El presidente del ‘América First’ deja a Europa atrás
Nunca desde la Segunda Guerra Mundial la brecha entre Estados Unidos y sus aliados europeos ha sido mayor
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
El presidente Donald Trump no ha roto con Europa, ha roto con la historia. Nunca desde la Segunda Guerra Mundial la brecha entre Estados Unidos y sus aliados europeos había sido mayor. La alianza que sirvió para enfrentarse con éxito a la URSS y su posterior desintegración ha entrado en barrena con Trump. Fiado a sus instintos y buscando desesperadamente amortiguar los escándalos internos, el multimillonario republicano está construyendo lo que prometió en campaña: un nuevo orden en el que su país prime por encima de cualquier otro interés.
“La época en la que podíamos confiar en EE UU terminó”. Lo dijo Angela Merkel el pasado jueves en Aquisgrán (Alemania) y su dictamen no hizo más que certificar lo que es un lugar común en Washington. Hace meses que en la Casa Blanca se da por disuelta la buena relación que Barack Obama mantuvo con sus aliados transatlánticos. Ya en la campaña, el multimillonario republicano disparó contra la fortaleza europea, atacó el superávit comercial alemán y abominó del acuerdo con Irán. Hubo entonces quien pensó que se trataba de meras palabras. Que el vendaval se apaciguaría. Pero si algo ha demostrado Trump en sus casi 16 meses de mandato es que cumple sus promesas. Lo que en su universo se traduce en mantener activo su electorado. Golpear fuera para ganar dentro. “Y lo está consiguiendo, si ahora mismo se celebrasen elecciones presidenciales, volvería a vencer”, explica a este periódico Larry Sabato, experto electoral y profesor de la Universidad de Virginia.
Fiel a esta estrategia, el presidente del America First ha ido demoliendo la política exterior norteamericana. Ha zarandeado a México y puesto al borde del abismo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Ha absorbido hasta sus últimas consecuencias la agenda israelí para Oriente Próximo. Y ha decidido alterar el flujo comercial con su rival planetario, China. “Con Trump, las leyes y los compromisos internacionales son de obligado cumplimiento para todos, menos para Estados Unidos; así es su excepcionalismo”, ha escrito el experto Peter Beinart.
Europa no escapa a este nuevo ecosistema. Sus críticas a la OTAN, aunque luego las rectificó, y sobre todo la salida en junio del Acuerdo de París contra el cambio climático ya alertaron de que el aislacionismo de Trump iba en serio. Un proceso que se ha precipitado en los últimos meses. El odio al legado de Barack Obama y el intento de silenciar los escándalos que le acosan —desde la trama rusa hasta su relación con la actriz porno Stormy Daniels— han influido en esta radicalización.
Obtenido el poder, el presidente ha dado rienda suelta a su carácter mercurial. A golpe de tuit ha fulminado al ala moderada de la Casa Blanca y la ha sustituido por un nido de halcones concentrados alrededor del secretario de Estado, Mike Pompeo; el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, y el estratega comercial, Peter Navarro. Ninguno de ellos mira hacia la otra orilla del Atlántico con las expectativas de las anteriores administraciones. Son aislacionistas. Defensores del excepcionalismo que practica Trump. Piensan, como ha declarado Navarro, que la Unión Europea sigue a pies juntillas la política de Berlín y que el euro es una prolongación del marco.
La guerra arancelaria refleja esta quiebra, aunque el signo más evidente ha sido el abandono el martes pasado del pacto nuclear con Irán. El texto, suscrito en 2015 en Viena, era el último puente. Fue fraguado por Estados Unidos y firmado, bajo sus auspicios, por Francia, Alemania, Reino Unido, Rusia y China. Cuando Trump lanzó en enero su ultimátum, en su defensa salieron los primeros espadas europeos. Pero ni la visita de Estado del presidente francés, Emmanuel Macron, ni el viaje relámpago de Merkel a Washington sirvieron. Por el contrario, mostraron la distancia de Washington con Berlín y su indisimulado intento de forjar, por encima de Londres, una relación especial con París. Un juego con el que Macron, hijo de su propio excepcionalismo, coqueteó sin disimulo. “Hay una tormenta sobre el Atlántico, y desde que Trump fue elegido la relación con sus aliados tradicionales, Alemania y Reino Unido, se ha deteriorado; esto le ha abierto una ventana de oportunidad a Francia”, afirma Celia Belin, experta de Brookings Institution.
El peligro de que Macron sufra el síndrome Tony Blair está ahí. En los próximos meses tendrá que decantarse. El restablecimiento de las sanciones estadounidenses a las empresas europeas instaladas en Irán marcará un punto de no retorno. Trump difícilmente dará marcha atrás. Pisa fuerte en las encuestas y tiene ante sí un desafío que le puede brindar el gran éxito internacional que necesita: Corea del Norte. Si logra la desnuclearización, se reafirmará en su paradigma. Habrá más América y menos Europa. Algo que todos sabían y ahora están comprobando.
