La otra cumbre: liturgia diplomática, “La Bestia” y una pluma intercambiada
La reunión entre Kim y Trump estuvo escrupulosamente coreografiada, pero hubo algunos momentos de espontaneidad
Paloma Almoguera
Singapur, El País
El guion era evidente. La coreografiada cumbre de Kim Jong-un y Donald Trump en Singapur de este martes ha estado marcada por una calculada liturgia diplomática. El orden de llegada de los líderes, el número idéntico de banderas de ambos países, el pensado menú intercultural. Pero también ha tenido su dosis de espontaneidad. Detalles difícilmente controlables como el lenguaje corporal o momentos inesperados que ofrecen otra perspectiva del histórico evento, al margen de sus más o menos tangibles resultados.
Los guiños protocolarios se producían desde antes incluso de que empezara la cumbre. Kim Jong-un era el primero en llegar al hotel Capella de Sentosa, pese a haber trasnochado la víspera haciendo una ruta nocturna por algunos lugares icónicos de Singapur. Impecable en su tradicional traje Mao de raya diplomática, el líder norcoreano aparecía exactamente siete minutos antes que Trump. El estadounidense comparecía casi a la hora en punto en la que estaba programada la cita, las 9.00 de la mañana (las 3:00 de la madrugada en la España peninsular), enfundado en su clásico combinado de traje de chaqueta y corbata roja. Un gesto de respeto del joven líder de Corea del Norte, de 34 años, hacia el presidente de Estados Unidos, de 72, siguiendo la tradición coreana que dicta que el más joven espere.
Se producía entonces el cotizado saludo inicial. Con seis banderas de cada país intercaladas de fondo, Trump, amigo de los apretones dominantes, llevó la iniciativa estrechando la mano de Kim y atrayéndola hacia sí. El norcoreano, con semblante serio, no perdió la compostura y mantuvo el contacto visual durante los 13 infinitos segundos que duró la escena. Era la primera oportunidad de Kim, en desventaja de altura con Trump, de medirse como igual ante el mandatario de la primera potencia mundial.
Trump dejaba después que fuese el norcoreano quien caminase algo avanzado mientras le daba alguna palmada amistosa —o paternalista— en la espalda, imponiéndose como anfitrión en casa ajena. Las primeras imágenes de los dos sentados en una acogedora sala del hotel eran elocuentes. Y no sólo por la reiterativa oratoria de Trump: “Un tremendo éxito. Será tremendamente exitoso”, aventuraba el inquilino de la Casa Blanca sobre el encuentro. También por el contraste entre su léxico, más bien modesto, y el elaborado lenguaje formal de Kim.
“Los viejos prejuicios y prácticas actuaron como grilletes que nos impedían movernos, pero los hemos superado y aquí estamos hoy”, metaforizaba el norcoreano. Tras los primeros saludos y cortesías, los líderes se reunían a solas durante unos 40 minutos, como estaba previsto, para invitar a continuación a la sala a sus respectivas delegaciones y reunirse con ellas a puerta cerrada.
Pasada la parte más densa, Trump comenzaba a permitirse algún comentario jocoso. Manifiestamente más ducho en la escena pública que Kim, recluido en Corea del Norte desde que llegó al poder en 2011 —salvo dos viajes a China este año—, el mandatario estadounidense se dirigía espontáneo a las cámaras. “Tomad una buena foto, todos, para que se nos vea guapos y delgados”, apelaba Trump a los fotógrafos, ante el silencio sepulcral de Kim, al empezar el banquete. Una comida cuyo menú también fue estudiado al milímetro para complacer los gustos de ambos. Platos asiáticos como pepino coreano relleno, cerdo agridulce y arroz frito de Yangzhou con bacalao en salsa de soja y verduras asiáticas en honor de Kim, mientras Trump fue agasajado con helado de vainilla y tartaleta de chocolate, su postre favorito.
El elaborado almuerzo sentaba la tónica para una de las anécdotas más delirantes de la jornada. Ambos líderes se tomaban un respiro dando un paseo por los cuidados jardines del hotel Capella. Trump, expresivo, regaba de comentarios la caminata, señalando a los frondosos arbustos. Kim, de nuevo enmudecido, sonreía. Tras una breve parada frente a los fotógrafos, llegaban a La Bestia, el vehículo oficial del presidente de EE UU.
