El presidente que rompió Estados Unidos
El legado de Trump tras acceder al cargo es la mayor fractura social desde los magnicidios de 1968 y Vietnam
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
El tiempo en política es una sustancia altamente inestable. Siempre va por delante pero solo se entiende mirando atrás. Es algo que saben bien los sociólogos estadounidenses. Desde hace un año, sus sensores han detectado un seísmo únicamente comparable al que en 1968 sacudió al país. Una falla que, según las encuestas, ha dividido a la sociedad norteamericana como nunca en medio siglo y que tiene una causa bien establecida: Donald John Trump (Nueva York, 1946).
Retroceder 50 años no es caer en una fecha cualquiera. 1968 fue el año en que Estados Unidos perdió la inocencia. Robert Kennedy y Martin Luther King fueron asesinados. Richard Nixon ganó las elecciones. Las protestas civiles sacudieron el país. Y en Vietnam, la ofensiva del Tet y la matanza de My Lai, hicieron sentirse bárbaros a muchos americanos de buena fe.
Fue una fecha para la memoria, como ha sido en muchos sentidos el primer año de Trump. “Al igual que en 1968, vivimos un choque entre dos formas de ver el mundo: emergen profundas contradicciones y hay un esfuerzo por redefinir y desmantelar instituciones”, explica Victor Davis Hanson, historiador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.
En 12 meses, sin necesidad de guerras ni magnicidios, se han roto todos los moldes; el presidente de Estados Unidos ha insultado y amenazado, mentido y despreciado. Ante los ojos estupefactos del planeta, ha convertido la Casa Blanca en un show en sesión continua. El resultado ha sido enfermizo. La fractura social ha alcanzado niveles que no se registraban desde Vietnam. Su valoración es la más baja de un presidente a estas alturas de mandato. El desprestigio de las instituciones, ese proyectil que él tanto utilizó en campaña, se ha abismado y su propia administración es vista como disfuncional por el 70% de los ciudadanos.
“Ha roto con el papel simbólico de la presidencia. Trump no trata de estar por encima de la refriega ni le importa aparecer como justo. Tampoco le preocupa la imagen de EEUU en el mundo. Sus normas se reducen al poder y la humillación del enemigo”, afirma Andrew Lakoff, profesor de Sociología de la Universidad California Sur.
El daño es ciclópeo y en otro país de contrapesos más débiles habría desencadenado una crisis institucional. Pero lejos de cualquier temor, Trump sobrevive y ya sueña con la reelección. ¿Cómo es posible?
Los expertos indican que el presidente vive seguro bajo la bandera del patriotismo y la xenofobia. Desde los albores de su campaña ha sabido destilar los miedos de la población blanca rural para obtener un combustible de alto octanaje. Fracturando al electorado, se ha quedado con ese 40% de los votantes registrados que le es fiel, que odia la globalización y teme al inmigrante. A ellos dirige sus mensajes y por ellos sacude diariamente al mundo con sus invectivas. “Ese núcleo duro le adora como en un culto religioso. Creen en lo que diga y apoyan lo que haga”, indica el profesor Larry J. Sabato, director del Centro para la Política de la Universidad de Virginia.
En la polémica, Trump se sabe fuerte. La altisonancia le eleva y distingue. La palabra es un arma en sus manos. Se pudo ver el mismo día de su investidura, hace hoy justo un año, cuando después de jurar sobre la aterciopelada biblia de Abraham Lincoln entonó un enfurecido canto nacionalista y dio por inaugurada la era de América Primero. Fue la apoteosis del aislacionismo. La doctrina de la que Estados Unidos nunca ha escapado del todo y que ha determinado la política exterior de Trump.
En un año, el presidente de EEUU ha negado la mano a la canciller alemana, Angela Merkel, y humillado al presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, ha despreciado a Europa, revertido el acuerdo de libre comercio del Pacífico (TPP), puesto en la cuerda floja el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, abandonado el pacto contra el cambio climático… Todos estos movimientos los ha dado con la vista puesta en el ombligo. Aunque en muchas ocasiones, como en el caso de Irán, haya ido menos lejos de lo prometido y en la trastienda se haya mostrado más prudente que en su cuenta de Twitter, sus mensajes le han presentado ante su núcleo duro como el campeón que cumple sus promesas y antepone los intereses americanos a los extranjeros.
A esta imagen flamígera ha ayudado otro factor que también asomó en su investidura. Tras la toma de posesión, aseguró contra toda evidencia que había sido la más multitudinaria de la historia. Ante las imágenes de la ceremonia de Obama que le desmentían sin atisbo de duda, sus asesores rebuscaron en la chistera y respondieron con la teoría de los “hechos alternativos”. Había nacido la realidad paralela de Trump. Un universo donde no importa el contraste empírico sino el efecto ante el votante.
