De "El Satanás" a los "zombies", los mareros que azotan a las Américas

Nacieron en los 80 en Los Angeles. Hoy tienen filiales desde México hasta Irak. Son el problema más grave de seguridad de todos los países centroamericanos. Manejan millones de dólares. Trabajan junto a los carteles de la droga. Se tatúan en la espalda los nombres de los que "palman". En la última semana, el jefe de la Policía de Las Vegas dijo que los mareros comenzaron a controlar los barrios de los suburbios de la capital del juego

Gustavo Sierra
Especial para Infobae America
"El Satanás" se acomodó la pistola 9 milímetros que llevaba en la cintura y se sentó dispuesto a hablar "pa que los gringos sepan cómo somos los mareros (pandilleros) de verdad".


"El Satanás" está "manchado" de pies a cabeza, tiene tatuajes por todo el cuerpo y buena parte de su cara. En cada dibujo se destacan claramente las letras MS y el número 13.

Pertenece a la Mara Salvatrucha, la banda juvenil más poderosa del mundo con más de 100.000 miembros, nacida en la calle 13 de Los Angeles y ahora dispersa por todo Centroamérica con ramificaciones en Canadá, Australia y hasta Irak.

"El Satanás" se llama Antonio, un muchacho de 19 años, delgado y de piel oscura llena de tatuajes azulados, es el jefe de una clika (célula) del barrio de El Carrizal, en uno de los cerros de los alrededores de Tegucigalpa, la capital hondureña.

"Vamos a apurarnos que tengo que hacer un palme (matar). Tenemos que palmar a unos de la 18 que se nos quieren meter en el barrio", dice "El Satanás" con cara de nada. Los de "la 18" son los de la mara rival, la que nació en la calle con ese número en el South-Central de Los Angeles. Esa también es una banda internacional con "clikas" en las principales ciudades estadounidenses y centroamericanas.

Desde que pude hablar con "El Satanás", hace cinco años y gracias a un contacto local, la expansión de las maras por todo el continente no se detiene. Hay indicios de que operan desde Alaska hasta Chile y Argentina. La última semana, el jefe de Policía de La Vegas, la gran capital del juego, se quejaba amargamente de que los mareros dominaban casi todos los barrios de la periferia de la ciudad. "Pudimos combatir con éxito a la mafia italiana y la irlandesa, pero los mareros son otra cosa. Son más imprevisibles y salvajes", dijo.

"Broder (hermano), acá es así, a hierro. Matás o morís", asegura "El Satanás" mientras me muestra un tatuaje en la espalda con cinco tumbas con un RIP y un nombre marcados en el centro. Uno dice "panuda". Otro "mocos". En el de arriba se lee "chepa" (cana). "Ese es por un policía que me palmé. Los otros son los nombres de las clikas a las que pertenecían los que ya están hule (muertos)", explica "El Satanás" como si hablara de lo que comió en el desayuno.

En los años 50, en California, los jóvenes disconformes de esa época se agrupaban en pequeñas bandas que disputaban el dominio en sus barrios. A lo sumo terminaba uno herido por algún navajazo, aún no había drogas duras ni ametralladoras AK-47.

La más famosa de las pandillas de entonces, y que luego se convirtió en una banda criminal muy poderosa, fue la de los Crips and Bloods. Cuando los anglos comenzaron a atacar a los mexicanos, éstos se organizaron para defenderse y copiaron el mismo esquema de las pandillas.

El centro de sus actividades estuvo en el South-Central de Los Angeles. En los 70, los hispanos se juntaban entre las calles 10 y 20 y cada esquina tenía una banda que rivalizaba con la de la siguiente.

La gran explosión de estas pandillas se produjo con la llegada de los refugiados de las guerras civiles centroamericanas en los años 80. En 1992, la policía californiana se enteró de la existencia de la Mara Salvatrucha ("salva" por salvadoreños y "trucha" en su jerga significa "piolas", listos) porque sus miembros fueron los principales líderes del levantamiento popular (riots) que dejó en llamas buena parte del centro de Los Angeles.

Los otros hispanos que llegaban en esos años se unieron a la M-18, una antigua agrupación de mexicanos que ahora contaba con hondureños, guatemaltecos y nicaragüenses.

Tenían el conocimiento de organización de la guerrilla y lo aplicaron a sus bandas. El FBI comenzó a perseguirlos y encarcelarlos. En las prisiones californianas las maras se entremezclaron y se hicieron poderosas.

Comenzaron a controlar buena parte del negocio de la droga y de la inmigración ilegal en las calles de las grandes ciudades. En 1996, el Congreso estadounidense aprobó una ley por la que cualquier extranjero que purgara más de un año de cárcel debía ser deportado a su país de origen.