Alguien que les acompañaba, presumiblemente uno de los guardaespaldas de Trump, abría la puerta del automóvil, en lo que parecía una invitación a Kim a subir a la limusina. ¿Quería enseñarle el exclusivo Cadillac, diseñado incluso para proteger al presidente estadounidense en caso de ataque químico? ¿Se marchan sin firmar nada? Unos segundos de inquietud que se disiparon enseguida. Kim se asomó al interior del vehículo, esbozando una sonrisa nerviosa, tal vez de asombro. Ambos se giraron rápido y la puerta del coche volvió a cerrarse abruptamente. Con cara de circunstancias, regresaron al hotel para preparar, finalmente, la esperada firma de una declaración conjunta.
Era el cénit del día. Pero había un inesperado inconveniente. Una pluma desconocida. Segundos antes de que Kim se dispusiera a firmar el texto, su solícita hermana, Kim Yo-Jong, sacaba la suya del bolsillo de la americana, quitaba la cubierta del estilógrafo y se la daba al joven dictador. Una reacción o bien debida al miedo cerval de Kim de ser víctima del ataque más imprevisto, o a que ambas plumas llevaban inscrito por error el nombre de Donald Trump, según algunos observadores. La declaración de buenas intenciones —sin medidas concretas o calendario para la desnuclearización— se firmaba, salvada in extremis por la pluma intercambiada.
Objetivo cumplido. Trump aparecía exultante en su rueda de prensa de despedida. Tanto que disimulaba su habitual animadversión hacia los medios de comunicación concediendo una veintena de preguntas durante más de una hora. “Me ha asegurado [Kim] que nunca se había llegado tan lejos. Y no creo que los otros presidentes tuvieran la misma habilidad”, decía Trump ufano, intentando convencer (o convencerse) de por qué esta vez las negociaciones para que Corea del Norte abandone su programa nuclear no acabarán en otro sonoro fracaso.
Con Kim ya de regreso a Corea del Norte, previsiblemente satisfecho por haber sido reconocido como líder de un país nuclear por el hombre más poderoso del planeta, Trump, autodesignado anfitrión, se marchaba el último del hotel. Tal vez otra deferencia, o una simple cuestión de horarios, de su —ahora sí— par norcoreano.
Paloma Almoguera
Singapur, El País
El guion era evidente. La coreografiada cumbre de Kim Jong-un y Donald Trump en Singapur de este martes ha estado marcada por una calculada liturgia diplomática. El orden de llegada de los líderes, el número idéntico de banderas de ambos países, el pensado menú intercultural. Pero también ha tenido su dosis de espontaneidad. Detalles difícilmente controlables como el lenguaje corporal o momentos inesperados que ofrecen otra perspectiva del histórico evento, al margen de sus más o menos tangibles resultados.
Los guiños protocolarios se producían desde antes incluso de que empezara la cumbre. Kim Jong-un era el primero en llegar al hotel Capella de Sentosa, pese a haber trasnochado la víspera haciendo una ruta nocturna por algunos lugares icónicos de Singapur. Impecable en su tradicional traje Mao de raya diplomática, el líder norcoreano aparecía exactamente siete minutos antes que Trump. El estadounidense comparecía casi a la hora en punto en la que estaba programada la cita, las 9.00 de la mañana (las 3:00 de la madrugada en la España peninsular), enfundado en su clásico combinado de traje de chaqueta y corbata roja. Un gesto de respeto del joven líder de Corea del Norte, de 34 años, hacia el presidente de Estados Unidos, de 72, siguiendo la tradición coreana que dicta que el más joven espere.
Se producía entonces el cotizado saludo inicial. Con seis banderas de cada país intercaladas de fondo, Trump, amigo de los apretones dominantes, llevó la iniciativa estrechando la mano de Kim y atrayéndola hacia sí. El norcoreano, con semblante serio, no perdió la compostura y mantuvo el contacto visual durante los 13 infinitos segundos que duró la escena. Era la primera oportunidad de Kim, en desventaja de altura con Trump, de medirse como igual ante el mandatario de la primera potencia mundial.
