400.000 rohingya huyendo de la limpieza étnica en Myanmar
Miles de personas llegan a Bangladés a diario escapando de la persecución de las autoridades birmanas en un éxodo sin precedentes
Paloma Almoguera
Cox´s Bazar, El País
Ramjam Begum se desploma al llegar a la orilla. Le flaquean tanto las fuerzas que no alcanza a sostener en brazos a su bebé, y pasa al pequeño a su marido. No puede reprimir las lágrimas y no acierta a articular palabra. Acaba de llegar a la isla Shapuree (Bangladés) en un resquebrajado pesquero junto a más de veinte adultos y decenas de niños. Todos extenuados, aterrados. Todos huyendo de morir a manos del Ejército birmano, que hace días prendió fuego a su aldea, disparándoles cuando echaron a correr para salvar sus vidas. Les gritaron que se marcharan porque “no son de allí”. Porque son rohingya, una de las minorías más excluidas del mundo.
De fondo, apenas a un kilómetro de distancia, una imagen basta para explicar la huida de Ramjam: varias columnas de humo tiznan el cielo en la costa de Myanmar (antigua Birmania), separada de Shapuree por la desembocadura del río Naf, frontera natural entre ambos países. Son sus aldeas ardiendo. Su pasado en llamas. La imponente humarada envía un mensaje claro a los rohingya: no regreséis. No sois bienvenidos.
“Nunca hemos tenido libertad, siempre vivimos asustados. Nos torturan de diferentes formas”, balbucea Ramjam, que solo ahora se percata de que su rostro ha quedado al descubierto. Pudorosa, se cubre la cara, salvo los ojos, con un velo negro. Musulmanes, los rohingya llevan décadas marginados y perseguidos en Myanmar, de mayoría budista, que no les reconoce como una de sus 135 etnias oficiales pese a vivir desde hace siglos en el estado occidental de Rajine (hoy conocido como Arakan), limítrofe con Bangladés, un país donde el 90% de la población profesa la religión musulmana. Escudándose en que son inmigrantes ilegales bangladesíes, Myanmar les negó la ciudadanía en 1982; fue su condena al ostracismo, a la privación de derechos básicos como educación o empleo. Pero desde el pasado 25 de agosto, cuando rebeldes del llamado Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ARSA, en sus siglas en inglés) lanzaron una ofensiva contra cuarteles militares y de policía birmanos, también son masacrados en respuesta, en medio de lo que el Gobierno de Myanmar defiende como una campaña contra “fuerzas terroristas”.
La ONU ha alertado sobre lo que considera podría ser “una limpieza étnica de manual”. Estima que alrededor de 1.000 personas han perdido la vida y que 400.000 (401.000, según el último recuento) han cruzado a Bangladés desde entonces. Es un éxodo sin precedentes.
En dicho país se multiplican los testimonios de supervivientes que narran cómo militares y turbas budistas violaron y mataron a sus seres queridos a balazos, machetazos. Quemados vivos. Human Rights Watch (HRW), que ha detectado a través de imágenes por satélite 62 aldeas calcinadas en el norte Rajine, afirma que “son incendiadas de forma deliberada por el Ejército birmano”. Se trata, subraya, de una de las tácticas principales de “la campaña de limpieza” contra esta minoría. Amnistía Internacional (AI) lo secunda: “Se observa un patrón claro y sistemático de abusos. Las fuerzas de seguridad rodean un pueblo, disparan a la gente que huye presa del pánico, y luego queman las casas hasta los cimientos. En términos legales, se trata de crímenes de lesa humanidad: ataques sistemáticos y expulsión forzada de civiles”, subraya Tirana Hassan, de AI.
Refugiados rohingya portan mercancías en el campo de Jalpatoli, entre Myanmar y Bangladés.
Refugiados rohingya portan mercancías en el campo de Jalpatoli, entre Myanmar y Bangladés. DOMINIQUE FAGET AFP
Agresiones incesantes por las que, tres semanas después de que comenzara la crisis, se calcula que aún decenas de miles de personas cruzan cada día la frontera con Bangladés, sobre todo por el río Naf. La ONU anticipa que el número de refugiados podría duplicarse en las próximas semanas; de ser así, la población rohingya de Rajine, estimada en alrededor de un millón antes de otro brote de violencia de menor intensidad a finales de 2016, quedaría diezmada.
