Adoradores de Trump en el ombligo de América
Un año después de la victoria electoral del 8-N, el presidente republicano mantiene intacta su base. Un viaje al centro geográfico de Estados Unidos lo muestra
Jan Martínez Ahrens
Lebanon (Kansas), El País
En Estados Unidos el olvido tiene un nombre. Se llama Lebanon, lo habitan 203 vecinos y está enclavado en el centro geográfico del país. Un lugar perdido en la inmensa planicie de Kansas, donde las cosas hace tiempo que dejaron de pasar. Todas, excepto una. Cada mediodía, de lunes a sábado, Gladys Kennedy cruza la calle mayor y acude a la tienda de los Ladow a tomar su puré con judías verdes. Sentada en el interior del colmado, junto a una mesa en la que nunca falta café para el forastero, la viuda rememora lo que un día fue la próspera villa del Medio Oeste. Los tiempos en que el dinero corría a raudales y el pueblo tenía hospital, hotel, colegio y hasta bailes de domingo. Es el recuerdo de un sueño que lleva décadas en declive y que Gladys, blanca y republicana, está convencida que sólo un hombre providencial puede salvar: el presidente Donald J. Trump.
Gladys se ríe con sus ojos azules. Hace un año votó por el magnate y ahora volvería a hacerlo. “No lo dude”, remacha. Nieta del fundador de Lebanon y testigo de la Gran Depresión, sus vecinos la reverencian. Cuando le falla el coche, la llevan a la tienda, y los domingos siempre hay quien le trae comida a casa. En un pueblo donde todo se mide, Gladys, de 100 años y 32 bisnietos, actúa a modo de patrón universal. Su mermelada de frambuesa es celebrada; sus bromas son reídas, y sus cambios de humor, escrutados. Por eso causó conmoción el día en que dejó de beber Pepsi-Cola.
Durante décadas, ella se tomaba una lata al día. Pero hace un mes se pasó a la Coca-Cola. ¿Motivo? Apoyar a su presidente. Fue un acto mínimo pero revelador. Pepsi es la patrocinadora de la NFL, la gran liga de fútbol americano contra la que ha estallado Trump. Muchos de sus jugadores negros, durante el himno, en vez de escucharlo de pie se arrodillan en señal de protesta por los abusos raciales. Para Trump, el gesto es un ultraje a la patria. Para la anciana, también. “No hay derecho”, clama.
Esa es Gladys. Así es Lebanon. Un bastión conservador. No se trata de algo sorprendente en Kansas. Durante el último medio siglo, en este Estado siempre han ganado los candidatos presidenciales republicanos. El mismo Trump logró el pasado 8 de noviembre el 56,2% de los votos frente al 35,7% de Hillary Clinton. Una diferencia rotunda, pero pequeña respecto a la registrada en Lebanon. Ahí, en el mejor resultado obtenido en la historia del pueblo, Trump se hizo con casi el 82% de las papeletas y su rival solo el 15%.
Fue una victoria apabullante y que, estudiada al microscopio, explica una de las claves de Trump. En su día, los análisis enloquecieron con el vuelco conseguido en Wisconsin, Pensilvania y Michigan, tres pequeños estados que por solo 77.759 votos cambiaron de signo y le hicieron presidente. La tesis era que el republicano, pese a tener 2,8 millones de papeletas menos que Clinton, había ganado con un golpe quirúrgico en el decrépito cinturón industrial. Era una verdad a medias. Ese apoyo fue necesario, pero no suficiente.
Detrás del triunfo había otro factor. De mayor volumen y cuya profundidad muchos olvidan. Eloutsider neoyorquino se había ganado la fidelidad de una gigantesca base conservadora. Un logro que le permitió arrasar en pueblos como Lebanon donde Dios, Patria y Familia son pilares existenciales.
No era poco para un showman catódico y gritón, dos veces divorciado y bien conocido por su falta de fervor religioso y su presencia en las bacanales de la legendaria discoteca Studio 54. Para conseguirlo, la crisálida eligió un vicepresidente de religiosidad absoluta y emprendió una mutación compleja, en la que dio rienda suelta al nacionalismo y mostró pocos escrúpulos con sus creencias pasadas, entre ellas el aborto. La metamorfosis trajo consigo un Trump tan adorado por los ultras como odiado por los demócratas. La fractura le dio el triunfo.