Trump dejaba después que fuese el norcoreano quien caminase algo avanzado mientras le daba alguna palmada amistosa —o paternalista— en la espalda, imponiéndose como anfitrión en casa ajena. Las primeras imágenes de los dos sentados en una acogedora sala del hotel eran elocuentes. Y no sólo por la reiterativa oratoria de Trump: “Un tremendo éxito. Será tremendamente exitoso”, aventuraba el inquilino de la Casa Blanca sobre el encuentro. También por el contraste entre su léxico, más bien modesto, y el elaborado lenguaje formal de Kim.
“Los viejos prejuicios y prácticas actuaron como grilletes que nos impedían movernos, pero los hemos superado y aquí estamos hoy”, metaforizaba el norcoreano. Tras los primeros saludos y cortesías, los líderes se reunían a solas durante unos 40 minutos, como estaba previsto, para invitar a continuación a la sala a sus respectivas delegaciones y reunirse con ellas a puerta cerrada.
Pasada la parte más densa, Trump comenzaba a permitirse algún comentario jocoso. Manifiestamente más ducho en la escena pública que Kim, recluido en Corea del Norte desde que llegó al poder en 2011 —salvo dos viajes a China este año—, el mandatario estadounidense se dirigía espontáneo a las cámaras. “Tomad una buena foto, todos, para que se nos vea guapos y delgados”, apelaba Trump a los fotógrafos, ante el silencio sepulcral de Kim, al empezar el banquete. Una comida cuyo menú también fue estudiado al milímetro para complacer los gustos de ambos. Platos asiáticos como pepino coreano relleno, cerdo agridulce y arroz frito de Yangzhou con bacalao en salsa de soja y verduras asiáticas en honor de Kim, mientras Trump fue agasajado con helado de vainilla y tartaleta de chocolate, su postre favorito.
El elaborado almuerzo sentaba la tónica para una de las anécdotas más delirantes de la jornada. Ambos líderes se tomaban un respiro dando un paseo por los cuidados jardines del hotel Capella. Trump, expresivo, regaba de comentarios la caminata, señalando a los frondosos arbustos. Kim, de nuevo enmudecido, sonreía. Tras una breve parada frente a los fotógrafos, llegaban a La Bestia, el vehículo oficial del presidente de EE UU.
Alguien que les acompañaba, presumiblemente uno de los guardaespaldas de Trump, abría la puerta del automóvil, en lo que parecía una invitación a Kim a subir a la limusina. ¿Quería enseñarle el exclusivo Cadillac, diseñado incluso para proteger al presidente estadounidense en caso de ataque químico? ¿Se marchan sin firmar nada? Unos segundos de inquietud que se disiparon enseguida. Kim se asomó al interior del vehículo, esbozando una sonrisa nerviosa, tal vez de asombro. Ambos se giraron rápido y la puerta del coche volvió a cerrarse abruptamente. Con cara de circunstancias, regresaron al hotel para preparar, finalmente, la esperada firma de una declaración conjunta.
Era el cénit del día. Pero había un inesperado inconveniente. Una pluma desconocida. Segundos antes de que Kim se dispusiera a firmar el texto, su solícita hermana, Kim Yo-Jong, sacaba la suya del bolsillo de la americana, quitaba la cubierta del estilógrafo y se la daba al joven dictador. Una reacción o bien debida al miedo cerval de Kim de ser víctima del ataque más imprevisto, o a que ambas plumas llevaban inscrito por error el nombre de Donald Trump, según algunos observadores. La declaración de buenas intenciones —sin medidas concretas o calendario para la desnuclearización— se firmaba, salvada in extremis por la pluma intercambiada.
Objetivo cumplido. Trump aparecía exultante en su rueda de prensa de despedida. Tanto que disimulaba su habitual animadversión hacia los medios de comunicación concediendo una veintena de preguntas durante más de una hora. “Me ha asegurado [Kim] que nunca se había llegado tan lejos. Y no creo que los otros presidentes tuvieran la misma habilidad”, decía Trump ufano, intentando convencer (o convencerse) de por qué esta vez las negociaciones para que Corea del Norte abandone su programa nuclear no acabarán en otro sonoro fracaso.
Con Kim ya de regreso a Corea del Norte, previsiblemente satisfecho por haber sido reconocido como líder de un país nuclear por el hombre más poderoso del planeta, Trump, autodesignado anfitrión, se marchaba el último del hotel. Tal vez otra deferencia, o una simple cuestión de horarios, de su —ahora sí— par norcoreano.