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
El presidente Donald Trump no ha roto con Europa, ha roto con la historia. Nunca desde la Segunda Guerra Mundial la brecha entre Estados Unidos y sus aliados europeos había sido mayor. La alianza que sirvió para enfrentarse con éxito a la URSS y su posterior desintegración ha entrado en barrena con Trump. Fiado a sus instintos y buscando desesperadamente amortiguar los escándalos internos, el multimillonario republicano está construyendo lo que prometió en campaña: un nuevo orden en el que su país prime por encima de cualquier otro interés.
“La época en la que podíamos confiar en EE UU terminó”. Lo dijo Angela Merkel el pasado jueves en Aquisgrán (Alemania) y su dictamen no hizo más que certificar lo que es un lugar común en Washington. Hace meses que en la Casa Blanca se da por disuelta la buena relación que Barack Obama mantuvo con sus aliados transatlánticos. Ya en la campaña, el multimillonario republicano disparó contra la fortaleza europea, atacó el superávit comercial alemán y abominó del acuerdo con Irán. Hubo entonces quien pensó que se trataba de meras palabras. Que el vendaval se apaciguaría. Pero si algo ha demostrado Trump en sus casi 16 meses de mandato es que cumple sus promesas. Lo que en su universo se traduce en mantener activo su electorado. Golpear fuera para ganar dentro. “Y lo está consiguiendo, si ahora mismo se celebrasen elecciones presidenciales, volvería a vencer”, explica a este periódico Larry Sabato, experto electoral y profesor de la Universidad de Virginia.
Fiel a esta estrategia, el presidente del America First ha ido demoliendo la política exterior norteamericana. Ha zarandeado a México y puesto al borde del abismo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Ha absorbido hasta sus últimas consecuencias la agenda israelí para Oriente Próximo. Y ha decidido alterar el flujo comercial con su rival planetario, China. “Con Trump, las leyes y los compromisos internacionales son de obligado cumplimiento para todos, menos para Estados Unidos; así es su excepcionalismo”, ha escrito el experto Peter Beinart.
Europa no escapa a este nuevo ecosistema. Sus críticas a la OTAN, aunque luego las rectificó, y sobre todo la salida en junio del Acuerdo de París contra el cambio climático ya alertaron de que el aislacionismo de Trump iba en serio. Un proceso que se ha precipitado en los últimos meses. El odio al legado de Barack Obama y el intento de silenciar los escándalos que le acosan —desde la trama rusa hasta su relación con la actriz porno Stormy Daniels— han influido en esta radicalización.
Obtenido el poder, el presidente ha dado rienda suelta a su carácter mercurial. A golpe de tuit ha fulminado al ala moderada de la Casa Blanca y la ha sustituido por un nido de halcones concentrados alrededor del secretario de Estado, Mike Pompeo; el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, y el estratega comercial, Peter Navarro. Ninguno de ellos mira hacia la otra orilla del Atlántico con las expectativas de las anteriores administraciones. Son aislacionistas. Defensores del excepcionalismo que practica Trump. Piensan, como ha declarado Navarro, que la Unión Europea sigue a pies juntillas la política de Berlín y que el euro es una prolongación del marco.
La guerra arancelaria refleja esta quiebra, aunque el signo más evidente ha sido el abandono el martes pasado del pacto nuclear con Irán. El texto, suscrito en 2015 en Viena, era el último puente. Fue fraguado por Estados Unidos y firmado, bajo sus auspicios, por Francia, Alemania, Reino Unido, Rusia y China. Cuando Trump lanzó en enero su ultimátum, en su defensa salieron los primeros espadas europeos. Pero ni la visita de Estado del presidente francés, Emmanuel Macron, ni el viaje relámpago de Merkel a Washington sirvieron. Por el contrario, mostraron la distancia de Washington con Berlín y su indisimulado intento de forjar, por encima de Londres, una relación especial con París. Un juego con el que Macron, hijo de su propio excepcionalismo, coqueteó sin disimulo. “Hay una tormenta sobre el Atlántico, y desde que Trump fue elegido la relación con sus aliados tradicionales, Alemania y Reino Unido, se ha deteriorado; esto le ha abierto una ventana de oportunidad a Francia”, afirma Celia Belin, experta de Brookings Institution.
El peligro de que Macron sufra el síndrome Tony Blair está ahí. En los próximos meses tendrá que decantarse. El restablecimiento de las sanciones estadounidenses a las empresas europeas instaladas en Irán marcará un punto de no retorno. Trump difícilmente dará marcha atrás. Pisa fuerte en las encuestas y tiene ante sí un desafío que le puede brindar el gran éxito internacional que necesita: Corea del Norte. Si logra la desnuclearización, se reafirmará en su paradigma. Habrá más América y menos Europa. Algo que todos sabían y ahora están comprobando.