Y los ultras salieron de sus guaridas
Los grupos supremacistas vivieron la llegada de Trump como una victoria y desde entonces han abandonado la marginalidad política en la que vivían
Amanda Mars
Washington, El País
Esvásticas y antorchas, estas últimas recordando irremediablemente a las que usaba el Ku Klux Klan. Cuando las imágenes de los supremacistas recorrieron el mundo el fin de semana pasado, a raíz de los disturbios racistas de Charlottesville, una ciudad progresista del Estado de Virginia, mucha gente vio con estupor toda esa simbología, que uno en Estados Unidos se puede apuntar al Partido Nazi y que el KKK aún existe. La libertad de expresión es un principio sagrado, quemar la bandera nacional no supone ningún delito y los neonazis pueden manifestarse a las puertas del mismísimo Capitolio.
De hecho, este domingo pocas decenas de supremacistas y otros activistas conservadores volvieron a manifestarse en Boston, pero quedaron eclipsados por las 40.000 personas que, según las autoridades, participaron en una marcha antirracista contra ellos. No hubo incidentes entre ambas partes, pero la policía detuvo a 27 personas, principalmente por asalto a agentes o mala conducta. El presidente Donald Trump elogió en Twitter a los que se manifestaron contra el "odio" en esa ciudad.
Muchos de los colectivos de extrema derecha vivieron, el 8 de noviembre, lo que consideran un “despertar". Ni Donald Trump alumbró estos movimientos ni estos movimientos llevaron a Donald Trump a la presidencia. Siempre existieron, aislados en los márgenes de la política, prácticamente huérfanos de atención mediática, y ni siquiera se puede decir que hayan aumentado en número en los últimos años.
El Southern Poverty Law Center, la institución de referencia en el estudio del extremismo, cifraba en 917 el número de eso que llaman grupos de odio: aquel que tiene creencias o lleva a cabo prácticas que atacan o difaman a una clase de personas. Son unos pocos más de los que había en 2015 (892), pero menos de los que campaban en 2013 (939) o en 2011, cuando llegó a haber 1.018. En ese censo conviven los llamados separatistas negros, con el Ku Klux Klan, neonazis, skinheads…
Estos grupos encontraron en el empresario neoyorquino a un líder lo suficientemente outsider, fuera del sistema, como para apoyarle, y al mismo tiempo lo suficientemente mediático como para brindarles la oportunidad de salir de las cloacas y asomar sus banderas a la centralidad de la política. Ya desde la fase de las elecciones primarias, abrazaron su discurso nacionalista y duro con la inmigración, que no era exclusivo de Trump, y cayeron seducidos por su guerra declarada a la corrección política. Después de una campaña crispada, y pese al maremoto del Partido Republicano, el votante conservador estadounidense fue mayoritariamente fiel y le votó. Su candidato, que también lo era de la alt-right (derecha alternativa, radical), ganó las elecciones.
El Southern Poverty Law Center traza una clara línea entre la victoria de Trump y la sensación de empoderamiento de los grupos supremacistas. “[La campaña electoral de] Trump electrificó a la derecha radical, que lo vio como un campeón de la idea de que América es fundamentalmente un país de hombres blancos”, concluye en su informe anual.
Los ultras sintieron que habían ganado Washington. El 19 de noviembre de 2016, 11 días después de las elecciones, un conocido activista ultraconservador llamado Richard Spencer, pronunció una conferencia durante una cena en el edificio Ronald Reagan, ubicado a escasas manzanas de la Casa Blanca, y acabó con un brindis al grito de “¡Hail Trump, hail nuestra gente, hail la victoria!”. Muchos de los asistentes levantaron el brazo y realizaron el saludo nazi.
La caída de Bannon
Trump había adoptado una actitud gaseosa hacia ellos. Las primeras veces que le pedían que se desmarcara del apoyo de personas como David Duke, exlíder del KKK, o de los supremacistas, respondía diciendo que no sabía quiénes eran ni de qué le hablaban. Después sí rechazó a Duke, le llamó “mala persona”, pero insistía en mítines y discursos en las arengas que conectan con ellos, vinculando inmigración con criminalidad o atacando a los mexicanos. Además, colocó en el centro del poder a uno de sus principales agitadores, Steve Bannon (el ex estratega jefe, recién defenestrado), editor de Breitbart News, una publicación de referencia de estos colectivos.
“Hasta ahora, Trump ha usado el fanatismo sobre todo como una herramienta electoral, para animar a un relativamente pequeño grupo de seguidores”, opinaba esta semana la articulista Anne Applebaum, en The Washington Post, la cuestión, añadía, es si seguiría adelante con un uso político del racismo, hasta llegar “a cambiar el significado de lo que significa ser un centrista”.
