Mujeres de Kosovo: doblemente víctimas de guerra
Veinte años después del fin del conflicto, la búsqueda de justicia y reparación alienta la lucha de miles de viudas y huérfanas en la antigua provincia serbia
María Antonia Sánchez-Vallejo
Pristina, El País
Saranda Bogujevci sólo conserva un recuerdo de su familia, fragmentos de una cinta de vídeo en la que aparecen todos celebrando un año nuevo. El 28 de marzo de 1999 paramilitares serbios de una unidad conocida como los Escorpiones mataron a 14 miembros del clan, el menor de dos años. Saranda, que tenía 13, sobrevivió a 16 impactos de bala y, aún convaleciente tras pasar por un hospital de Pristina, fue evacuada a Mánchester, donde vivió con una familia de acogida (“mi familia inglesa”) hasta los 28. Tras licenciarse en Bellas Artes, hace cuatro años regresó a Kosovo, con las secuelas del horror en su inerte brazo izquierdo.
En una terraza frente al Parlamento en Pristina, enhebra un cigarrillo con otro para templar los nervios. El encuentro se produce a finales de abril, el día dedicado a las víctimas de la guerra de secesión de Serbia (1998-1999), y apenas media hora después de una sesión parlamentaria conmemorativa. Todo se le remueve por dentro: como víctima, como diputada (del izquierdista Vetëvendosje, Autodeterminación), como miembro del comité de Derechos Humanos, Igualdad de Género y Personas Desaparecidas. Un número casi diabólico: 1.666 personas de las que nada se sabe desde 1999, albaneses en su mayoría, pero también serbios.
Las cuotas, claves para la reconstrucción
Para solventar el desequilibrio demográfico que deja una guerra casi todos los países posconflicto han adoptado políticas de discriminación positiva para facilitar el acceso de las mujeres al espacio público, de la empresa a los Parlamentos, la política o la cultura. Así, Ruanda resulta ser el país con mayor número de diputadas del mundo (el 64% en 2016, frente al 19% de EEUU), seguido por Angola (38%, datos de 2017 del Banco Mundial), Burundi (36%) o la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas), con 34%, los tres últimos con una representación similar a la de Francia o Dinamarca. “En Kosovo, por ley, tenemos un 30% de diputadas, igual que en el servicio exterior”, explica Donika Kadaj Bujupi, parlamentaria de la gubernamental Alianza por el Futuro.
“Puede que no sea suficiente, pero hemos debido hacer una doble transición a la vez: de la guerra a la paz y del socialismo [de la Federación Yugoslava] a la democracia, por eso tal vez priorizamos más la política que asuntos que de verdad afectan a las personas, como los de género. En el Gobierno faltan mujeres, hay sólo dos, y luchamos por que las haya en todas las cúpulas”, explica. “En febrero se adoptó una ley que ayuda a las víctimas de violencia sexual con un salario de unos 200 euros al mes; 20.000 albanesas fueron violadas y antes no tenían ningún tipo de ayuda. También hay un fondo para las viudas de guerra, es la primera vez que un Gobierno [kosovar] adopta algo así”. El informe de la CE, sin embargo, critica que el registro de violencia sexual llegue sólo hasta el 20 de junio de 1999, el día que acabó la guerra, con lo que quedan fuera casos posteriores (perpetrados teóricamente por violadores locales, albaneses). Pero Donika Kadaj Bujupi, y otras muchas como ella, también miran hacia el futuro. “Diputadas, académicas, activistas y periodistas de Serbia y Kosovo hemos creado, gracias al apoyo de la OSCE, una plataforma conjunta de discusión y encuentro. Porque se trata también de perdonar, aunque nunca olvidemos”. La primera reunión, informal y lastrada por la desconfianza, fue en 2012 en Montenegro. Desde entonces se ven regularmente y hoy algunas de ellas, aunque siga separándolas un foso de horror, son también incluso amigas.