Entre el 2000 y el 2004, fueron expulsados casi 20.000 jóvenes con prontuarios criminales a sus países en Centroamérica. "Nos los devolvieron sin decirnos cuáles eran sus antecedentes. Llegaban a nuestros países con libertad para hacer lo que quisieran. Y lo que mejor sabían hacer era delinquir", me explicaba Oscar Alvarez, el entonces ministro de Seguridad de Honduras.

Los mareros encontraron el perfecto campo de cultivo: desocupación de más de la mitad de la población activa, pobreza extrema, desnutrición y analfabetismo por encima del 30%.

Los jóvenes centroamericanos veían salir a sus países de la Guerra Fría, que se había trasladado de Europa del Este a las selvas nicaragüenses y salvadoreñas, más pobres y dominados. Los gobiernos corruptos y una oligarquía miope hicieron el resto.

Las maras comenzaron a reproducirse como hormigas carnívoras. Precisamente de ahí habían tomado su nombre, de la Marabunta, esa plaga de hormigas que atacaba a una "república bananera" en el filme de 1954 dirigido por Byron Haskin y protagonizado por Charlton Heston.

En Honduras, con una población de unos 7 millones, se estima que hay unos 40.000 mareros. En El Salvador, con 6,5 millones de habitantes, unos 30.000. En Guatemala, se calculan unos 6.000. En México hablan de otros 40.000. En Estados Unidos, más de 100.000.

El FBI tiene una oficina especial en San Salvador para investigar a los mareros. De acuerdo al sitio de Internet que difunde "las bondades" de la Mara Salvatrucha, la banda tiene "clikas" desde Canadá hasta Perú y desde Australia hasta el Líbano.

"Son los que se integraron a las maras en Estados Unidos y luego regresaron a sus países llevando la moda", se escribe en el mismo sitio web. Los soldados del ejército estadounidense llevaron las inscripciones de las maras hasta Irak. Pude ver varias de sus consignas pintadas en las paredes de Bagdad, obviamente escritas por soldados "mareros".

Un informe del Pentágono decía en 2010 que los jefes de las maras estaban alentando a sus secuaces a que se enrolen en el ejército para aprender a usar armas y tener entrenamiento de fuerzas especiales. Muchos ex combatientes de Irak y Afganistán terminaron adiestrando a las "clikas" en Los Angeles, Atlanta y México.

Guatemala, Honduras y El Salvador terminaron 2017 con 13.129 homicidios, en su mayoría atribuidos a la pandillas y al narcotráfico, por lo que la región figura como una de las zonas sin guerra más violentas del mundo. Los tres países están muy por encima del promedio global de homicidios.

De acuerdo a las estadísticas del Banco Mundial, El Salvador es el país más violento del mundo con 60 muertos por cada 100.000 habitantes. En Honduras, se produce un asesinato cada 74 minutos y desde 2009 se incrementaron en un 160% los asesinatos de mujeres. En Guatemala, se produjeron más de 6.000 asesinatos de mujeres en los últimos 10 años. Las maras están detrás de toda esta sangre.

El primer trueno rompió sin aviso y retumbó entre los cerros. Comenzó un aguacero tropical con gotas grandes como guayabas y las palmeras parecían molinos de viento alocados. Pero en El Carrizal casi nadie se inmutó.

Algunos sacaron los mismos paraguas que usan para taparse del sol, unos pocos se cubrieron la cabeza con una bolsa de plástico, pero la mayoría siguió caminando sabiendo de la inutilidad de intentar guarecerse de semejante catarata. Un momento más tarde, sólo se veían relámpagos alejándose por detrás del cerro más alto y bajaba un torrente de agua. La lluvia había pasado una vez más, a las apuradas y sin mayor trascendencia. Antonio, "El Satanás", me dice que tiene que ir a "alucinar al cementerio a esos manes". Me aconseja salir del barrio antes de que lleguen sus "homis" (compañeros) y no tomar ni una fotografía "porque te palmas aquí". Se vuelve a acomodar la 9 milímetros y desaparece por uno de los callejones.

Antes, hace una seña y aparece "El Pinta", un chico de 12 años que me va a acompañar hasta la salida del barrio, en el pie del cerro. Me cuenta que dejó la escuela en el tercer grado y que desde entonces anda con los "homis" de la Salvatrucha pero que todavía no es un miembro activo. "No pasé la graduación", explica. Para iniciarse hay que recibir una paliza por parte de varios miembros de la banda. Si el novato llega a dar algún signo de resistencia, vuelve a comenzar el conteo. En general, esto sucede a eso de los 13 años y los chicos quedan con severas secuelas.

Las mujeres, para entrar en las "clikas" tienen que mantener relaciones sexuales con tres de los líderes. Los tatuajes los van ganando con el cumplimiento de algunas tareas. Los más importantes sólo se obtienen asesinando. Y para convertirse en jefe tienen que haber matado, al menos, a un policía. En esos días, en el barrio cercano de La Cañada, fueron asesinadas dos chicas de 19 y 14 años por quedarse con "un vuelto" de la droga que distribuían. La orden de matarlas fue lanzada desde la cárcel por uno de los grandes jefes de la M-13. Las chicas fueron a pedir ayuda a un pastor evangelista del barrio a quien le confesaron que habían sido "esclavizadas" por la mara para hacer ese trabajo y que ellas no consumían. No hubo piedad.