“Trump ha abandonado la tradición presidencial de reconciliar a los americanos. Como en campaña, vive bajo el lema divide y conquista. Su única meta ahora es mantener a su base contenta”, explica el profesor Larry Sabato, director del Centro para la Política, de la Universidad de Virginia. “Su retórica popular-nacionalista ha cautivado a un núcleo electoral fuerte, un 40% que le vota sin dudar”, señala Andrew Lakoff, profesor de la Universidad de California Sur.
La fórmula ha funcionado. Hasta el momento han fallado aquellos que anticiparon un rápido deterioro. Ni la trama rusa ni su fracaso con el Obamacare ni sus delirios tuiteros le han desgastado. Las encuestas muestran que tras nueve meses de mandato mantiene intacta su base entre los votantes registrados. Que en grandes ciudades como Nueva York Los Ángeles o Miami, las mayorías siguen asustadas y los ánimos encrespados, pero que en la distancia, en esa América profunda que se extiende por llanuras y valles interminables, el miedo de las urbes llega amortiguado, rodando por la ladera de la indiferencia.
– Trump es más americano que nadie, como este pueblo.
Cecil tiene 74 años y su granero de techo rojo es la envidia de Lebanon. Hoy ha terminado su faena pronto y camina de vuelta por la calle mayor. El día es gris y vacío. Casas de madera, puertas cerradas, arces y olmos desnudos. Cecil mira al cielo y vaticina nieve. Le gusta su pueblo. Dice que es como vivir 50 años atrás.
Para este granjero y soldador, hay pocas dudas de por qué volvería a votar a Trump. “Es nuestra salvación. Él pone a América primero. Ya está bien con eso de la globalización y de eliminar fronteras. Por algo hay países. ¡Y yo quiero al mío!”, exclama.
Cecil es un hombre armado. También es muy educado y ayuda al forastero a encontrar lo que necesita. Andando por las calles va explicando, ya más tranquilo, qué le ocurre a su querida Lebanon. “Aquí vivimos del maíz y el trigo. Con la mecanización basta un solo hombre y un ayudante para sacarlo todo adelante. El resultado es que no hay trabajo, y si no hay trabajo, no hay sueños, y sin ellos la gente joven se marcha y esto se queda vacío”.
Cecil se despide a la altura de la librería. Al irse, empieza a nevar. “¿Ve cómo tenía razón?”, se ríe y luego desaparece por una calle lateral. Alrededor, un aire ausente lo inunda todo.
Las libreras Sherelle y Kareena.
Las libreras Sherelle y Kareena. X.D.
En la librería, la nieve se observa desde cristales rectangulares. Fuera caen copos como dedos mientras dentro la calefacción permite ir en mangas de camisa. El local dispone de 9.268 libros, 360 vídeos y 54 audios. Lo dirigen las treintañeras Sherelle y Kareena. Están casadas y tienen hijos pequeños. Admiten que les falta clientela, y que en un pueblo con una edad media de 51 años, lo que más se lee son novelas misterio y algunas del Oeste. Cuando se les pregunta si aquello no les aburre, se ríen y contestan que nunca les falta cosas que hacer. “Este es un buen lugar para ser cristiano”, dicen.
Para ellas, devotas de un dios que se derrama por todas partes, Trump es una garantía. “Ojalá dure mucho. Ama este país y protegerá mis valores, no va a permitir el aborto”, explica Sherelle.
- ¿Y no le parecen excesivos sus tuits y sus insultos?
- Para nada. Me gustan porque muestran que es un hombre que dice lo que piensa, que no tiene miedo a que le critiquen por decir la verdad.
Trump ha calado. Da igual que le acusen de mentiroso y demagógico. Poco importa el pulso nuclear o el muro con México. Más allá del odio que suscita entre los progresistas, el presidente ha establecido una conexión eléctrica con sus votantes. Y la explota a diario. Su Twitter (41,7 millones de seguidores) y sus alharacas televisivas no van dirigidas a las élites universitarias ni a los exquisitos urbanitas de la Costa Este. Él es consciente de que perdió en todas las ciudades de más de 100.000 habitantes y que su fortaleza son los pequeños pueblos, esa América rural, blanca y pobre donde casi duplicó en voto a su adversaria.
