Jair Bolsonaro, el ultra que agita Brasil

Exmilitar y defensor de la dictadura, el candidato de la derecha radical es por ahora el único político que compite con el expresidente Lula da Silva en las encuestas

María Martín
Rio de Janeiro, El País
El aeropuerto de Vitória, una pequeña ciudad del sureste de Brasil con 200.000 habitantes, no suele ser un lugar de muchos sobresaltos. Por allí suelen pasar de largo celebridades internacionales o políticos en campaña para dirigirse a destinos como Río de Janeiro o São Paulo. Pero el pasado 14 de noviembre una multitud ocupó la terminal de llegadas. Cientos de personas, móvil en ristre, se amontonaban ansiosas esperando a su ídolo. “¡Mito!, ¡mito!, ¡mito!”, coreaban.


Aunque lo pareciese, no se trataba de un astro del rock. De la puerta de desembarque salía Jair Bolsonaro, un exmilitar paracaidista de 62 años metido a político que, tras dos décadas con una discreta carrera de diputado federal, ha irrumpido repentinamente como líder de la derecha más radical de Brasil. Con un discurso que defiende la venta libre de armas, la tortura de delincuentes y las ejecuciones extrajudiciales por parte de la policía, Bolsonaro ha conquistado un electorado que no ve una salida convencional a la crisis política, económica y moral que atraviesa el país.

A menos de un año de las elecciones presidenciales, ya es segundo en las encuestas. Son varios los analistas que creen que su candidatura puede desinflarse al exponerse ante sus adversarios durante una campaña que promete ser dura, pero, tras el ejemplo de Estados Unidos, nadie se atreve ya a descartar totalmente que un candidato tan improbable pueda hacerse con la presidencia del mayor país de América Latina.

Por sus salidas de tono es comparado a menudo con Donald Trump, un espejo en el que él mismo se identifica. Pero el discurso de este diputado —el más votado con creces en Río de Janeiro en las últimas elecciones— deja incluso corto al presidente norteamericano. Su colección de frases estridentes es interminable: “los gais son producto del consumo de drogas”, “el error de la dictadura fue torturar y no matar”, “los policías que no matan no son policías” o “las mujeres deben ganar menos porque se quedan embarazadas”. Bolsonaro —de segundo nombre Messias— interpreta su propia versión, aunque un tanto suavizada, del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, conocido por defender la ejecución de consumidores y traficantes de drogas.

Algunas de sus ofensas han ido tan lejos que han llegado a la justicia. Ha sido condenado a indemnizar a una diputada a la que le dijo que no la violaría porque no se lo merecía por fea. También ha tenido que pagar una reparación a las comunidades descendientes de esclavos negros, de las que dijo: “No sirven ni para procrear”. Él no se achanta: “No serán la prensa ni el Tribunal Supremo quienes van a decirme cuáles son mis límites”. A semejanza de Trump, el brasileño intenta desprestigiar a los grandes medios de comunicación, a los que acusa de manipular sus declaraciones para atacarlo. Los corresponsales extranjeros han comenzado a pedirle entrevistas: no es raro que los deje tirados en el último minuto.

En la última encuesta del Instituto Datafolha, el exmilitar cuenta con un 17% de intención de voto para las elecciones de octubre de 2018, cuando en marzo era apenas del 9%. Su avance le ha situado solo detrás del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva que, condenado en primera instancia a nueve años de prisión por corrupción, lidera los sondeos con un 35%. “Bolsonaro, como Lula, cuenta con electores convencidos, que adoptan un candidato como si fuese una religión”, mantiene el director de Datafolha, Mauro Paulino.

Popularidad

El fenómeno de Bolsonaro, alimentado por casi cinco millones de seguidores en Facebook, ha llevado a los analistas a revisar sus teorías sobre el conservadurismo de los brasileños, además de constatar la desconfianza de una buena parte país en sus políticos. Uno de los datos más llamativos es que el 60% de sus electores tienen menos de 34 años, votantes que nunca conocieron la dictadura militar de Brasil (1964-1985), defendida sin ambigüedades por el candidato.

“Es el único que no haría más de lo mismo”, afirma Gléiser de Souza, un electricista negro y desempleado de 26 años, nacido en la periferia de Río. “Si el candidato es consciente de que el gran problema económico de Brasil es la corrupción, si está dispuesto a enfrentarla, es, con seguridad, la mejor opción”, defiende el ingeniero Thiago Borges, de 36 años. Bolsonaro también obtiene mejores resultados entre los más ricos y escolarizados.

La popularidad del exmilitar —que pese a todo cuenta con un rechazo del 33%, según Datafolha— surfea varias olas que agitan la sociedad de Brasil. Su discurso de que “el mejor delincuente es el delincuente muerto” engancha a millones de brasileños atemorizados por la violencia cotidiana de un país con más de 60.000 asesinatos al año. El derechista radical también capitaliza el odio que una parte del país, sobre todo en la clase media, ha cultivado contra Lula. Y se mueve como nadie en medio de la histeria moralista que se ha apoderado de un sector de los brasileños. Los casos de intolerancia se han multiplicado en los últimos meses, con el hostigamiento a artistas, feministas o miembros del movimiento LGTB, acciones aplaudidas con entusiasmo por Bolsonaro y sus seguidores. “La marca emocional que Bolsonaro alimentó de combatir la violencia con violencia y su discurso moralizador han sido comprados con mucha convicción”, afirma el director de Datafolha. Las encuestas, sin embargo, revelan que una mayoría de los brasileños defienden posiciones progresistas sobre derechos humanos, matrimonio gay o aborto.

En una situación normal, como decía a este periódico el sociólogo Celso de Barros cuando el diputado comenzó a destacarse en las encuestas, cualquier candidato tradicional aplastaría a Bolsonaro. “Si la política brasileña funcionase mínimamente, él sería solo un contrapunto cómico de la elección de 2018”, decía Barros. “Pero no tenemos una situación normal”.

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