En el barrio El Carrizal ya comienza a anochecer. La gente apura el paso. En un rato, los callejones serán todos para los mareros. Nadie se atreverá a protestar. Antonio "El Satanás" ya está detrás de sus enemigos de "La 18". "El Pinta" sube corriendo para ver si lo ayuda y finalmente logra convertirse en "un firme" dentro de la mara. Para ellos es un día común en esta difusa frontera entre la vida y la muerte, entre ser alguien entre sus "homis" o un paria social más.

Cuando solicité ver a los líderes de las maras en la cárcel de Támara, en las afueras de Tegucigalpa, el funcionario del Ministerio del Interior hondureño me preguntó si estaba dispuesto a perder la vida. Entendí que no era una exageración cuando finalmente me encontré frente a tres integrantes de la Mara Salvatrucha que representaban a los más de 300 pandilleros encarcelados allí. Tres tipos tatuados de la frente a la cintura, sin camisetas, con ojos de acero.

Tenían sin duda más poder que sus carceleros, que desaparecieron apenas éstos entraron a la sala de visitas. Me miraron con desprecio y me dijeron que ya no hablaban con periodistas. Se fueron antes de que pudiera replicarles algo. Tomé aire y recién ahí me di cuenta que me temblaban las manos. Esperé una buena media hora interminable en ese lugar hasta que me hicieron entrar a un pasillo de celdas para ver a otro grupo de mareros, éstos "arrepentidos" que habían abandonado las bandas. Comparados con los otros, me parecieron dulces niños de un internado. No tienen la actitud desafiante de los "los firmes". "Somos zombies, somos muertos vivos", lanza uno de los arrepentidos mirando a la nada.

"Entré a la MS acá en la cárcel, porque me dijeron que si no lo hacía me desmembraban", me dice Elson Fortín Ponce, un tipo alto, cara redonda y una barbita de dos puntas como las de un diablo. Hace seis meses que Elson pidió a las autoridades del penal que lo sacaran del pabellón controlado por las maras porque quería dejar la organización. "Y ahora soy como un muerto en vida. Todos son mis enemigos, los de la MS, los de la 18 y la policía, porque si salgo a la calle y ven los tatuajes van a creer que sigo siendo marero y me disparan". Elson comparte una celda de unos cuatro metros por tres con otros once "retirados".

A su lado, está José Lenín Chicas Mejía, alias "El Peque", un pibe de 22 años con cara de nene que entró en la MS a los 15, cuando vivía en la colonia El Carmen de San Pedro Sula, la segunda ciudad hondureña. "Entrás en la mara contra la vida de tus padres. Yo era un sipote ('pendejo') y me parecía bueno andar con los homies. Tenía mujeres, armas, drogas. Hasta que caí por homicidio", cuenta "El Peque". "¿A cuántos me bajé? Varios, varios. Pero acá estoy por uno de la M18 que quiso quedarse con mi colonia (barrio) y lo palmé (maté)", dice un grandote, de cara renegrida y tatuada con una enorme mano haciendo los cuernos.

En otra celda más pequeña está uno de los artistas del tatuaje, Antonio "Johny" Giménez, de 27 años, que ahora se dedica a una tarea más ingrata: trata de disimular los viejos tatuajes de sus compañeros "retirados", que se hacen dibujos por encima de los anteriores. "Los estoy rayando a todos. Pero no va a cambiar nada. Nosotros ya estamos rayados para siempre", me dice Johny mientras sus ojos achinados parecen apagarse.

La última vez que me crucé con los mareros fue en México. Estaba siguiendo a los centroamericanos que se montan a "La Bestia", el sistema de trenes de carga con los que viajan más de 200.000 inmigrantes cada año para pasar el territorio mexicano y llegar a la frontera con Estados Unidos. Miembros de la MS habían secuestrado a varios de los compañeros de los migrantes que ahora entrevistaba en Tierra Blanca, Veracruz. La hermana Guadalupe del albergue diocesano donde descansan los que viajan desde hace días entre los hierros de los trenes, me advierte que corremos peligro. "Los mareros andan por todos lados. Acá vienen muy seguido. Detectan a los migrantes que le pueden sacar dinero. Si lo ven a usted seguro que lo secuestran", dice.

Los mareros parecen estar en todos lados en este inmenso territorio de "Améxica", el sur de Estados Unidos, México y América Central. Se mueven en esta tierra con sigilo, por las sombras, regando de sangre sus pasos. Viven en esta difusa frontera entre la vida y la muerte, entre ser alguien para sus "homis" o un paria social más.

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