La violencia talibán paraliza Kabul
Una sucesión de atentados pone en entredicho la nueva estrategia de EE UU en apoyo a las fuerzas afganas
Ángeles Espinosa
Dubái, El País
El terror ha paralizado Kabul. “Todo el mundo tiene miedo de que le pille el próximo atentado. Las redes sociales están llenas de avisos y rumores”, cuenta Rohullah Sorush. Como muchos habitantes de la capital afgana, este investigador social no ha acudido al trabajo durante la última semana. Muchos temen que se haya subestimado la amenaza talibán. La sucesión de ataques terroristas que ha padecido la ciudad a finales de enero pone bajo la lupa la estrategia más agresiva de Estados Unidos en apoyo de las fuerzas de seguridad afganas.
Dieciséis años después de que EE UU les echara del poder en Kabul, los talibanes no sólo están impidiendo la normalización de Afganistán y poniendo en jaque al Gobierno, sino que dan la impresión de estar ganando fuerza. La guerra “se ha extendido y se ha hecho más violenta durante el año pasado”, señala a EL PAÍS Thomas Ruttig, codirector del Afghanistan Analysts Network (AAN), un centro de análisis independiente sin ánimo de lucro.
Una investigación de la BBC aseguraba esta semana que ese grupo insurgente actúa abiertamente en el 70 % del país, donde viven la mitad de los 30 millones de afganos. Las autoridades de Kabul lo han calificado de “exagerado”, pero el hecho de que el Pentágono no haya autorizado al Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán del Congreso estadounidense a incluir datos al respecto en su informe de enero ha despertado sospechas (de poco sirve que más tarde se atribuyera a un error). Incluso con las cifras que facilitó el pasado octubre, las fuerzas de seguridad afganas apenas controlan el 57 % del territorio.
Los talibanes han ido reconquistando el resto desde que la OTAN pusiera fin a su misión militar a finales de 2014, aunque el año pasado hicieron menos avances que el anterior. También han triplicado sus fuerzas desde entonces, hasta 60.000 efectivos, según la última estimación de los militares estadounidenses. Además, a partir de julio de 2016, combate al Gobierno el Estado Islámico en Jorasán, una rama local del grupo surgido en Irak y Siria y más conocido por sus siglas inglesas ISIS. Algunos expertos opinan que su entrada en escena ha desatado la competencia entre ambos, afectando a la forma en que actúan (ataques más espectaculares para atraer más militantes y más financiación).
Sin perspectivas de paz a la vista
¿Qué negociaciones de paz?”, pregunta retóricamente Thomas Ruttig, del centro de análisis AAN, quien responsabiliza tanto al Gobierno como a los talibanes de su ausencia. “Hay un bloqueo mutuo. Aunque ambos dicen que están dispuestos a sentarse a la mesa, no quieren hablar directamente. Se necesita romper ese punto muerto”, resume.
Ahí entra la hasta ahora poco efectiva estrategia de Washington para arrinconar a los talibanes. De acuerdo con el jefe de las tropas estadounidenses en Afganistán, el general John Nicholson, el Gobierno necesita controlar el 80 % del territorio antes de que los insurgentes se sientan compelidos a negociar.
De momento, juegan al despiste. Cuatro días después de su asalto al hotel Intercontinental, que se saldó con 40 muertos, los talibanes confirmaron que habían enviado una delegación a Islamabad para reunirse con funcionarios paquistaníes. “El Emirato Islámico quiere subrayar que desea una solución durable para el problema afgano de forma que acaben las causas de la lucha y que la gente pueda vivir en paz y estabilidad”, afirmaba el comunicado.
Sus acciones les desmienten. No sólo “2017 ha sido un año perdido para las conversaciones de paz, sino que no se vislumbra ningún avance al respecto en el horizonte”, afirma Ruttig.
Desde el 20 de enero, los insurgentes han causado 150 muertos y dos centenares de heridos en Kabul con el asalto a un gran hotel, la ambulancia bomba contra concurrida calle del centro y el ataque a un cuartel militar. El ISIS se ha atribuido este último, así como el llevado a cabo contra la sede de la ONG Save the Children en la ciudad oriental de Jalalabad, en ambos casos poco después de los atentados talibanes.
Otros analistas atribuyen el aumento de las acciones terroristas a la estrategia más agresiva adoptada por la Administración Trump el año pasado. “Es un factor”, admite Ruttig, que recuerda el mensaje en el que los talibanes se responsabilizaron de la ambulancia bomba. “El Emirato Islámico [nombre que dio a Afganistán el régimen talibán] tiene un mensaje claro para Trump y sus aduladores: que si siguen adelante con su política de agresión y hablan pistola en mano, no esperen que los afganos se ponga a cultivar flores como respuesta”, decía el comunicado.
