El misterio de un dios con dos nombres: uno es famoso y el otro, un gigante de 120 metros casi ignorado

Viracocha y Tunupa–Tarapacá, deidades andinas que datan del año 500 después de Cristo, fueron amos del Cielo y de la Tierra

Alfredo Serra
Infobae
En 1872, durante una de sus tan audaces como riesgosas exploraciones, Charles Darwin se preguntó cómo era posible que en el desierto de Atacama, norte de Chile, el más árido del mundo, estuviera dominado desde el cerro Unita por un enorme geoglifo con figura humana.


Urdido sobre el borde del cerro con líneas rectas y simétricas, tenía (tiene aún) cabeza casi cuadrada de la que salen doce líneas (¿rayos?), ojos y boca, y hacia abajo, brazos, cuerpos, piernas y pies también atravesados por líneas similares a las que coronan la cabeza.

Su tamaño es descomunal: ¡120 metros! (el más grande de los geoglifos, superando a las enigmáticas y célebres líneas de Nazca (costa del Perú)… y casi duplicando los 67 del obelisco de Buenos Aires).

Según los estudios más precisos, el gigante atacameño y sus más de cinco mil compañeros –mucho más pequeños– fueron tallados sobre la hostil superficie unos 500 años después de Cristo.

Al parecer, las doce rectas que salen de su cabeza podrían aludir a un calendario. Conjetura discutible, pero no tanto: el dios inca Viracocha, divinidad andina del cielo y las tormentas, estableció un año de doce meses, comenzado en enero.

Y el gigante de Atacama no es otra cosa que Viracocha… en otra latitud. Dos, uno y el mismo. Según la leyenda, "creadores de todas las cosas en esa primera edad de las tinieblas, cuando los hombres vivían en lugares baldíos y peleaban sin cesar".

El gigante fue trazado sobre ese desierto de terreno pedregoso, lagos de sal, arena y lava: un infierno en la Tierra.

Por supuesto, al igual que todos los geoglifos, comparte el mito de ser una señal para presuntas naves tripuladas por extraterrestres. Pero la posible verdad es más sensata. Además de ser una especie de guía astronómica del movimiento de la luna, bien pudo formar parte de un mapa para las caravanas que recorrían las grandes civilizaciones andinas, y también señales indicadoras de agua y alimento para humanos y animales.

Pero ni su tamaño ni su misterio ni su nombre de deidad (Tunupa–Tarapacá) alcanzan grado superlativo hasta que no adoptan el ropaje de Viracocha: el dios del rating, si se nos permite este salto de siglos…

Para empezar, la austeridad –ausencia, en realidad– de rincones para rendir culto al gigante, contrasta no sólo con el barroquismo, la cargazón de su versión en Tiwanaku, la capital del poderoso imperio prehispánico que dominó los Andes sureños con apogeo entre el 500 y el 900 después de la era cristiana: allí, Viracocha preside la magnífica Puerta del Sol.

Y no es todo: decenas de crónicas y leyendas lo describen como El Hacedor, distante, poderoso, capaz de caminar sobre las aguas (coincidencia con la Biblia), objeto de veneración con sangre de animales sacrificados, y según la reconstrucción del explorador–historiador Pedro Sarmiento de Gamboa, "sus acólitos creen que en un principio, de la oscuridad, surgieron hombres gigantes que se rebelaron y desobedecieron a Viracocha, y éste los convirtió en piedra y desató una inundación que cubrió toda la Tierra (un paralelo con el Diluvio Universal bíblico), y cuando todo se calmó, siguió su viaje para realizar milagros": otra inequívoca coincidencia…

Tampoco el gigante de Atacama mereció descripciones. Pero sí en su identidad de Viracocha, a quien Juan de Betanzos, español y gran cronista del imperio inca, dibujó como "un hombre alto de cuerpo, con una vestidura blanca que le daba hasta los pies y traía ceñida, el cabello corto, y una corona en la cabeza a la manera de los sacerdotes, y en las manos algo parecido a un breviario cristiano".

Y por si poco fuera, Viracocha fue uno de los instrumentos de la colonización española para evangelizar esas civilizaciones: dios de los báculos (o las varas), su pueblo creía una divinidad del cielo y hacedor de cuanto existía. Una aparición surgida del lago Titicaca que urdió diferentes linajes andinos, ropas, lenguajes, sembrados, canciones, y cuando en alguna comarca lo desconocían e intentaban matarlo, "hacía bajar fuego del cielo a abrasaba el lugar y su gente" (según una de las crónicas de Juan de Betanzos).

Y que, a juzgar por la versión bilingüe quechua–castellano del escritor y antropólogo peruano José María Arguedas, "Viracocha deseaba a la bella huaca Cavillaca (como todos), pero ella nunca se había acostado con ninguno. Un día, Viracocha se transformó en un pájaro y plantó su germen masculino en una fruta. Cavillaca comió la fruta y se quedó embarazada sin haber tenido relaciones sexuales".

La obviedad de la coincidencia con la concepción de María exime de cualquier comentario.

Y no es extraño. Todas las religiones, monoteístas y politeístas, tienen evidentes puntos de contacto, más allá de las distintas formas que le confieren a Dios, la Creación, el Bien, el Mal, el Cielo, el Infierno. La arcilla del mundo…

Y en el caso de Dos–Uno de Viracocha y el gigante de Atacama, el azar. Mientras sobre Viracocha, la suprema divinidad del mundo andino, se han escrito miles de páginas (crónicas, novelas, ensayos), el gigante sigue inmutable en la soledad de su árido y pelado cerro chileno del desierto de Atacama. Ardiente bajo el sol, helado como la luna en la noche, y misterioso como el infinito Universo.

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