“Mientras siga habiendo rohingya en Myanmar, seguirán incendiando las aldeas”, apunta Hussein desde Shapuree, donde se proclama único encargado de los barcos que se trasladan a la orilla birmana para rescatar a los que huyen. Por el “módico” precio de unos 4.000 kyats (moneda de Myanmar) por cabeza, unos 40 euros. Una fortuna para una comunidad que carece de recursos económicos, lo que impide a familias cruzar el río si no disponen del estipendio. Sin discutir la moralidad de su negocio, Hussein, también rohingya, defiende que él mismo aún tiene familiares en Myanmar, y asegura que seguirá trayendo a más “compatriotas” a la costa de Bangladés.
Así es. Apenas una hora después de que llegara la barcaza de Ramjam, otras dos se acercan sacudidas con violencia por el oleaje. De ellas van saltando al agua con dificultad docenas de mujeres, niños y ancianos, descargando como pueden sacos de arroz, algunas botellas de agua y petates de ropa y otros enseres. Entre varios logran bajar en volandas a una menuda octogenaria que no puede tenerse en pie cuando llega a la orilla, en la que acaba tumbada, exánime. Estaba enferma, cuentan, y necesita reposo tras el trayecto. Llevaban dos días a la intemperie esperando a que llegara el barco, tras una semana de tortuoso camino desde sus aldeas, igualmente arrasadas por las llamas. Pese al drama, saludan su suerte: los lugareños que asisten a los recién llegados les cuentan que en la víspera una mujer murió ahogada al colisionar su barco con otro.
Todos se disponen a emprender rumbo al interior de Cox’s Bazar, distrito al que pertenece la isla, porque allí es donde operan las ONG y agencias de la ONU. Apenas veinte kilómetros de carretera en cuyos márgenes se asientan la inmensa mayoría de los casi 400.000 recién llegados, además de otros 300.000, aproximadamente, que ya vivían en los dos campos de refugiados oficiales, Katupalong y Balu Khali, debido a las permanentes tensiones en Rajine desde hace años. El panorama es desolador: mareas de familias errantes, buscando cobijo, construyendo decenas de miles de tiendas de campaña con bolsas de plástico y bambú en los arcenes de la calzada, sobre las colinas. Bebés desnutridos, ancianos famélicos. Cientos de miles de personas a merced de la ayuda humanitaria, desbordada ante una afluencia de refugiados sin parangón en la zona.
Refugiados rohingya piden ropa y comida en Tankhali, Bangladés, el 15 de septiembre.
Refugiados rohingya piden ropa y comida en Tankhali, Bangladés, el 15 de septiembre. Paula Bronstein Getty Images
“Estamos respondiendo a las necesidades más urgentes en la medida de nuestras capacidades y recursos (…) Pero no podremos atenderlas sin la ayuda adicional de donantes”, enfatiza Ikhtiyar Aslanov, el jefe de la delegación de la Cruz Roja Internacional en Bangladés, en un comunicado.
En Cox’s Bazar desde hace diez días, Abdul Kadir da fe de las precariedades diarias. “No tenemos comida. La última vez que ingerimos algo fue anoche porque unos buenos samaritanos nos dieron dinero para comprarla”, afirma el hombre, de 60 años, quien ejercía de profesor en Rajine porque era de los pocos en su aldea en pasar la educación secundaria. Kadir huyó durante 13 días junto a su familia y decenas de vecinos, después de que el ejército quemara sus casas. “No sois de este país. Si no os marcháis, os mataremos”, afirma que les amenazaban al prender las llamas. Once de sus compañeros de travesía perdieron la vida tiroteados después por las fuerzas de seguridad. Durante la fuga, encontraron cadáveres carbonizados y masacrados en otras aldeas, asegura. Un infierno dejado atrás pero un futuro no muy prometedor por delante.
“Lo que queremos es volver a nuestra patria”, afirma Kadir. Sabe que la duración de su estancia en Bangladés, que de momento abre sus puertas a los rohingya pero ya ha advertido de lo insostenible de la situación, es incierta. Pesaroso, admite que regresar a Myanmar es todavía una meta impensable. “Hacerlo ahora sería un suicidio”.
