El mariscal que quiere reinar en Egipto

La reelección de presidente Al Sisi con más del 90% de los votos consolida un régimen autocrático dominado por el Ejército

Juan Carlos Sanz
El Cairo, El País
De aire serio y circunspecto, de aburrido escriba del faraón, el exmariscal de campo Abdelfatá al Sisi encarna más bien la figura de un sultán mameluco, de un monarca de la casta castrense que gobernó Egipto entre los siglos XIII y XVI. De los seis mandatarios que han dirigido el país del Nilo desde la revolución de Gamal Abdel Nasser en 1952, todos han sido militares, excepto el islamista Mohamed Morsi, que fue precisamente depuesto en 2013 por Al Sisi. Esta semana acaba de ver refrendado su poder al ser reelegido presidente con más del 90% de los votos, aunque con una participación del 40%, inferior a la de los comicios que le otorgaron su primer mandato hace cuatro años. El inexistente rival al que se ha enfrentado —Musa Mustafá Musa, líder de un pequeño partido que le ha apoyado en el Parlamento— solo ha alcanzado el 3% de los sufragios. Otros aspirantes de peso, entre ellos dos antiguos altos jefes militares, quedaron apartados fulminantemente de la carrera electoral.


Al Sisi pertenece a la nomenklatura de servidores públicos egipcios que parecen situarse siempre en el lugar más adecuado. Agregado militar en Arabia Saudí (1987), graduado en la escuela de Estado Mayor de Reino Unido (1992), alumno del Colegio de Guerra del Ejército de EE UU (2006), la primavera árabe le sorprendió en 2011 al frente del Servicio de Inteligencia de la Fuerzas Armadas. Se convirtió en el general más joven de la junta que derrocó al presidente Hosni Mubarak tras la revolución popular que estalló en la plaza de Tahrir.

Criado en los callejones de los milagros de Jan el Jalili, el gran zoco cairota, su destino estaba marcado por la oportunidad. Cuando los Hermanos Musulmanes se hicieron con el poder en las urnas en 2012 y catapultaron al ingeniero Morsi a la presidencia, no tardaron en prescindir de la vieja guardia del Ejército, encabezada por el octogenario mariscal Mohamed Tantawi, y en colocar al frente de los uniformados a un general piadoso nacido en 1954, que se levanta a rezar cada madrugada como buen musulmán. A los 55 años, el vendedor de papiros Mohamed Hasanen Hasan de Gamaleya —el barrio natal de Al Sisi—, no recuerda al actual jefe del Estado, pero conoce bien las tiendas de muebles labrados con motivos islámicos que su familia regenta en el bazar. “Aquí le hemos votado todos”, asegura, “es el único que ha sabido enfrentarse al terrorismo”.

Al Sisi no vaciló al ordenar un año después la detención de Morsi, tras la nueva oleada de protestas masivas en Tahrir que arrinconó políticamente a la Hermandad. Ni al decretar la erradicación de los focos de resistencia islamista, como el de la plaza de Rabba al Adawiya de la capital, donde según la BBC perdieron la vida hasta 2.200 manifestantes.

Entonces era un gran desconocido para su pueblo, pero ya formaba parte de un Estado profundo donde interactúan los servicios de seguridad y de inteligencia, y que sostiene las auténticas riendas del poder en Egipto.

En contraposición a una imagen omnipresente en las calles, el presidente ha preferido guardar silencio durante la pasada campaña. No ha participado en ningún debate y apenas ha protagonizado actos o mítines. Tras proscribir a los Hermanos Musulmanes, Al Sisi no ha cejado en su empeño de erradicación a ultranza de la cofradía en la sociedad egipcia.

A pesar del desgaste sufrido durante su primer mandato sigue presentándose ante la ciudadanía como el hombre fuerte que necesita Egipto para superar el caos de la primavera árabe. Sin aparente carisma, en ocasiones recurre al misticismo de compartir sus sueños premonitorios. En una ocasión llegó a revelar que se le había aparecido mientras dormía el fallecido mandatario Anuar Sadat para anunciarle que algún día sería presidente.

“Dentro de poco tendrá que aprobar una subida del precio de los combustibles, de acuerdo con las instrucciones del Fondo Monetario Internacional”, asegura tras las elecciones el analista político Mustafá Kamel al Sayyed, “y el descontento de la población por el incremento del coste de la vida no va a tardar en manifestarse”.

El presidente egipcio ha impulsado durante su primer mandato megaproyectos característicos de los gobernantes autoritarios, como el de la ampliación de un tramo del canal de Suez o la edificación de una nueva capital administrativa entre El Cairo y el mar Rojo. También han aumentado en la legislatura que ahora concluye los casos de torturas bajo detención y de desapariciones, temporales o permanentes, de disidentes, según Human Rights Watch. Por lo demás, su decisión de entregar a Arabia Saudí las islas de Tiran y Sanafir, en la embocadura del golfo de Aqaba, ha sido vista como una de las más impopulares de su presidencia al golpear el orgullo nacional egipcio.
General destituido

Sigue manteniendo un indudable prestigio de primus inter pares en el estamento militar, al frente de una generación de generales que, al contrario que sus predecesores, carecen de experiencia de combate. La destitución, el pasado octubre, del jefe de las Fuerzas Armadas, general Mahmud Hegazy, un antiguo compañero de armas con quien está emparentado, ha sido interpretada en Egipto como un reconocimiento expreso de los limitados resultados en la lucha contra el yihadismo.

El culto a la personalidad de la dinastía autoritaria de extracción castrense que inauguró Nasser, se ha asentado ya en la figura de Al Sisi. Muchos ven en ello una señal inequívoca de una vocación de aferrarse al poder tanto tiempo como sea posible. Sus aliados en el Parlamento han propuesto una reforma de la Constitución —que limita a dos legislaturas los mandatos presidenciales— para que el exmariscal pueda presentarse de nuevo a la reelección en 2022, e incluso más adelante.

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