La mujer que “destruyó” a cientos de bebés para salvar a sus madres de los nazis
Gisella Perl, prisionera en Auschwitz, interrumpió los embarazos de todas sus compañeras que esperaban un hijo al descubrir que eran lanzadas vivas al crematorio
Manuel Ansede
El País
Es una escena casi inconcebible. En los barracones sin agua que servían para defecar en el mayor centro de exterminio nazi, los judíos se citaban para tener sexo, rodeados de excrementos y del olor a carne quemada que salía por las chimeneas de los crematorios. “La letrina funcionaba como un picadero. Allí era donde las prisioneras y los prisioneros se encontraban para tener relaciones sexuales furtivas y sin alegría, en las que el cuerpo se utilizaba como una mercancía con la que pagar los productos que tanto se necesitaban y que los hombres eran capaces de robar de los almacenes”, recordó la ginecóloga rumana Gisella Perl en su libro Yo fui una doctora en Auschwitz, publicado en 1948.
“La letrina de Auschwitz funcionaba como un picadero. Allí era donde las prisioneras y los prisioneros se encontraban para tener relaciones sexuales", escribió Gisella Perl
No solo era una forma de prostitución desesperada. También existía una lujuria inaplacable en el lugar menos imaginable. “El nitrato de potasio que echaban a nuestra comida no era suficiente como para matar el deseo sexual", escribió Perl. "No teníamos menstruación, pero esto era más una consecuencia del trauma psicológico provocado por las circunstancias en las que vivíamos que por el nitrato de potasio. El deseo sexual todavía era uno de los instintos más fuertes”, explicaba. Era el peor sitio para hacerlo, pero algunas mujeres se quedaron embarazadas en Auschwitz y otras muchas llegaron ya preñadas de los guetos.
Dos historiadores del Holocausto rescatan ahora la “dramática” historia de Gisella Perl en un artículo publicado en la revista médica israelí Rambam Maimonides Medical Journal. Perl, que había nacido en 1907 en Sighetu Marmatiei, en Transilvania, trabajaba como ginecóloga cuando las tropas de Adolf Hitler invadieron el norte de Rumanía en 1944. En apenas cinco días de mayo, los nazis deportaron a Auschwitz, en la actual Polonia, a los 14.000 judíos que vivían en el pueblo y sus alrededores. La mayoría de ellos fueron gaseados al llegar. La propia Perl, capturada junto a su marido y su hijo, no volvió a ver a su familia.
La ginecóloga superó esa primera criba letal. En el campo, su profesión le ayudaría a salvar su vida, al recibir el encargo del médico nazi Josef Mengele de reanimar a las mujeres judías a las que se extraía sangre a la fuerza para los soldados heridos en el frente. "La rassenschande, la contaminación con sangre judía inferior, fue olvidada. Éramos demasiado inferiores como para vivir, pero sí servíamos para mantener al Ejército alemán vivo con nuestra sangre", anotó en 1948. Perl salvó su vida y, posiblemente, la de cientos de mujeres, como recuerdan los dos historiadores, el israelí George M. Weisz, de la Universidad de Nueva Inglaterra, y el alemán Konrad Kwiet, del Museo Judío de Sídney, ambos en Australia.
El 6 de octubre de 1943, el dirigente nazi Heinrich Himmler había informado del exterminio judío en marcha a una selecta audiencia de potentados y altos mandos militares en el Ayuntamiento de la ciudad polaca de Poznan. “No me parece justificable exterminar a los hombres [...] y dejar que sus niños crezcan y se venguen de nuestros hijos y nietos”, proclamó Himmler. Los nazis asesinaron a seis millones de judíos. Un millón y medio de ellos eran niños.
“Incluso si eran capaces de trabajar, las mujeres embarazadas eran llevadas a las cámaras de gas nada más llegar [a los campos de concentración]. Si conseguían ocultar sus embarazos, sus bebés recién nacidos eran asesinados con una inyección letal o ahogándolos”, explican Weisz y Kwiet.