Saranda Bogujevci se ha construido sobre el dolor. A los 18 años, junto con tres primos, se convirtió en la primera víctima de etnia albanesa que declaraba en un tribunal de Belgrado sobre las atrocidades de los paramilitares serbios; cinco fueron condenados a prisión por la matanza. En 2013 dio otro paso al frente al presentar en la capital serbia una exposición sobre la masacre familiar, Los Bogujevci, una historia visual, surgida precisamente de aquel vídeo. Entre sonoras protestas ultranacionalistas, el entonces primer ministro serbio, Ivica Dacic, asistió a la inauguración. “No hizo nada de más, estaba obligado a retratarse”, subraya la artista y diputada. “Fue duro pero importante. Estaba destinada a sobrevivir para poder recordar la historia de mi familia, así alguien podría contar la verdad. La gestación de la obra fue una especie de terapia, en parte para cerrar heridas que siguen abiertas y también para asumir que ese es el pasado que me corresponde”.
Su historia, como la de otras tantas víctimas de guerra, evoca de inmediato palabras como puños: justicia, reparación, perdón, la difícil convivencia con los verdugos, o sus cómplices. “¿Reconciliación? No sólo es muy pronto para hablar de reconciliación, es que resulta imposible hacerlo cuando desconoces el paradero de tus seres queridos, cuando no sabes qué ha sido de ellos. Además, ellos [los serbios] deben enfrentarlo también, no pueden seguir mirando para otro lado”, sostiene.
Esos 1.666 desaparecidos —según cálculos de agosto de 2016 del Comité Internacional de la Cruz Roja— han dejado detrás un reguero de mujeres solas, una característica de las denominadas sociedades posconflicto. Aunque todas, sin excepción, han debido reinventarse, la mayoría carece del altavoz de Saranda Bogujevci, como el colectivo de las mujeres de Krusha, localidad de un millar de habitantes donde un centenar de varones —varios niños incluidos— fueron asesinados en marzo de 1999 por las fuerzas serbias en uno de los peores episodios del conflicto. Ochenta y dos mujeres quedaron viudas en cuestión de horas. Forzadas a huir a la vecina Albania, regresaron al acabar la guerra a su pueblo para reconstruirlo a la par que sus vidas. Su vivencia es un extraordinario ejemplo de empoderamiento, recuerda la investigadora Nora Ahmetaj, experta en Justicia Transicional que ha trabajado con ellas. “Las mujeres de Krusha no sólo reconstruyeron sus casas, sus vidas y sus familias, criando a sus hijos; también lucharon por sobrevivir en una pequeña comunidad donde, en vez de apoyarlas, todos escudriñaban cada paso que daban. Veinte años después de la guerra, las mujeres de Krusha y otros pueblos arrasados quieren que se recuerde el pasado, pero también que sus hijos tengan acceso a la educación o el empleo. Insisten en que no han sufrido tanto criando a sus hijos para enviarlos ahora a Europa occidental [como emigrantes]. Quieren reconocimiento y apoyo por parte del Estado kosovar”, explica Ahmetaj.
“Como les sucede a las madres solteras, las de Krusha no tenían otra opción que coger las riendas, sin apoyo institucional y a menudo lastradas por el estigma social, más los problemas derivados de sus familias políticas, que en gran medida marginan a las nueras y las discriminan a la hora de hacerse cargo de las tierras del marido o de la simbólica ayuda del Estado”. Si se cambia Kosovo por Ruanda o Timor o Burundi, otras sociedades posconflicto, la situación de las mujeres se repite casi como un calco.
También quieren justicia, independientemente de quien la dicte o a quien incrimine. Dado el retraso del tribunal especial de crímenes de guerra de Kosovo, con sede en La Haya, y ante la inminente marcha de Eulex (misión civil de administración de justicia de la UE) en junio, las mujeres de Krusha “aguardan las acusaciones [del tribunal especial] independientemente de la identidad étnica del victimario, y siguen luchando por la justicia y la verdad tras haber perdido la fe en la justicia doméstica y en cortes internacionales híbridas como el Tribunal Internacional para la Antigua Yugoslavia, UNMIK [de la ONU] o Eulex”. El tiempo, congelado, parece darles la razón: en su último informe sobre la Antigua Yugoslavia, de mediados de abril, la Comisión Europea constata continuos obstáculos a la hora de juzgar crímenes de guerra y de compensar a las víctimas. Retrasos, falta de empeño político o de recursos humanos; nula cooperación en el caso de Serbia y Kosovo. “El autor material de los disparos que acabaron con mi familia ya ha salido de la cárcel. Antes de cumplir la pena. Está libre, por ahí, y los míos muertos”, recuerda entre sollozos, cigarrillo tras cigarrillo, Saranda Bogujevci, víctima de guerra.