En ese espacio, Corea del Norte, Irán, China y hasta México son vistas como batallas que el presidente tiene que dar para lograr su objetivo: enfrentarse a las fuerzas del mal y devolver a Estados Unidos lo que es suyo: el esplendor de un sueño. La patente del éxito. Un futuro.
Eso es justo lo que desea Lebanon. Ubicado en el ombligo de América, en el lugar que los geógrafos consideran el centro exacto del territorio continental, el pueblo queda lejos de todo. El horizonte se pierde entre campos de maíz y cada día que pasa el presente se difumina más. Ante este crepúsculo, muchos prefieren huir. Otros, como el alcalde y carpintero, Rick Chapin, de 62 años, han decidido quedarse.
El hombre lleva gorra gris y va sin afeitar. Votó independiente y es de los pocos que desconfía de Trump. “No sé hacia donde se dirige, genera demasiada división”, dice. Su sueño es traer una industria que haga renacer al pueblo y dé un respingo a su renta per cápita, cuatro veces inferior a la media nacional. “Con poco, aquí se puede hacer mucho”, reflexiona.
El alcalde está sentado en la tienda de los Ladow. El lugar de encuentro del pueblo. Hoy hay unos ocho parroquianos. Se saludan y comen silenciosamente. Les sirve Dana, de 36 años, la hija de los dueños. Ella nació en Lebanon. Y es de las pocas en el municipio que ha viajado al extranjero. Estuvo seis meses en Reinosa (México) y dos años en Zambia. Allí daba clases en una misión evangelista. De África volvió embarazada de una niña que ahora corretea por el colmado con una ratita de goma en la mano Su abuela, al fondo del local, la mira con ternura, mientras pela patatas para el puré de Gladys Kennedy y oye por la radio a un predicador que advierte de los males del mundo. El padre de la pequeña también vino de Zambia. Se llama Boycken, trabaja de electricista y es el único negro del pueblo. “Aquí todos son republicanos y claro, solo hablan cosas buenas de él”, explica, evitando entrar en la conversación. Él y Dana tienen una preocupación. Pese a tener empleo, hijo y esposa estadounidense, su permiso de residencia es temporal y la pareja aspira a uno permanente.
Dana no admite mucha más discusión. Espera otro hijo y está convencida de que Dios la ha bendecido. Su familia vivirá en Lebanon y serán felices. Fuera, el viento sigue soplando frío.
Jan Martínez Ahrens
Lebanon (Kansas), El País
En Estados Unidos el olvido tiene un nombre. Se llama Lebanon, lo habitan 203 vecinos y está enclavado en el centro geográfico del país. Un lugar perdido en la inmensa planicie de Kansas, donde las cosas hace tiempo que dejaron de pasar. Todas, excepto una. Cada mediodía, de lunes a sábado, Gladys Kennedy cruza la calle mayor y acude a la tienda de los Ladow a tomar su puré con judías verdes. Sentada en el interior del colmado, junto a una mesa en la que nunca falta café para el forastero, la viuda rememora lo que un día fue la próspera villa del Medio Oeste. Los tiempos en que el dinero corría a raudales y el pueblo tenía hospital, hotel, colegio y hasta bailes de domingo. Es el recuerdo de un sueño que lleva décadas en declive y que Gladys, blanca y republicana, está convencida que sólo un hombre providencial puede salvar: el presidente Donald J. Trump.
Gladys se ríe con sus ojos azules. Hace un año votó por el magnate y ahora volvería a hacerlo. “No lo dude”, remacha. Nieta del fundador de Lebanon y testigo de la Gran Depresión, sus vecinos la reverencian. Cuando le falla el coche, la llevan a la tienda, y los domingos siempre hay quien le trae comida a casa. En un pueblo donde todo se mide, Gladys, de 100 años y 32 bisnietos, actúa a modo de patrón universal. Su mermelada de frambuesa es celebrada; sus bromas son reídas, y sus cambios de humor, escrutados. Por eso causó conmoción el día en que dejó de beber Pepsi-Cola.
Durante décadas, ella se tomaba una lata al día. Pero hace un mes se pasó a la Coca-Cola. ¿Motivo? Apoyar a su presidente. Fue un acto mínimo pero revelador. Pepsi es la patrocinadora de la NFL, la gran liga de fútbol americano contra la que ha estallado Trump. Muchos de sus jugadores negros, durante el himno, en vez de escucharlo de pie se arrodillan en señal de protesta por los abusos raciales. Para Trump, el gesto es un ultraje a la patria. Para la anciana, también. “No hay derecho”, clama.
