieran, éramos una familia feliz. Nos reíamos juntos. Ahora ya no lo hacemos y no podemos dormir por la noche. Vivimos con miedo. Esto hizo mucho daño a mi madre. No sabemos dónde está. Ni siquiera sabemos si está vivo. Quiero volver a ver a mi padre", dijo Bota a un investigador de AI.
Un corresponsal del New York Times estuvo en Hotan, un pueblo de la región autónoma, donde pudo comprobar la existencia de un campo de confinamiento a las afueras de la ciudad. Vio alambradas, casetas de vigilancia, perros, barracas endebles. En unos minutos fue alejado por los guardias mientras lo amenazaban con armas. Luego, en Hotan, pudo entrevistar a varias personas quienes le contaron que la policía también está recopilando datos biométricos y ADN para hacer un control digital, automático y estricto a través de cámaras de reconocimiento facial.
Dos uigures, un ex funcionario y un estudiante, dijeron que se les ordenó presentarse en una comisaría donde grabaron sus voces, tomaron fotos de sus cabezas en diferentes ángulos y recogieron muestras de cabello y sangre. También dijeron que a los pueblos y aldeas de la zona llegan frecuentemente "equipos de trabajo" del PCC para "estudiar" a la población. Se instalan en casas de familia e intentan convertir a algunos de sus miembros en informantes. "Cada vez más personas nos traen información sobre el extremismo religioso", escribió en un editorial Cao Lihai, editor de un diario del partido. "Algunos padres han traído personalmente a sus hijos para entregarse". Una joven uighur de 20 años, de apellido Gul, contó que fue sometida a investigación por cubrirse la cabeza con un pañuelo y leer libros sobre religión. La policía le instaló cámaras en la puerta y en el living de su casa. Un funcionario del partido local la visitaba cada semana y pasaba al menos dos horas interrogándola. Pero no fue suficiente. La mandaron seis meses a un campo de "reeducación". Cuando la liberaron se escapó a Kazajistán. Desde la ciudad de Almaty envió varios mensajes a su familia que no tuvieron respuesta. Unos días después recibió un mensaje de su madre: "Por favor, no nos llames nuevamente o mandes mensajes. Estamos en problemas". Aún no sabe que le sucedió a sus padres.
Otro informe publicado por la prestigiosa revista The Atlantic describe el trabajo de un grupo de investigadores de todo el mundo que se dedican a buscar evidencias sobre los campos chinos de trabajo forzado. "No es nada sofisticado, sólo hay que saber mandarín y pasar unas cuantas horas buscando en Google, Twitter o The Wayback Machine. Y tenemos que apurarnos antes de que los hackers chinos borren los documentos", explica Timothy Grose, un profesor inglés. Explicó que encontró fotos de una ceremonia de inauguración de uno de los campos recientemente construido en Xinjiang, junto con un comunicado de prensa del gobierno local. Se pueden ver a los funcionarios frente a una entrada de metal cubierta de alambres de púa y un cartel que dice "campo de reeducación".
"Es una prueba física concreta que entregamos a varias organizaciones humanitarias y difundimos por Internet. Grose también encontró varias fotos satelitales de los campos y su exacta ubicación con lo que logró hacer un mapa que muestra más de cien sitios de confinamiento en todo Xinjiang". Otro tipo importante de evidencia son los pliegos de licitaciones para la construcción de los campamentos. Adrian Zenz, investigador de la Escuela Europea de Cultura y Teología en Alemania, encontró más de 70 llamados a concurso. En todas las ofertas se especifica que las construcciones deben incluir muros altos, torres de vigilancia, alambre de púas, sistemas de vigilancia, instalaciones para las fuerzas policiales y otras características de seguridad.
Y si bien no hay estadísticas confiables y aún no se encontraron los reportes oficiales sobre los resultados de la "reeducación", la mayoría de los entrevistados por AI y la prensa dicen que salieron de los campos con mayor resentimiento hacia el gobierno chino y algunos aseguran que se volcaron al islamismo como nunca antes lo habían hecho en sus vidas. "Lo que están haciendo es muy peligroso", dijo Omurbek Eli, un empresario kazajo que estuvo ocho meses en un campamento sólo por haber visitado a unos parientes en Xijiang. "El resultado será el opuesto. Se volverán aún más resistentes a la influencia china y habrá una radicalización religiosa. Van a crear el extremismo islámico que no existía antes".