Paloma Almoguera
Cox´s Bazar, El País
Ramjam Begum se desploma al llegar a la orilla. Le flaquean tanto las fuerzas que no alcanza a sostener en brazos a su bebé, y pasa al pequeño a su marido. No puede reprimir las lágrimas y no acierta a articular palabra. Acaba de llegar a la isla Shapuree (Bangladés) en un resquebrajado pesquero junto a más de veinte adultos y decenas de niños. Todos extenuados, aterrados. Todos huyendo de morir a manos del Ejército birmano, que hace días prendió fuego a su aldea, disparándoles cuando echaron a correr para salvar sus vidas. Les gritaron que se marcharan porque “no son de allí”. Porque son rohingya, una de las minorías más excluidas del mundo.
De fondo, apenas a un kilómetro de distancia, una imagen basta para explicar la huida de Ramjam: varias columnas de humo tiznan el cielo en la costa de Myanmar (antigua Birmania), separada de Shapuree por la desembocadura del río Naf, frontera natural entre ambos países. Son sus aldeas ardiendo. Su pasado en llamas. La imponente humarada envía un mensaje claro a los rohingya: no regreséis. No sois bienvenidos.
“Nunca hemos tenido libertad, siempre vivimos asustados. Nos torturan de diferentes formas”, balbucea Ramjam, que solo ahora se percata de que su rostro ha quedado al descubierto. Pudorosa, se cubre la cara, salvo los ojos, con un velo negro. Musulmanes, los rohingya llevan décadas marginados y perseguidos en Myanmar, de mayoría budista, que no les reconoce como una de sus 135 etnias oficiales pese a vivir desde hace siglos en el estado occidental de Rajine (hoy conocido como Arakan), limítrofe con Bangladés, un país donde el 90% de la población profesa la religión musulmana. Escudándose en que son inmigrantes ilegales bangladesíes, Myanmar les negó la ciudadanía en 1982; fue su condena al ostracismo, a la privación de derechos básicos como educación o empleo. Pero desde el pasado 25 de agosto, cuando rebeldes del llamado Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ARSA, en sus siglas en inglés) lanzaron una ofensiva contra cuarteles militares y de policía birmanos, también son masacrados en respuesta, en medio de lo que el Gobierno de Myanmar defiende como una campaña contra “fuerzas terroristas”.
La ONU ha alertado sobre lo que considera podría ser “una limpieza étnica de manual”. Estima que alrededor de 1.000 personas han perdido la vida y que 400.000 (401.000, según el último recuento) han cruzado a Bangladés desde entonces. Es un éxodo sin precedentes.
En dicho país se multiplican los testimonios de supervivientes que narran cómo militares y turbas budistas violaron y mataron a sus seres queridos a balazos, machetazos. Quemados vivos. Human Rights Watch (HRW), que ha detectado a través de imágenes por satélite 62 aldeas calcinadas en el norte Rajine, afirma que “son incendiadas de forma deliberada por el Ejército birmano”. Se trata, subraya, de una de las tácticas principales de “la campaña de limpieza” contra esta minoría. Amnistía Internacional (AI) lo secunda: “Se observa un patrón claro y sistemático de abusos. Las fuerzas de seguridad rodean un pueblo, disparan a la gente que huye presa del pánico, y luego queman las casas hasta los cimientos. En términos legales, se trata de crímenes de lesa humanidad: ataques sistemáticos y expulsión forzada de civiles”, subraya Tirana Hassan, de AI.
Refugiados rohingya portan mercancías en el campo de Jalpatoli, entre Myanmar y Bangladés.
Refugiados rohingya portan mercancías en el campo de Jalpatoli, entre Myanmar y Bangladés. DOMINIQUE FAGET AFP
Agresiones incesantes por las que, tres semanas después de que comenzara la crisis, se calcula que aún decenas de miles de personas cruzan cada día la frontera con Bangladés, sobre todo por el río Naf. La ONU anticipa que el número de refugiados podría duplicarse en las próximas semanas; de ser así, la población rohingya de Rajine, estimada en alrededor de un millón antes de otro brote de violencia de menor intensidad a finales de 2016, quedaría diezmada.