A esa criatura escénica, que algunos días roza el delirio, Trump pronto incorporó el bombardeo a los medios críticos (The New York Times, The Washington Post, CNN…) a los que calificó de “enemigos del pueblo”. La estrategia, marcada por su antiguo consejero áulico Steve Bannon, pasaba por considerarles un brazo opositor y, por tanto, una fuente de información sesgada. “Ya no cuentan la verdad, no hablan para la gente sino a favor de intereses ajenos”, clamó el presidente.
Construido el enemigo permanente, creada la realidad paralela, Trump ha dispuesto de un escudo contra los embistes de su mayor pesadilla: la trama rusa. Las investigaciones para determinar si su equipo electoral se coordinó con Rusia en la campaña de intoxicación contra Hillary Clinton se han vuelto un escándalo perpetuo. Trump quiso liquidar el caso forzando, a través de Departamento de Justicia, la salida del director del FBI. La maniobra devino un desastre mayor. En un juego de contrapoderes típicamente estadounidense, su propia Administración acabó nombrando un fiscal especial para hacerse cargo del caso y despejar cualquier sombra de sospecha. Desde entonces, el cerco no ha dejado de estrecharse. Ya hay cuatro imputados, entre ellos el exconsejero de Seguridad Nacional Michael Flynn y el antiguo asesor de campaña Paul Manafort. Y nadie duda de que pronto habrá más.
Hostigado, Trump ha respondido quemando puentes. Se ha declarado víctima de una “caza de brujas” y no ha dudado en acusar de parcialidad al fiscal especial, Robert Mueller. La posibilidad de un impeachment sigue lejana y el presidente cuenta con que su partido, que controla ambas Cámaras, no está dispuesto a abrir la puerta a ningún juicio. Pero la beligerancia presidencial y sus exabruptos constantes a los investigadores han ofrecido al mundo uno de sus rasgos más pavorosos: la inestabilidad.
Colérico, desmesurado, atronador, Trump ha pulverizado cualquier precedente. Lo inimaginable se ha hecho realidad y ni siquiera la seguridad nuclear se ha librado de este festival. Mientras el aparato militar y diplomático estadounidense se enfrascaba en un complejo pulso para frenar la carrera armamentística norcoreana, el presidente no ha dejado de jugar al matón de patio. Ha llamado “gordo, bajo y hombre cohete” al no menos megalómano Líder Supremo, Kim Jong-un; se ha jactado de tener un “botón más grande y poderoso” e incluso ha amenazado con devastar Corea del Norte. Esta inflamación verbal crónica ha extremado la disputa sobre su estado mental. Unas dudas que él ha tratado de despejar aumentando sus apariciones públicas y sometiéndose a un test cognitivo.
Equilibrado o no, la agitación permanente en la que vive ha oscurecido su mandato. Sus éxitos, fuera de su esfera de influencia, han quedado rápidamente diluidos. En un tiempo de bonanza económica, con Wall Street tocando máximos históricos y la cifra más baja de desempleo desde 2001, hay quien se pregunta qué habría ocurrido si Trump no escribiese en Twitter. ¿Cómo sería su mandato?¿Cómo se entenderían la entrada del conservador Neil Gorsuch al Tribunal Supremo o la reforma fiscal, con su recorte de 1,5 billones de dólares en 10 años y sus repatriaciones masivas de capital?
El propio Trump parece haber sido consciente de esta interferencia y, sin dejar de hacer ruido, ha iniciado un cambio estratégico. Desde la humillante derrota ante el Obamacare, donde no logró ni el apoyo mayoritario de su partido, el presidente se ha ido acercando al establishment que tanto decía odiar. En este camino ha prescindido del ideólogo del miedo, Steve Bannon, y ha forjado alianzas con los líderes republicanos en las Cámaras. “Las mayorías republicanas en el Congreso le han salvado de sí mismo”, dice el profesor Sabato. “Ha sido una capitulación del Partido Republicano ante el trumpismo”, añade el sociólogo Lakoff.
Instintivo como pocos, Trump ha advertido el peligro que le acecha en las elecciones legislativas de 2018 y no se ha quedado quieto. Ha avanzado, negociado y abrazado a los dueños del pantano. Ha cambiado el paso, pero no ha dejado de ser Trump ni de cavar la zanja. Día a día, incontenible y furioso, ha mantenido la estrategia de la tensión y ahondado la sima que divide como nunca desde 1968 a los estadounidenses. Ese abismo es, de momento, su principal legado.