Esa es Gladys. Así es Lebanon. Un bastión conservador. No se trata de algo sorprendente en Kansas. Durante el último medio siglo, en este Estado siempre han ganado los candidatos presidenciales republicanos. El mismo Trump logró el pasado 8 de noviembre el 56,2% de los votos frente al 35,7% de Hillary Clinton. Una diferencia rotunda, pero pequeña respecto a la registrada en Lebanon. Ahí, en el mejor resultado obtenido en la historia del pueblo, Trump se hizo con casi el 82% de las papeletas y su rival solo el 15%.
Fue una victoria apabullante y que, estudiada al microscopio, explica una de las claves de Trump. En su día, los análisis enloquecieron con el vuelco conseguido en Wisconsin, Pensilvania y Michigan, tres pequeños estados que por solo 77.759 votos cambiaron de signo y le hicieron presidente. La tesis era que el republicano, pese a tener 2,8 millones de papeletas menos que Clinton, había ganado con un golpe quirúrgico en el decrépito cinturón industrial. Era una verdad a medias. Ese apoyo fue necesario, pero no suficiente.
Detrás del triunfo había otro factor. De mayor volumen y cuya profundidad muchos olvidan. Eloutsider neoyorquino se había ganado la fidelidad de una gigantesca base conservadora. Un logro que le permitió arrasar en pueblos como Lebanon donde Dios, Patria y Familia son pilares existenciales.
No era poco para un showman catódico y gritón, dos veces divorciado y bien conocido por su falta de fervor religioso y su presencia en las bacanales de la legendaria discoteca Studio 54. Para conseguirlo, la crisálida eligió un vicepresidente de religiosidad absoluta y emprendió una mutación compleja, en la que dio rienda suelta al nacionalismo y mostró pocos escrúpulos con sus creencias pasadas, entre ellas el aborto. La metamorfosis trajo consigo un Trump tan adorado por los ultras como odiado por los demócratas. La fractura le dio el triunfo.
“Trump ha abandonado la tradición presidencial de reconciliar a los americanos. Como en campaña, vive bajo el lema divide y conquista. Su única meta ahora es mantener a su base contenta”, explica el profesor Larry Sabato, director del Centro para la Política, de la Universidad de Virginia. “Su retórica popular-nacionalista ha cautivado a un núcleo electoral fuerte, un 40% que le vota sin dudar”, señala Andrew Lakoff, profesor de la Universidad de California Sur.
La fórmula ha funcionado. Hasta el momento han fallado aquellos que anticiparon un rápido deterioro. Ni la trama rusa ni su fracaso con el Obamacare ni sus delirios tuiteros le han desgastado. Las encuestas muestran que tras nueve meses de mandato mantiene intacta su base entre los votantes registrados. Que en grandes ciudades como Nueva York Los Ángeles o Miami, las mayorías siguen asustadas y los ánimos encrespados, pero que en la distancia, en esa América profunda que se extiende por llanuras y valles interminables, el miedo de las urbes llega amortiguado, rodando por la ladera de la indiferencia.
– Trump es más americano que nadie, como este pueblo.
Cecil tiene 74 años y su granero de techo rojo es la envidia de Lebanon. Hoy ha terminado su faena pronto y camina de vuelta por la calle mayor. El día es gris y vacío. Casas de madera, puertas cerradas, arces y olmos desnudos. Cecil mira al cielo y vaticina nieve. Le gusta su pueblo. Dice que es como vivir 50 años atrás.
Para este granjero y soldador, hay pocas dudas de por qué volvería a votar a Trump. “Es nuestra salvación. Él pone a América primero. Ya está bien con eso de la globalización y de eliminar fronteras. Por algo hay países. ¡Y yo quiero al mío!”, exclama.
Cecil es un hombre armado. También es muy educado y ayuda al forastero a encontrar lo que necesita. Andando por las calles va explicando, ya más tranquilo, qué le ocurre a su querida Lebanon. “Aquí vivimos del maíz y el trigo. Con la mecanización basta un solo hombre y un ayudante para sacarlo todo adelante. El resultado es que no hay trabajo, y si no hay trabajo, no hay sueños, y sin ellos la gente joven se marcha y esto se queda vacío”.