El aumento de tropas estadounidenses anunciado en agosto y la intensificación de los bombardeos sobre los rebeldes buscaban transmitirles el mensaje de que no pueden ganar la guerra y que deben sentarse a negociar. Ya entonces los talibanes desestimaron esa posibilidad e insistieron en seguir combatiendo “mientras quede un soldado americano” en Afganistán. Varios meses después, la situación sobre el terreno más que no haber cambiado como estima el Pentágono, parece haber empeorado.
Al menos así lo perciben los afganos como Rohullah. “La gente está muy defraudada. Por supuesto, hay otros problemas como el paro, pero la sensación de inseguridad está afectándonos psicológicamente. Todo el mundo teme ser víctima del próximo atentado; hay gente que ha empezado a llevar un papel con los teléfonos de sus familiares para que, llegado el caso, puedan localizarlos pronto”, explica.
A falta de que la Misión de Asistencia de Naciones Unidas para Afganistán (UNAMA) publique las cifras de todo 2017, el número de víctimas civiles durante los nueve primeros meses del año sigue en niveles récord con 2.640 muertos y 5.379 heridos. Aunque los combates terrestres y los atentados siguen siendo la principal causa, en el último año ha aumentado la proporción de víctimas causadas por los bombardeos aéreos afganos y estadounidenses.
Sometido a una creciente presión popular, el presidente afgano, Ashraf Ghani, ha prometido venganza y ha vuelto a culpar al vecino Pakistán, a quien su Gobierno dice haber entregado pruebas “innegables”, pero que niega cualquier implicación. “Estamos esperando que Pakistán actúe”, aseguró Ghani en un mensaje televisado a la nación, el viernes tras el rezo de mediodía. Pero más allá de anunciar la detención de 11 personas, no dio detalles sobre qué medidas va a adoptar para mejorar el plan de seguridad adoptado tras el camión bomba que mató a 150 personas el mayo del año pasado.
La multiplicación de puestos de control o la limitación al acceso de vehículos pesados en el centro de la capital no ha impedido que dos o tres terroristas lleven a cabo ataques espectaculares. Muchos afganos hablan de fallos de las fuerzas de seguridad o de los servicios de información. “Los gobiernos no puede prevenir todos los atentados; muchas quejas son intentos de capitalizar los ataques políticamente”, alerta Ruttig.
Ángeles Espinosa
Dubái, El País
El terror ha paralizado Kabul. “Todo el mundo tiene miedo de que le pille el próximo atentado. Las redes sociales están llenas de avisos y rumores”, cuenta Rohullah Sorush. Como muchos habitantes de la capital afgana, este investigador social no ha acudido al trabajo durante la última semana. Muchos temen que se haya subestimado la amenaza talibán. La sucesión de ataques terroristas que ha padecido la ciudad a finales de enero pone bajo la lupa la estrategia más agresiva de Estados Unidos en apoyo de las fuerzas de seguridad afganas.
Dieciséis años después de que EE UU les echara del poder en Kabul, los talibanes no sólo están impidiendo la normalización de Afganistán y poniendo en jaque al Gobierno, sino que dan la impresión de estar ganando fuerza. La guerra “se ha extendido y se ha hecho más violenta durante el año pasado”, señala a EL PAÍS Thomas Ruttig, codirector del Afghanistan Analysts Network (AAN), un centro de análisis independiente sin ánimo de lucro.
Una investigación de la BBC aseguraba esta semana que ese grupo insurgente actúa abiertamente en el 70 % del país, donde viven la mitad de los 30 millones de afganos. Las autoridades de Kabul lo han calificado de “exagerado”, pero el hecho de que el Pentágono no haya autorizado al Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán del Congreso estadounidense a incluir datos al respecto en su informe de enero ha despertado sospechas (de poco sirve que más tarde se atribuyera a un error). Incluso con las cifras que facilitó el pasado octubre, las fuerzas de seguridad afganas apenas controlan el 57 % del territorio.
Los talibanes han ido reconquistando el resto desde que la OTAN pusiera fin a su misión militar a finales de 2014, aunque el año pasado hicieron menos avances que el anterior. También han triplicado sus fuerzas desde entonces, hasta 60.000 efectivos, según la última estimación de los militares estadounidenses. Además, a partir de julio de 2016, combate al Gobierno el Estado Islámico en Jorasán, una rama local del grupo surgido en Irak y Siria y más conocido por sus siglas inglesas ISIS. Algunos expertos opinan que su entrada en escena ha desatado la competencia entre ambos, afectando a la forma en que actúan (ataques más espectaculares para atraer más militantes y más financiación).