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
El tiempo en política es una sustancia altamente inestable. Siempre va por delante pero solo se entiende mirando atrás. Es algo que saben bien los sociólogos estadounidenses. Desde hace un año, sus sensores han detectado un seísmo únicamente comparable al que en 1968 sacudió al país. Una falla que, según las encuestas, ha dividido a la sociedad norteamericana como nunca en medio siglo y que tiene una causa bien establecida: Donald John Trump (Nueva York, 1946).
Retroceder 50 años no es caer en una fecha cualquiera. 1968 fue el año en que Estados Unidos perdió la inocencia. Robert Kennedy y Martin Luther King fueron asesinados. Richard Nixon ganó las elecciones. Las protestas civiles sacudieron el país. Y en Vietnam, la ofensiva del Tet y la matanza de My Lai, hicieron sentirse bárbaros a muchos americanos de buena fe.
Fue una fecha para la memoria, como ha sido en muchos sentidos el primer año de Trump. “Al igual que en 1968, vivimos un choque entre dos formas de ver el mundo: emergen profundas contradicciones y hay un esfuerzo por redefinir y desmantelar instituciones”, explica Victor Davis Hanson, historiador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.
En 12 meses, sin necesidad de guerras ni magnicidios, se han roto todos los moldes; el presidente de Estados Unidos ha insultado y amenazado, mentido y despreciado. Ante los ojos estupefactos del planeta, ha convertido la Casa Blanca en un show en sesión continua. El resultado ha sido enfermizo. La fractura social ha alcanzado niveles que no se registraban desde Vietnam. Su valoración es la más baja de un presidente a estas alturas de mandato. El desprestigio de las instituciones, ese proyectil que él tanto utilizó en campaña, se ha abismado y su propia administración es vista como disfuncional por el 70% de los ciudadanos.
“Ha roto con el papel simbólico de la presidencia. Trump no trata de estar por encima de la refriega ni le importa aparecer como justo. Tampoco le preocupa la imagen de EEUU en el mundo. Sus normas se reducen al poder y la humillación del enemigo”, afirma Andrew Lakoff, profesor de Sociología de la Universidad California Sur.
El daño es ciclópeo y en otro país de contrapesos más débiles habría desencadenado una crisis institucional. Pero lejos de cualquier temor, Trump sobrevive y ya sueña con la reelección. ¿Cómo es posible?
Los expertos indican que el presidente vive seguro bajo la bandera del patriotismo y la xenofobia. Desde los albores de su campaña ha sabido destilar los miedos de la población blanca rural para obtener un combustible de alto octanaje. Fracturando al electorado, se ha quedado con ese 40% de los votantes registrados que le es fiel, que odia la globalización y teme al inmigrante. A ellos dirige sus mensajes y por ellos sacude diariamente al mundo con sus invectivas. “Ese núcleo duro le adora como en un culto religioso. Creen en lo que diga y apoyan lo que haga”, indica el profesor Larry J. Sabato, director del Centro para la Política de la Universidad de Virginia.
En la polémica, Trump se sabe fuerte. La altisonancia le eleva y distingue. La palabra es un arma en sus manos. Se pudo ver el mismo día de su investidura, hace hoy justo un año, cuando después de jurar sobre la aterciopelada biblia de Abraham Lincoln entonó un enfurecido canto nacionalista y dio por inaugurada la era de América Primero. Fue la apoteosis del aislacionismo. La doctrina de la que Estados Unidos nunca ha escapado del todo y que ha determinado la política exterior de Trump.
En un año, el presidente de EEUU ha negado la mano a la canciller alemana, Angela Merkel, y humillado al presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, ha despreciado a Europa, revertido el acuerdo de libre comercio del Pacífico (TPP), puesto en la cuerda floja el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, abandonado el pacto contra el cambio climático… Todos estos movimientos los ha dado con la vista puesta en el ombligo. Aunque en muchas ocasiones, como en el caso de Irán, haya ido menos lejos de lo prometido y en la trastienda se haya mostrado más prudente que en su cuenta de Twitter, sus mensajes le han presentado ante su núcleo duro como el campeón que cumple sus promesas y antepone los intereses americanos a los extranjeros.
A esta imagen flamígera ha ayudado otro factor que también asomó en su investidura. Tras la toma de posesión, aseguró contra toda evidencia que había sido la más multitudinaria de la historia. Ante las imágenes de la ceremonia de Obama que le desmentían sin atisbo de duda, sus asesores rebuscaron en la chistera y respondieron con la teoría de los “hechos alternativos”. Había nacido la realidad paralela de Trump. Un universo donde no importa el contraste empírico sino el efecto ante el votante.