Al llegar a Auschwitz, sin embargo, los jefes de las SS se dirigían a las mujeres judías y pedían que las embarazadas diesen un paso al frente, bajo la promesa de una doble ración de pan y leche en un lugar reservado para las futuras madres. En Yo fui una doctora en Auschwitz, Perl recuerda el día de 1944 en que, mientras cumplía un encargo cerca del crematorio, descubrió que aquello era una horrenda farsa. Con sus propios ojos vio que las mujeres embarazadas “eran apaleadas con porras y fustas, destrozadas por perros, arrastradas por los pelos y golpeadas en el estómago con las pesadas botas alemanas. Entonces, cuando se desplomaban, eran arrojadas al crematorio. Vivas”.
Perl se quedó paralizada, incapaz de gritar o huir. “Pero, poco a poco, el horror se convirtió en un sentimiento de rebelión que me sacó de mi letargo y me dio un nuevo incentivo para vivir. Yo debía permanecer con vida. Dependía de mí salvar a todas las mujeres embarazadas [...] de su destino infernal. Dependía de mí salvar la vida de las madres, si no había otra manera, destruyendo la vida de sus niños no nacidos”, relató.
La ginecóloga se puso enseguida manos a la obra. En las noches sin Luna, mientras todo el mundo dormía, ayudaba a las embarazadas a parir o a abortar, sin una gota de agua y de rodillas sobre el suelo sucio y lleno de excrementos de los barracones. “Ayudé a dar a luz a mujeres en su octavo, séptimo, sexto o quinto mes de embarazo, siempre de manera apresurada, siempre con mis cinco dedos, en la oscuridad, en condiciones terribles. Nadie entenderá jamás lo que significó para mí destruir a esos niños”, narraba en su autobiografía. Perl, según contó ella misma, llegó a estrangular a un bebé de tres días tras darle un beso de despedida.
La prisionera ginecóloga ayudó a cientos de mujeres a interrumpir sus embarazos. “El mayor crimen que se podía cometer en Auschwitz era estar embarazada”, afirmó en 1982 en una entrevista para The New York Times. Mengele, el llamado Ángel de la Muerte, había encargado a Perl que le informara de cualquier mujer embarazada que hubiera en el campo. “Me enteré de que todas eran enviadas al edificio de investigación para ser usadas como cobayas. Y, después, dos vidas eran lanzadas al crematorio. Decidí que nunca más habría una mujer embarazada en Auschwitz”, rememoró.
Tras sobrevivir a Auschwitz, la ginecóloga ayudó a nacer, de verdad, a más de 3.000 bebés
En enero de 1945, cuando el Ejército soviético se aproximaba, las SS comenzaron a evacuar el campo de concentración. Unos 60.000 prisioneros fueron obligados a emprender una marcha de la muerte hacia el oeste, en medio del invierno. Más de 15.000 murieron, de frío o a tiros, pero Perl no estaba entre ellos. La ginecóloga había sido llevada a otro campo cerca de Hamburgo y, poco después, a Bergen-Belsen, también en Alemania. Allí, en marzo de 1945, la hoy célebre niña Ana Frank murió de tifus, apenas un mes antes de la liberación del campo. Gisella Perl sí vivió para ver entrar a las triunfantes tropas británicas. Según contó, en ese momento estaba ayudando a dar a luz a una mujer. Fue el primer niño judío nacido en libertad en Bergen-Belsen, el lugar que representó “la suprema culminación del sadismo y la bestialidad alemanes”, en palabras de Perl.
En 1947, tras enterarse de que toda su familia había sido asesinada, excepto una hija que pudo quedarse en Rumanía, la ginecóloga intentó suicidarse, sin éxito. Finalmente, emigró a Nueva York. Allí, en EE UU, Perl no fue recibida como una heroína, sino como una sospechosa de crímenes de guerra. "Gisella fue acusada de colaborar con Mengele, lo que, en mi opinión, es una tontería, porque cualquiera que trabajara en el hospital para los presos podría ser acusado", opina Weisz desde Sídney. El testimonio de Perl, sin embargo, coincidía con los de otros supervivientes. La voz de la ginecóloga fue crucial para condenar a un médico nazi en los juicios de Auschwitz, según subrayan los historiadores.
Ya con su reputación limpia, la doctora se convirtió en una experta en infertilidad en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York. El 16 de diciembre de 1988, Perl murió a los 81 años en la ciudad israelí de Herzliya, adonde se había mudado para vivir con su hija. Tras sobrevivir a Auschwitz, la ginecóloga ayudó a nacer, de verdad, a más de 3.000 bebés.