Sin perspectivas de paz a la vista
¿Qué negociaciones de paz?”, pregunta retóricamente Thomas Ruttig, del centro de análisis AAN, quien responsabiliza tanto al Gobierno como a los talibanes de su ausencia. “Hay un bloqueo mutuo. Aunque ambos dicen que están dispuestos a sentarse a la mesa, no quieren hablar directamente. Se necesita romper ese punto muerto”, resume.
Ahí entra la hasta ahora poco efectiva estrategia de Washington para arrinconar a los talibanes. De acuerdo con el jefe de las tropas estadounidenses en Afganistán, el general John Nicholson, el Gobierno necesita controlar el 80 % del territorio antes de que los insurgentes se sientan compelidos a negociar.
De momento, juegan al despiste. Cuatro días después de su asalto al hotel Intercontinental, que se saldó con 40 muertos, los talibanes confirmaron que habían enviado una delegación a Islamabad para reunirse con funcionarios paquistaníes. “El Emirato Islámico quiere subrayar que desea una solución durable para el problema afgano de forma que acaben las causas de la lucha y que la gente pueda vivir en paz y estabilidad”, afirmaba el comunicado.
Sus acciones les desmienten. No sólo “2017 ha sido un año perdido para las conversaciones de paz, sino que no se vislumbra ningún avance al respecto en el horizonte”, afirma Ruttig.
Desde el 20 de enero, los insurgentes han causado 150 muertos y dos centenares de heridos en Kabul con el asalto a un gran hotel, la ambulancia bomba contra concurrida calle del centro y el ataque a un cuartel militar. El ISIS se ha atribuido este último, así como el llevado a cabo contra la sede de la ONG Save the Children en la ciudad oriental de Jalalabad, en ambos casos poco después de los atentados talibanes.
Otros analistas atribuyen el aumento de las acciones terroristas a la estrategia más agresiva adoptada por la Administración Trump el año pasado. “Es un factor”, admite Ruttig, que recuerda el mensaje en el que los talibanes se responsabilizaron de la ambulancia bomba. “El Emirato Islámico [nombre que dio a Afganistán el régimen talibán] tiene un mensaje claro para Trump y sus aduladores: que si siguen adelante con su política de agresión y hablan pistola en mano, no esperen que los afganos se ponga a cultivar flores como respuesta”, decía el comunicado.
El aumento de tropas estadounidenses anunciado en agosto y la intensificación de los bombardeos sobre los rebeldes buscaban transmitirles el mensaje de que no pueden ganar la guerra y que deben sentarse a negociar. Ya entonces los talibanes desestimaron esa posibilidad e insistieron en seguir combatiendo “mientras quede un soldado americano” en Afganistán. Varios meses después, la situación sobre el terreno más que no haber cambiado como estima el Pentágono, parece haber empeorado.
Al menos así lo perciben los afganos como Rohullah. “La gente está muy defraudada. Por supuesto, hay otros problemas como el paro, pero la sensación de inseguridad está afectándonos psicológicamente. Todo el mundo teme ser víctima del próximo atentado; hay gente que ha empezado a llevar un papel con los teléfonos de sus familiares para que, llegado el caso, puedan localizarlos pronto”, explica.
A falta de que la Misión de Asistencia de Naciones Unidas para Afganistán (UNAMA) publique las cifras de todo 2017, el número de víctimas civiles durante los nueve primeros meses del año sigue en niveles récord con 2.640 muertos y 5.379 heridos. Aunque los combates terrestres y los atentados siguen siendo la principal causa, en el último año ha aumentado la proporción de víctimas causadas por los bombardeos aéreos afganos y estadounidenses.
Sometido a una creciente presión popular, el presidente afgano, Ashraf Ghani, ha prometido venganza y ha vuelto a culpar al vecino Pakistán, a quien su Gobierno dice haber entregado pruebas “innegables”, pero que niega cualquier implicación. “Estamos esperando que Pakistán actúe”, aseguró Ghani en un mensaje televisado a la nación, el viernes tras el rezo de mediodía. Pero más allá de anunciar la detención de 11 personas, no dio detalles sobre qué medidas va a adoptar para mejorar el plan de seguridad adoptado tras el camión bomba que mató a 150 personas el mayo del año pasado.
La multiplicación de puestos de control o la limitación al acceso de vehículos pesados en el centro de la capital no ha impedido que dos o tres terroristas lleven a cabo ataques espectaculares. Muchos afganos hablan de fallos de las fuerzas de seguridad o de los servicios de información. “Los gobiernos no puede prevenir todos los atentados; muchas quejas son intentos de capitalizar los ataques políticamente”, alerta Ruttig.