El día D en un refugio de Miami: cansancio, migrañas y pizza recalentada
Algunos refugiados se quejan de problemas de salud. No hay medicinas ni servicio médico en este albergue en el centro de Miami
Nicolás Alonso
Miami, El País
Irma ya ha llegado. A las cinco de la mañana (las 11.00 en la España peninsular), el murmullo de sus vientos huracanados se cuela bajo las puertas del Eugene. B. Thomas Center, uno de los centenares de colegios habilitados como refugio-albergue para los ciudadanos. Un niño pequeño merodea entre sus vecinos de pasillo; adultos, ancianos y bebés duermen y se entretienen como pueden, acostados sobre esterillas y colchones.
Muchos llevan ya más de dos días aquí. Y todavía les queda. Irma solo ha desgajado los primeros árboles en el aparcamiento y arrancado las primeras ramas de algunas palmeras. "Lo peor llegará a mediodía. Calculo que serán ráfagas de unos 160 kilómetros por hora", advierte una de las coordinadoras del refugio. Los tubos de luz fluorescente pierden y recuperan su intensidad con intermitencia. La conexión telefónica también flojea. "El downtown de Miami ya está inundado. En este edificio ya está entrando agua, pero no es un problema todavía", dice.
El sábado todavía había sonrisas. El domingo, solo cansancio y molestias. Algunos se quejan de problemas de salud, otros sufren migrañas. No hay medicinas ni servicio médico. La convivencia empeora, el ambiente es más espeso. En la entrada principal, la policía aspira el agua que ya entra por las finas ranuras de los portones de color azul turquesa. La planta superior del edificio ha sido desalojada por miedo a que el viento destroce las ventanas. Los soldados de la Guardia Nacional, que escoltan el edificio y se encargan de mantener la calma, patrullan con largos rifles de asalto. Preguntado uno de ellos sobre el motivo de ir tan fuertemente armados, el agente responde tajante: "Nunca se sabe". Durante la noche tuvieron que calmar pequeñas peleas verbales entre algunos huéspedes.
Algunos se despiertan con ánimos de rutina. En una esquina de la primera de las tres plantas, Henry desayuna un paquete de cereales individual con un poco de leche. Acto seguido va al baño, se enjuaga la cara y se lava los dientes. No hay duchas. Al regresar a su espacio —dos metros cuadrados que comparte con su mujer y su hijo— se cambia de camiseta. "¿No tenías otros pantalones?", le reclama la madre a Henry junior. Los tres se peinan, pero no van a ninguna parte. Los coordinadores no permiten salir al patio de la escuela, las condiciones son peligrosas.
Presencia de extranjeros
"Ya no nos dejan salir. Se acaba de caer otro árbol. Fue un ruido fortísimo", llega anunciando una mujer británica. No es la única extranjera. Aquí hay japoneses, italianos, chilenos, cubanos, alemanes y rusos, entre otras nacionalidades. La mayoría de ellos quedaron atrapados en el aeropuerto y fueron evacuados a este centro.
Las primeras noticias sobre la catástrofe van llegando de la mano de vecinos. "La terraza ha volado, se fue", dice Mario Rodríguez encogiendo los hombros al colgar con un amigo de su urbanización. "A mí no me preocupa, aunque el coche no sé si estará dañado". Mientras el olor de la pizza recalentada —por tercera vez consecutiva— invade el pasillo, su sobrino le recuerda: "Eso puede ser reemplazado, nuestra vida no".
Nicolás Alonso
Miami, El País
Irma ya ha llegado. A las cinco de la mañana (las 11.00 en la España peninsular), el murmullo de sus vientos huracanados se cuela bajo las puertas del Eugene. B. Thomas Center, uno de los centenares de colegios habilitados como refugio-albergue para los ciudadanos. Un niño pequeño merodea entre sus vecinos de pasillo; adultos, ancianos y bebés duermen y se entretienen como pueden, acostados sobre esterillas y colchones.
Muchos llevan ya más de dos días aquí. Y todavía les queda. Irma solo ha desgajado los primeros árboles en el aparcamiento y arrancado las primeras ramas de algunas palmeras. "Lo peor llegará a mediodía. Calculo que serán ráfagas de unos 160 kilómetros por hora", advierte una de las coordinadoras del refugio. Los tubos de luz fluorescente pierden y recuperan su intensidad con intermitencia. La conexión telefónica también flojea. "El downtown de Miami ya está inundado. En este edificio ya está entrando agua, pero no es un problema todavía", dice.
El sábado todavía había sonrisas. El domingo, solo cansancio y molestias. Algunos se quejan de problemas de salud, otros sufren migrañas. No hay medicinas ni servicio médico. La convivencia empeora, el ambiente es más espeso. En la entrada principal, la policía aspira el agua que ya entra por las finas ranuras de los portones de color azul turquesa. La planta superior del edificio ha sido desalojada por miedo a que el viento destroce las ventanas. Los soldados de la Guardia Nacional, que escoltan el edificio y se encargan de mantener la calma, patrullan con largos rifles de asalto. Preguntado uno de ellos sobre el motivo de ir tan fuertemente armados, el agente responde tajante: "Nunca se sabe". Durante la noche tuvieron que calmar pequeñas peleas verbales entre algunos huéspedes.
Algunos se despiertan con ánimos de rutina. En una esquina de la primera de las tres plantas, Henry desayuna un paquete de cereales individual con un poco de leche. Acto seguido va al baño, se enjuaga la cara y se lava los dientes. No hay duchas. Al regresar a su espacio —dos metros cuadrados que comparte con su mujer y su hijo— se cambia de camiseta. "¿No tenías otros pantalones?", le reclama la madre a Henry junior. Los tres se peinan, pero no van a ninguna parte. Los coordinadores no permiten salir al patio de la escuela, las condiciones son peligrosas.
Presencia de extranjeros
"Ya no nos dejan salir. Se acaba de caer otro árbol. Fue un ruido fortísimo", llega anunciando una mujer británica. No es la única extranjera. Aquí hay japoneses, italianos, chilenos, cubanos, alemanes y rusos, entre otras nacionalidades. La mayoría de ellos quedaron atrapados en el aeropuerto y fueron evacuados a este centro.
Las primeras noticias sobre la catástrofe van llegando de la mano de vecinos. "La terraza ha volado, se fue", dice Mario Rodríguez encogiendo los hombros al colgar con un amigo de su urbanización. "A mí no me preocupa, aunque el coche no sé si estará dañado". Mientras el olor de la pizza recalentada —por tercera vez consecutiva— invade el pasillo, su sobrino le recuerda: "Eso puede ser reemplazado, nuestra vida no".