María Antonia Sánchez-Vallejo
Pristina, El País
Saranda Bogujevci sólo conserva un recuerdo de su familia, fragmentos de una cinta de vídeo en la que aparecen todos celebrando un año nuevo. El 28 de marzo de 1999 paramilitares serbios de una unidad conocida como los Escorpiones mataron a 14 miembros del clan, el menor de dos años. Saranda, que tenía 13, sobrevivió a 16 impactos de bala y, aún convaleciente tras pasar por un hospital de Pristina, fue evacuada a Mánchester, donde vivió con una familia de acogida (“mi familia inglesa”) hasta los 28. Tras licenciarse en Bellas Artes, hace cuatro años regresó a Kosovo, con las secuelas del horror en su inerte brazo izquierdo.
En una terraza frente al Parlamento en Pristina, enhebra un cigarrillo con otro para templar los nervios. El encuentro se produce a finales de abril, el día dedicado a las víctimas de la guerra de secesión de Serbia (1998-1999), y apenas media hora después de una sesión parlamentaria conmemorativa. Todo se le remueve por dentro: como víctima, como diputada (del izquierdista Vetëvendosje, Autodeterminación), como miembro del comité de Derechos Humanos, Igualdad de Género y Personas Desaparecidas. Un número casi diabólico: 1.666 personas de las que nada se sabe desde 1999, albaneses en su mayoría, pero también serbios.
Las cuotas, claves para la reconstrucción
Para solventar el desequilibrio demográfico que deja una guerra casi todos los países posconflicto han adoptado políticas de discriminación positiva para facilitar el acceso de las mujeres al espacio público, de la empresa a los Parlamentos, la política o la cultura. Así, Ruanda resulta ser el país con mayor número de diputadas del mundo (el 64% en 2016, frente al 19% de EEUU), seguido por Angola (38%, datos de 2017 del Banco Mundial), Burundi (36%) o la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas), con 34%, los tres últimos con una representación similar a la de Francia o Dinamarca. “En Kosovo, por ley, tenemos un 30% de diputadas, igual que en el servicio exterior”, explica Donika Kadaj Bujupi, parlamentaria de la gubernamental Alianza por el Futuro.
“Puede que no sea suficiente, pero hemos debido hacer una doble transición a la vez: de la guerra a la paz y del socialismo [de la Federación Yugoslava] a la democracia, por eso tal vez priorizamos más la política que asuntos que de verdad afectan a las personas, como los de género. En el Gobierno faltan mujeres, hay sólo dos, y luchamos por que las haya en todas las cúpulas”, explica. “En febrero se adoptó una ley que ayuda a las víctimas de violencia sexual con un salario de unos 200 euros al mes; 20.000 albanesas fueron violadas y antes no tenían ningún tipo de ayuda. También hay un fondo para las viudas de guerra, es la primera vez que un Gobierno [kosovar] adopta algo así”. El informe de la CE, sin embargo, critica que el registro de violencia sexual llegue sólo hasta el 20 de junio de 1999, el día que acabó la guerra, con lo que quedan fuera casos posteriores (perpetrados teóricamente por violadores locales, albaneses). Pero Donika Kadaj Bujupi, y otras muchas como ella, también miran hacia el futuro. “Diputadas, académicas, activistas y periodistas de Serbia y Kosovo hemos creado, gracias al apoyo de la OSCE, una plataforma conjunta de discusión y encuentro. Porque se trata también de perdonar, aunque nunca olvidemos”. La primera reunión, informal y lastrada por la desconfianza, fue en 2012 en Montenegro. Desde entonces se ven regularmente y hoy algunas de ellas, aunque siga separándolas un foso de horror, son también incluso amigas.
Saranda Bogujevci se ha construido sobre el dolor. A los 18 años, junto con tres primos, se convirtió en la primera víctima de etnia albanesa que declaraba en un tribunal de Belgrado sobre las atrocidades de los paramilitares serbios; cinco fueron condenados a prisión por la matanza. En 2013 dio otro paso al frente al presentar en la capital serbia una exposición sobre la masacre familiar, Los Bogujevci, una historia visual, surgida precisamente de aquel vídeo. Entre sonoras protestas ultranacionalistas, el entonces primer ministro serbio, Ivica Dacic, asistió a la inauguración. “No hizo nada de más, estaba obligado a retratarse”, subraya la artista y diputada. “Fue duro pero importante. Estaba destinada a sobrevivir para poder recordar la historia de mi familia, así alguien podría contar la verdad. La gestación de la obra fue una especie de terapia, en parte para cerrar heridas que siguen abiertas y también para asumir que ese es el pasado que me corresponde”.