Cecil se despide a la altura de la librería. Al irse, empieza a nevar. “¿Ve cómo tenía razón?”, se ríe y luego desaparece por una calle lateral. Alrededor, un aire ausente lo inunda todo.
Las libreras Sherelle y Kareena.
Las libreras Sherelle y Kareena. X.D.
En la librería, la nieve se observa desde cristales rectangulares. Fuera caen copos como dedos mientras dentro la calefacción permite ir en mangas de camisa. El local dispone de 9.268 libros, 360 vídeos y 54 audios. Lo dirigen las treintañeras Sherelle y Kareena. Están casadas y tienen hijos pequeños. Admiten que les falta clientela, y que en un pueblo con una edad media de 51 años, lo que más se lee son novelas misterio y algunas del Oeste. Cuando se les pregunta si aquello no les aburre, se ríen y contestan que nunca les falta cosas que hacer. “Este es un buen lugar para ser cristiano”, dicen.
Para ellas, devotas de un dios que se derrama por todas partes, Trump es una garantía. “Ojalá dure mucho. Ama este país y protegerá mis valores, no va a permitir el aborto”, explica Sherelle.
- ¿Y no le parecen excesivos sus tuits y sus insultos?
- Para nada. Me gustan porque muestran que es un hombre que dice lo que piensa, que no tiene miedo a que le critiquen por decir la verdad.
Trump ha calado. Da igual que le acusen de mentiroso y demagógico. Poco importa el pulso nuclear o el muro con México. Más allá del odio que suscita entre los progresistas, el presidente ha establecido una conexión eléctrica con sus votantes. Y la explota a diario. Su Twitter (41,7 millones de seguidores) y sus alharacas televisivas no van dirigidas a las élites universitarias ni a los exquisitos urbanitas de la Costa Este. Él es consciente de que perdió en todas las ciudades de más de 100.000 habitantes y que su fortaleza son los pequeños pueblos, esa América rural, blanca y pobre donde casi duplicó en voto a su adversaria.
En ese espacio, Corea del Norte, Irán, China y hasta México son vistas como batallas que el presidente tiene que dar para lograr su objetivo: enfrentarse a las fuerzas del mal y devolver a Estados Unidos lo que es suyo: el esplendor de un sueño. La patente del éxito. Un futuro.
Eso es justo lo que desea Lebanon. Ubicado en el ombligo de América, en el lugar que los geógrafos consideran el centro exacto del territorio continental, el pueblo queda lejos de todo. El horizonte se pierde entre campos de maíz y cada día que pasa el presente se difumina más. Ante este crepúsculo, muchos prefieren huir. Otros, como el alcalde y carpintero, Rick Chapin, de 62 años, han decidido quedarse.
El hombre lleva gorra gris y va sin afeitar. Votó independiente y es de los pocos que desconfía de Trump. “No sé hacia donde se dirige, genera demasiada división”, dice. Su sueño es traer una industria que haga renacer al pueblo y dé un respingo a su renta per cápita, cuatro veces inferior a la media nacional. “Con poco, aquí se puede hacer mucho”, reflexiona.
El alcalde está sentado en la tienda de los Ladow. El lugar de encuentro del pueblo. Hoy hay unos ocho parroquianos. Se saludan y comen silenciosamente. Les sirve Dana, de 36 años, la hija de los dueños. Ella nació en Lebanon. Y es de las pocas en el municipio que ha viajado al extranjero. Estuvo seis meses en Reinosa (México) y dos años en Zambia. Allí daba clases en una misión evangelista. De África volvió embarazada de una niña que ahora corretea por el colmado con una ratita de goma en la mano Su abuela, al fondo del local, la mira con ternura, mientras pela patatas para el puré de Gladys Kennedy y oye por la radio a un predicador que advierte de los males del mundo. El padre de la pequeña también vino de Zambia. Se llama Boycken, trabaja de electricista y es el único negro del pueblo. “Aquí todos son republicanos y claro, solo hablan cosas buenas de él”, explica, evitando entrar en la conversación. Él y Dana tienen una preocupación. Pese a tener empleo, hijo y esposa estadounidense, su permiso de residencia es temporal y la pareja aspira a uno permanente.
Dana no admite mucha más discusión. Espera otro hijo y está convencida de que Dios la ha bendecido. Su familia vivirá en Lebanon y serán felices. Fuera, el viento sigue soplando frío.