Qué fue mal en Italia

Llegó a ser la quinta economía del mundo en los noventa. El euro hizo pinchar el milagro. Así han acabado llegando al poder los extremismos

ALEXANDER STILLE
El País
Hace aproximadamente 30 años, un banquero alemán le dijo a un amigo mío italiano: “Qué suerte tiene de vivir en un país sin un Gobierno eficaz”. Lo que quería decir el banquero, medio en broma, era que la ausencia de un Gobierno fuerte daba a los italianos ciertos márgenes de maniobra que no tenía Alemania, donde había todo tipo de normas y reglamentos y, en general, se aplicaban con todo rigor. En aquella época, Italia era una especie de milagro. Durante el medio siglo posterior a la II Guerra Mundial fue, junto con Alemania, una de las economías que más crecía en el mundo, a pesar de un elevado nivel de corrupción, de las crisis de Gobierno que se producían casi cada año, del gran volumen de su deuda nacional, de tener unas infraestructuras mediocres y de contar con unos servicios públicos a menudo deficientes. A pesar de todo esto, en los años noventa el PIB de Italia sobrepasó durante un breve periodo al de Reino Unido, lo que la convirtió en la quinta economía del mundo.


Hoy, el panorama de Italia no es tan bueno. Su PIB ha bajado hasta el octavo puesto mundial y es un 36% inferior al de Reino Unido, un síntoma manifiesto de cuánto terreno ha perdido el país. Su economía está un 10% por debajo de donde se encontraba antes de la recesión de 2007-2008. El desempleo juvenil todavía supera el 30%, y aproximadamente dos millones de personas, en su mayoría jóvenes formados y cualificados, se han ido del país para probar fortuna en otros lugares. Muchos italianos han visto cómo se van sus descendientes porque tienen poco futuro en casa, mientras que a sus costas llegan barcos llenos de extranjeros desesperados, 127.000 el año pasado, en busca de asilo. Aunque estas dos migraciones no tienen relación directa, para muchos italianos encarnan, junto con la pérdida de nivel de vida, la sensación que tienen de que su país está yendo en una dirección equivocada. En este contexto, no es extraño que los votantes, en marzo, rechazaran en las urnas a los partidos tradicionales que han dirigido el país durante los últimos 25 años, y optaran por dos movimientos políticos poco convencionales: la Liga, con una firme postura antiinmigración, y el Movimiento Cinco Estrellas, con una posición antisistema, que fue fundado por el cómico Beppe Grillo.

¿Qué fue mal en Italia? ¿Por qué, de pronto, dejó de funcionar un sistema con unos Gobiernos débiles y relativamente ineficaces pero que había producido casi 50 años de creciente prosperidad? Uno de los motivos es que, cuando se incorporó a la eurozona, el Gobierno perdió gran parte de su poder para maniobrar en el área económica. En 1993, cuando Italia sufrió una recesión preocupante, el Gabinete de Giuliano Amato devaluó la lira aproximadamente un 8%. De la noche a la mañana, a las empresas italianas les costó mucho menos vender sus productos en el extranjero, porque se habían abaratado sus precios, y así la producción aumentó y la recesión se superó.

Otro secreto inconfesable del estilo italiano de gobernar, según me explicó el economista Luigi Spaventa a principios de los noventa, ha sido la inflación. Italia tenía un índice de inflación varios puntos por encima de la mayoría de los países industrializados. Esa inflación mantenía baja la cotización de la lira, lo que permitía que las exportaciones siguieran siendo baratas. Pero además, me explicó Spaventa, la inflación era una forma sutil y calladamente progresista de redistribuir la renta. Suponía transferir el dinero de los ciudadanos más ricos, cuyos ahorros valían un poco menos cada año, a los asalariados, cuyos sueldos se ajustaban al alza en función de la inflación. Esta estrategia iba en contra de todos los principios elementales de la economía: de hecho, la inflación empujó a los ricos a sacar el dinero del país e Italia tuvo que convertir en delito la exportación de capital. Sin embargo, los italianos siguieron estando entre los mayores ahorradores del mundo, y esa estrategia tan heterodoxa no impidió que su economía siguiera creciendo, al tiempo que reducía las desigualdades.

Con la entrada en la eurozona, Italia perdió la potestad de devaluar la moneda y se vio obligada a vivir con un límite de déficit público del 3%, por lo que su capacidad de estimular la economía quedó muy limitada.

Sería injusto achacar todos los problemas de Italia al euro. Pero la estricta disciplina del sistema monetario de la UE dejó al descubierto los problemas estructurales profundos del país y la falta de voluntad o incapacidad de sus Gobiernos para abordarlos. La relación entre la deuda y el PIB de Italia, que estaba por debajo del 100% en los años ochenta, es hoy de más del 130%, lo cual disminuye enormemente su capacidad de abordar muchos de los problemas. Italia siguió gastando más de lo que recaudaba, pero ya no podía devaluar su deuda como había hecho tantas veces. Los partidos políticos en el poder no sabían o no querían corregir las ineficiencias tradicionales del sistema italiano: un mercado laboral excesivamente rígido, la escasa inversión en investigación y desarrollo, el subdesarrollo crónico del sur del país, los altos niveles de corrupción y evasión fiscal, y una burocracia estatal que, en lugar de fomentar la actividad empresarial, la asfixia.

Parecía que la operación anticorrupción iniciada en 1992, la denominada Operación Manos Limpias, podía ofrecer la posibilidad de limpiar el sistema y ayudarlo a funcionar en una Europa nueva. Pero el ascenso del magnate de la comunicación Silvio Berlusconi, en 1994, interrumpió ese proceso. Es cierto que el Partido Demócrata, de centro-izquierda, se alternó con Berlusconi en el poder. Aunque lo hicieron algo mejor, los demócratas tampoco supieron o quisieron resolver estos problemas de fondo. Los italianos han buscado en sus Gobiernos una salida a sus penas, pero éstos Gobiernos ya no han dispuesto de las herramientas habituales (devaluación y gasto público) para estimular el crecimiento y reducir el desempleo. El resultado ha sido un estancamiento prolongado, una tasa elevada de desempleo y una escalada de indignación cada vez mayor contra esos Ejecutivos incapaces de detener el declive.

El resultado es un Gobierno que es o bien euroescéptico o antieuropeo. Hasta ahora, el nuevo Ejecutivo ha tenido cuidado de no saltarse las normas europeas, aplazando el recorte fiscal prometido. Pero al mismo tiempo, no parece probable que vaya a hacer las dolorosas reformas estructurales que les gustarían a los partidarios de la austeridad en la UE.

Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, predice que el nuevo Gobierno italiano puede que intente poner en marcha una moneda paralela, que funcionaría a la vez que el euro, para recuperar parte del control de su divisa, lo cual provocará una crisis en la eurozona. Esta crisis, según Stiglitz, podría evitarse si Alemania y otros países europeos mostraran “más humanidad y más flexibilidad”, pero no se muestra optimista ante esta posibilidad.

Hasta ahora, la UE ha contemplado el sufrimiento de los países miembros del sur de Europa con un desdén casi total. En septiembre de 2015, pregunté a Frans Timmermans, vicepresidente de la Comisión Europea, si no había llegado el momento de entablar un debate serio sobre si el euro funciona para países como Italia. Me respondió que la pregunta era tan estúpida que no sabía cómo contestar, e insistió en que cualquier problema de Italia era culpa de sus irresponsables Gobiernos. La victoria del Brexit en el referéndum de 2016 no estimuló un proceso de introspección serio en Bruselas y Berlín, pero es posible que la nueva situación italiana lo haga inevitable.

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