A esa criatura escénica, que algunos días roza el delirio, Trump pronto incorporó el bombardeo a los medios críticos (The New York Times, The Washington Post, CNN…) a los que calificó de “enemigos del pueblo”. La estrategia, marcada por su antiguo consejero áulico Steve Bannon, pasaba por considerarles un brazo opositor y, por tanto, una fuente de información sesgada. “Ya no cuentan la verdad, no hablan para la gente sino a favor de intereses ajenos”, clamó el presidente.
Construido el enemigo permanente, creada la realidad paralela, Trump ha dispuesto de un escudo contra los embistes de su mayor pesadilla: la trama rusa. Las investigaciones para determinar si su equipo electoral se coordinó con Rusia en la campaña de intoxicación contra Hillary Clinton se han vuelto un escándalo perpetuo. Trump quiso liquidar el caso forzando, a través de Departamento de Justicia, la salida del director del FBI. La maniobra devino un desastre mayor. En un juego de contrapoderes típicamente estadounidense, su propia Administración acabó nombrando un fiscal especial para hacerse cargo del caso y despejar cualquier sombra de sospecha. Desde entonces, el cerco no ha dejado de estrecharse. Ya hay cuatro imputados, entre ellos el exconsejero de Seguridad Nacional Michael Flynn y el antiguo asesor de campaña Paul Manafort. Y nadie duda de que pronto habrá más.
Hostigado, Trump ha respondido quemando puentes. Se ha declarado víctima de una “caza de brujas” y no ha dudado en acusar de parcialidad al fiscal especial, Robert Mueller. La posibilidad de un impeachment sigue lejana y el presidente cuenta con que su partido, que controla ambas Cámaras, no está dispuesto a abrir la puerta a ningún juicio. Pero la beligerancia presidencial y sus exabruptos constantes a los investigadores han ofrecido al mundo uno de sus rasgos más pavorosos: la inestabilidad.
Colérico, desmesurado, atronador, Trump ha pulverizado cualquier precedente. Lo inimaginable se ha hecho realidad y ni siquiera la seguridad nuclear se ha librado de este festival. Mientras el aparato militar y diplomático estadounidense se enfrascaba en un complejo pulso para frenar la carrera armamentística norcoreana, el presidente no ha dejado de jugar al matón de patio. Ha llamado “gordo, bajo y hombre cohete” al no menos megalómano Líder Supremo, Kim Jong-un; se ha jactado de tener un “botón más grande y poderoso” e incluso ha amenazado con devastar Corea del Norte. Esta inflamación verbal crónica ha extremado la disputa sobre su estado mental. Unas dudas que él ha tratado de despejar aumentando sus apariciones públicas y sometiéndose a un test cognitivo.
Equilibrado o no, la agitación permanente en la que vive ha oscurecido su mandato. Sus éxitos, fuera de su esfera de influencia, han quedado rápidamente diluidos. En un tiempo de bonanza económica, con Wall Street tocando máximos históricos y la cifra más baja de desempleo desde 2001, hay quien se pregunta qué habría ocurrido si Trump no escribiese en Twitter. ¿Cómo sería su mandato?¿Cómo se entenderían la entrada del conservador Neil Gorsuch al Tribunal Supremo o la reforma fiscal, con su recorte de 1,5 billones de dólares en 10 años y sus repatriaciones masivas de capital?
El propio Trump parece haber sido consciente de esta interferencia y, sin dejar de hacer ruido, ha iniciado un cambio estratégico. Desde la humillante derrota ante el Obamacare, donde no logró ni el apoyo mayoritario de su partido, el presidente se ha ido acercando al establishment que tanto decía odiar. En este camino ha prescindido del ideólogo del miedo, Steve Bannon, y ha forjado alianzas con los líderes republicanos en las Cámaras. “Las mayorías republicanas en el Congreso le han salvado de sí mismo”, dice el profesor Sabato. “Ha sido una capitulación del Partido Republicano ante el trumpismo”, añade el sociólogo Lakoff.
Instintivo como pocos, Trump ha advertido el peligro que le acecha en las elecciones legislativas de 2018 y no se ha quedado quieto. Ha avanzado, negociado y abrazado a los dueños del pantano. Ha cambiado el paso, pero no ha dejado de ser Trump ni de cavar la zanja. Día a día, incontenible y furioso, ha mantenido la estrategia de la tensión y ahondado la sima que divide como nunca desde 1968 a los estadounidenses. Ese abismo es, de momento, su principal legado.