Su historia, como la de otras tantas víctimas de guerra, evoca de inmediato palabras como puños: justicia, reparación, perdón, la difícil convivencia con los verdugos, o sus cómplices. “¿Reconciliación? No sólo es muy pronto para hablar de reconciliación, es que resulta imposible hacerlo cuando desconoces el paradero de tus seres queridos, cuando no sabes qué ha sido de ellos. Además, ellos [los serbios] deben enfrentarlo también, no pueden seguir mirando para otro lado”, sostiene.
Esos 1.666 desaparecidos —según cálculos de agosto de 2016 del Comité Internacional de la Cruz Roja— han dejado detrás un reguero de mujeres solas, una característica de las denominadas sociedades posconflicto. Aunque todas, sin excepción, han debido reinventarse, la mayoría carece del altavoz de Saranda Bogujevci, como el colectivo de las mujeres de Krusha, localidad de un millar de habitantes donde un centenar de varones —varios niños incluidos— fueron asesinados en marzo de 1999 por las fuerzas serbias en uno de los peores episodios del conflicto. Ochenta y dos mujeres quedaron viudas en cuestión de horas. Forzadas a huir a la vecina Albania, regresaron al acabar la guerra a su pueblo para reconstruirlo a la par que sus vidas. Su vivencia es un extraordinario ejemplo de empoderamiento, recuerda la investigadora Nora Ahmetaj, experta en Justicia Transicional que ha trabajado con ellas. “Las mujeres de Krusha no sólo reconstruyeron sus casas, sus vidas y sus familias, criando a sus hijos; también lucharon por sobrevivir en una pequeña comunidad donde, en vez de apoyarlas, todos escudriñaban cada paso que daban. Veinte años después de la guerra, las mujeres de Krusha y otros pueblos arrasados quieren que se recuerde el pasado, pero también que sus hijos tengan acceso a la educación o el empleo. Insisten en que no han sufrido tanto criando a sus hijos para enviarlos ahora a Europa occidental [como emigrantes]. Quieren reconocimiento y apoyo por parte del Estado kosovar”, explica Ahmetaj.
“Como les sucede a las madres solteras, las de Krusha no tenían otra opción que coger las riendas, sin apoyo institucional y a menudo lastradas por el estigma social, más los problemas derivados de sus familias políticas, que en gran medida marginan a las nueras y las discriminan a la hora de hacerse cargo de las tierras del marido o de la simbólica ayuda del Estado”. Si se cambia Kosovo por Ruanda o Timor o Burundi, otras sociedades posconflicto, la situación de las mujeres se repite casi como un calco.
También quieren justicia, independientemente de quien la dicte o a quien incrimine. Dado el retraso del tribunal especial de crímenes de guerra de Kosovo, con sede en La Haya, y ante la inminente marcha de Eulex (misión civil de administración de justicia de la UE) en junio, las mujeres de Krusha “aguardan las acusaciones [del tribunal especial] independientemente de la identidad étnica del victimario, y siguen luchando por la justicia y la verdad tras haber perdido la fe en la justicia doméstica y en cortes internacionales híbridas como el Tribunal Internacional para la Antigua Yugoslavia, UNMIK [de la ONU] o Eulex”. El tiempo, congelado, parece darles la razón: en su último informe sobre la Antigua Yugoslavia, de mediados de abril, la Comisión Europea constata continuos obstáculos a la hora de juzgar crímenes de guerra y de compensar a las víctimas. Retrasos, falta de empeño político o de recursos humanos; nula cooperación en el caso de Serbia y Kosovo. “El autor material de los disparos que acabaron con mi familia ya ha salido de la cárcel. Antes de cumplir la pena. Está libre, por ahí, y los míos muertos”, recuerda entre sollozos, cigarrillo tras cigarrillo, Saranda Bogujevci, víctima de guerra.