Manuel Ansede
El País
Es una escena casi inconcebible. En los barracones sin agua que servían para defecar en el mayor centro de exterminio nazi, los judíos se citaban para tener sexo, rodeados de excrementos y del olor a carne quemada que salía por las chimeneas de los crematorios. “La letrina funcionaba como un picadero. Allí era donde las prisioneras y los prisioneros se encontraban para tener relaciones sexuales furtivas y sin alegría, en las que el cuerpo se utilizaba como una mercancía con la que pagar los productos que tanto se necesitaban y que los hombres eran capaces de robar de los almacenes”, recordó la ginecóloga rumana Gisella Perl en su libro Yo fui una doctora en Auschwitz, publicado en 1948.
“La letrina de Auschwitz funcionaba como un picadero. Allí era donde las prisioneras y los prisioneros se encontraban para tener relaciones sexuales", escribió Gisella Perl
No solo era una forma de prostitución desesperada. También existía una lujuria inaplacable en el lugar menos imaginable. “El nitrato de potasio que echaban a nuestra comida no era suficiente como para matar el deseo sexual", escribió Perl. "No teníamos menstruación, pero esto era más una consecuencia del trauma psicológico provocado por las circunstancias en las que vivíamos que por el nitrato de potasio. El deseo sexual todavía era uno de los instintos más fuertes”, explicaba. Era el peor sitio para hacerlo, pero algunas mujeres se quedaron embarazadas en Auschwitz y otras muchas llegaron ya preñadas de los guetos.
Dos historiadores del Holocausto rescatan ahora la “dramática” historia de Gisella Perl en un artículo publicado en la revista médica israelí Rambam Maimonides Medical Journal. Perl, que había nacido en 1907 en Sighetu Marmatiei, en Transilvania, trabajaba como ginecóloga cuando las tropas de Adolf Hitler invadieron el norte de Rumanía en 1944. En apenas cinco días de mayo, los nazis deportaron a Auschwitz, en la actual Polonia, a los 14.000 judíos que vivían en el pueblo y sus alrededores. La mayoría de ellos fueron gaseados al llegar. La propia Perl, capturada junto a su marido y su hijo, no volvió a ver a su familia.
La ginecóloga superó esa primera criba letal. En el campo, su profesión le ayudaría a salvar su vida, al recibir el encargo del médico nazi Josef Mengele de reanimar a las mujeres judías a las que se extraía sangre a la fuerza para los soldados heridos en el frente. "La rassenschande, la contaminación con sangre judía inferior, fue olvidada. Éramos demasiado inferiores como para vivir, pero sí servíamos para mantener al Ejército alemán vivo con nuestra sangre", anotó en 1948. Perl salvó su vida y, posiblemente, la de cientos de mujeres, como recuerdan los dos historiadores, el israelí George M. Weisz, de la Universidad de Nueva Inglaterra, y el alemán Konrad Kwiet, del Museo Judío de Sídney, ambos en Australia.
El 6 de octubre de 1943, el dirigente nazi Heinrich Himmler había informado del exterminio judío en marcha a una selecta audiencia de potentados y altos mandos militares en el Ayuntamiento de la ciudad polaca de Poznan. “No me parece justificable exterminar a los hombres [...] y dejar que sus niños crezcan y se venguen de nuestros hijos y nietos”, proclamó Himmler. Los nazis asesinaron a seis millones de judíos. Un millón y medio de ellos eran niños.
“Incluso si eran capaces de trabajar, las mujeres embarazadas eran llevadas a las cámaras de gas nada más llegar [a los campos de concentración]. Si conseguían ocultar sus embarazos, sus bebés recién nacidos eran asesinados con una inyección letal o ahogándolos”, explican Weisz y Kwiet.
Al llegar a Auschwitz, sin embargo, los jefes de las SS se dirigían a las mujeres judías y pedían que las embarazadas diesen un paso al frente, bajo la promesa de una doble ración de pan y leche en un lugar reservado para las futuras madres. En Yo fui una doctora en Auschwitz, Perl recuerda el día de 1944 en que, mientras cumplía un encargo cerca del crematorio, descubrió que aquello era una horrenda farsa. Con sus propios ojos vio que las mujeres embarazadas “eran apaleadas con porras y fustas, destrozadas por perros, arrastradas por los pelos y golpeadas en el estómago con las pesadas botas alemanas. Entonces, cuando se desplomaban, eran arrojadas al crematorio. Vivas”.