“Mientras siga habiendo rohingya en Myanmar, seguirán incendiando las aldeas”, apunta Hussein desde Shapuree, donde se proclama único encargado de los barcos que se trasladan a la orilla birmana para rescatar a los que huyen. Por el “módico” precio de unos 4.000 kyats (moneda de Myanmar) por cabeza, unos 40 euros. Una fortuna para una comunidad que carece de recursos económicos, lo que impide a familias cruzar el río si no disponen del estipendio. Sin discutir la moralidad de su negocio, Hussein, también rohingya, defiende que él mismo aún tiene familiares en Myanmar, y asegura que seguirá trayendo a más “compatriotas” a la costa de Bangladés.
Así es. Apenas una hora después de que llegara la barcaza de Ramjam, otras dos se acercan sacudidas con violencia por el oleaje. De ellas van saltando al agua con dificultad docenas de mujeres, niños y ancianos, descargando como pueden sacos de arroz, algunas botellas de agua y petates de ropa y otros enseres. Entre varios logran bajar en volandas a una menuda octogenaria que no puede tenerse en pie cuando llega a la orilla, en la que acaba tumbada, exánime. Estaba enferma, cuentan, y necesita reposo tras el trayecto. Llevaban dos días a la intemperie esperando a que llegara el barco, tras una semana de tortuoso camino desde sus aldeas, igualmente arrasadas por las llamas. Pese al drama, saludan su suerte: los lugareños que asisten a los recién llegados les cuentan que en la víspera una mujer murió ahogada al colisionar su barco con otro.
Todos se disponen a emprender rumbo al interior de Cox’s Bazar, distrito al que pertenece la isla, porque allí es donde operan las ONG y agencias de la ONU. Apenas veinte kilómetros de carretera en cuyos márgenes se asientan la inmensa mayoría de los casi 400.000 recién llegados, además de otros 300.000, aproximadamente, que ya vivían en los dos campos de refugiados oficiales, Katupalong y Balu Khali, debido a las permanentes tensiones en Rajine desde hace años. El panorama es desolador: mareas de familias errantes, buscando cobijo, construyendo decenas de miles de tiendas de campaña con bolsas de plástico y bambú en los arcenes de la calzada, sobre las colinas. Bebés desnutridos, ancianos famélicos. Cientos de miles de personas a merced de la ayuda humanitaria, desbordada ante una afluencia de refugiados sin parangón en la zona.
Refugiados rohingya piden ropa y comida en Tankhali, Bangladés, el 15 de septiembre.
Refugiados rohingya piden ropa y comida en Tankhali, Bangladés, el 15 de septiembre. Paula Bronstein Getty Images
“Estamos respondiendo a las necesidades más urgentes en la medida de nuestras capacidades y recursos (…) Pero no podremos atenderlas sin la ayuda adicional de donantes”, enfatiza Ikhtiyar Aslanov, el jefe de la delegación de la Cruz Roja Internacional en Bangladés, en un comunicado.
En Cox’s Bazar desde hace diez días, Abdul Kadir da fe de las precariedades diarias. “No tenemos comida. La última vez que ingerimos algo fue anoche porque unos buenos samaritanos nos dieron dinero para comprarla”, afirma el hombre, de 60 años, quien ejercía de profesor en Rajine porque era de los pocos en su aldea en pasar la educación secundaria. Kadir huyó durante 13 días junto a su familia y decenas de vecinos, después de que el ejército quemara sus casas. “No sois de este país. Si no os marcháis, os mataremos”, afirma que les amenazaban al prender las llamas. Once de sus compañeros de travesía perdieron la vida tiroteados después por las fuerzas de seguridad. Durante la fuga, encontraron cadáveres carbonizados y masacrados en otras aldeas, asegura. Un infierno dejado atrás pero un futuro no muy prometedor por delante.
“Lo que queremos es volver a nuestra patria”, afirma Kadir. Sabe que la duración de su estancia en Bangladés, que de momento abre sus puertas a los rohingya pero ya ha advertido de lo insostenible de la situación, es incierta. Pesaroso, admite que regresar a Myanmar es todavía una meta impensable. “Hacerlo ahora sería un suicidio”.