Perl se quedó paralizada, incapaz de gritar o huir. “Pero, poco a poco, el horror se convirtió en un sentimiento de rebelión que me sacó de mi letargo y me dio un nuevo incentivo para vivir. Yo debía permanecer con vida. Dependía de mí salvar a todas las mujeres embarazadas [...] de su destino infernal. Dependía de mí salvar la vida de las madres, si no había otra manera, destruyendo la vida de sus niños no nacidos”, relató.
La ginecóloga se puso enseguida manos a la obra. En las noches sin Luna, mientras todo el mundo dormía, ayudaba a las embarazadas a parir o a abortar, sin una gota de agua y de rodillas sobre el suelo sucio y lleno de excrementos de los barracones. “Ayudé a dar a luz a mujeres en su octavo, séptimo, sexto o quinto mes de embarazo, siempre de manera apresurada, siempre con mis cinco dedos, en la oscuridad, en condiciones terribles. Nadie entenderá jamás lo que significó para mí destruir a esos niños”, narraba en su autobiografía. Perl, según contó ella misma, llegó a estrangular a un bebé de tres días tras darle un beso de despedida.
La prisionera ginecóloga ayudó a cientos de mujeres a interrumpir sus embarazos. “El mayor crimen que se podía cometer en Auschwitz era estar embarazada”, afirmó en 1982 en una entrevista para The New York Times. Mengele, el llamado Ángel de la Muerte, había encargado a Perl que le informara de cualquier mujer embarazada que hubiera en el campo. “Me enteré de que todas eran enviadas al edificio de investigación para ser usadas como cobayas. Y, después, dos vidas eran lanzadas al crematorio. Decidí que nunca más habría una mujer embarazada en Auschwitz”, rememoró.
Tras sobrevivir a Auschwitz, la ginecóloga ayudó a nacer, de verdad, a más de 3.000 bebés
En enero de 1945, cuando el Ejército soviético se aproximaba, las SS comenzaron a evacuar el campo de concentración. Unos 60.000 prisioneros fueron obligados a emprender una marcha de la muerte hacia el oeste, en medio del invierno. Más de 15.000 murieron, de frío o a tiros, pero Perl no estaba entre ellos. La ginecóloga había sido llevada a otro campo cerca de Hamburgo y, poco después, a Bergen-Belsen, también en Alemania. Allí, en marzo de 1945, la hoy célebre niña Ana Frank murió de tifus, apenas un mes antes de la liberación del campo. Gisella Perl sí vivió para ver entrar a las triunfantes tropas británicas. Según contó, en ese momento estaba ayudando a dar a luz a una mujer. Fue el primer niño judío nacido en libertad en Bergen-Belsen, el lugar que representó “la suprema culminación del sadismo y la bestialidad alemanes”, en palabras de Perl.
En 1947, tras enterarse de que toda su familia había sido asesinada, excepto una hija que pudo quedarse en Rumanía, la ginecóloga intentó suicidarse, sin éxito. Finalmente, emigró a Nueva York. Allí, en EE UU, Perl no fue recibida como una heroína, sino como una sospechosa de crímenes de guerra. "Gisella fue acusada de colaborar con Mengele, lo que, en mi opinión, es una tontería, porque cualquiera que trabajara en el hospital para los presos podría ser acusado", opina Weisz desde Sídney. El testimonio de Perl, sin embargo, coincidía con los de otros supervivientes. La voz de la ginecóloga fue crucial para condenar a un médico nazi en los juicios de Auschwitz, según subrayan los historiadores.
Ya con su reputación limpia, la doctora se convirtió en una experta en infertilidad en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York. El 16 de diciembre de 1988, Perl murió a los 81 años en la ciudad israelí de Herzliya, adonde se había mudado para vivir con su hija. Tras sobrevivir a Auschwitz, la ginecóloga ayudó a nacer, de verdad, a más de 3.000 bebés.