La crisis por los altercados racistas de Charlottesville mostró la incomodidad del presidente: primero condenó la violencia “de todas las partes”, la presión le llevó después a rechazar abiertamente el KKK, los neonazis y los supremacistas, pero al día siguiente volvió a una equidistancia entre ellos y algo que llamó la alt-left (izquierda alternativa), un supuesto equivalente progresista de la alt-right.
En la alt-right la defensa de la raza blanca se viste con un discurso pretendidamente académico y Spencer, de 39 años, dirige el National Policy Institute, un laboratorio de ideas cuyo objetivo es defender el “legado, identidad y futuro de la gente de origen europeo”, es decir, a la población caucásica de EE UU. Frente al KKK, ahora los supremacistas como Spencer son jóvenes, visten con elegancia, hablan con calma.
Con el cese de Bannon han visto caer a uno de sus símbolos. Es pronto para decretar un giro en la Casa Blanca a raíz de este cese. Pero para los conservadores tradicionales ha resultado un alivio. Bill Kristol, opositor de Trump y editor de Weekly Standard, una publicación de referencia republicana, se pronunció así: “La batalla de Bannon ha terminado. La de Trump está a punto de empezar. De ella depende el bienestar de nuestra república constitucional”.
Amanda Mars
Washington, El País
Esvásticas y antorchas, estas últimas recordando irremediablemente a las que usaba el Ku Klux Klan. Cuando las imágenes de los supremacistas recorrieron el mundo el fin de semana pasado, a raíz de los disturbios racistas de Charlottesville, una ciudad progresista del Estado de Virginia, mucha gente vio con estupor toda esa simbología, que uno en Estados Unidos se puede apuntar al Partido Nazi y que el KKK aún existe. La libertad de expresión es un principio sagrado, quemar la bandera nacional no supone ningún delito y los neonazis pueden manifestarse a las puertas del mismísimo Capitolio.
De hecho, este domingo pocas decenas de supremacistas y otros activistas conservadores volvieron a manifestarse en Boston, pero quedaron eclipsados por las 40.000 personas que, según las autoridades, participaron en una marcha antirracista contra ellos. No hubo incidentes entre ambas partes, pero la policía detuvo a 27 personas, principalmente por asalto a agentes o mala conducta. El presidente Donald Trump elogió en Twitter a los que se manifestaron contra el "odio" en esa ciudad.
Muchos de los colectivos de extrema derecha vivieron, el 8 de noviembre, lo que consideran un “despertar". Ni Donald Trump alumbró estos movimientos ni estos movimientos llevaron a Donald Trump a la presidencia. Siempre existieron, aislados en los márgenes de la política, prácticamente huérfanos de atención mediática, y ni siquiera se puede decir que hayan aumentado en número en los últimos años.
El Southern Poverty Law Center, la institución de referencia en el estudio del extremismo, cifraba en 917 el número de eso que llaman grupos de odio: aquel que tiene creencias o lleva a cabo prácticas que atacan o difaman a una clase de personas. Son unos pocos más de los que había en 2015 (892), pero menos de los que campaban en 2013 (939) o en 2011, cuando llegó a haber 1.018. En ese censo conviven los llamados separatistas negros, con el Ku Klux Klan, neonazis, skinheads…
Estos grupos encontraron en el empresario neoyorquino a un líder lo suficientemente outsider, fuera del sistema, como para apoyarle, y al mismo tiempo lo suficientemente mediático como para brindarles la oportunidad de salir de las cloacas y asomar sus banderas a la centralidad de la política. Ya desde la fase de las elecciones primarias, abrazaron su discurso nacionalista y duro con la inmigración, que no era exclusivo de Trump, y cayeron seducidos por su guerra declarada a la corrección política. Después de una campaña crispada, y pese al maremoto del Partido Republicano, el votante conservador estadounidense fue mayoritariamente fiel y le votó. Su candidato, que también lo era de la alt-right (derecha alternativa, radical), ganó las elecciones.
El Southern Poverty Law Center traza una clara línea entre la victoria de Trump y la sensación de empoderamiento de los grupos supremacistas. “[La campaña electoral de] Trump electrificó a la derecha radical, que lo vio como un campeón de la idea de que América es fundamentalmente un país de hombres blancos”, concluye en su informe anual.
Los ultras sintieron que habían ganado Washington. El 19 de noviembre de 2016, 11 días después de las elecciones, un conocido activista ultraconservador llamado Richard Spencer, pronunció una conferencia durante una cena en el edificio Ronald Reagan, ubicado a escasas manzanas de la Casa Blanca, y acabó con un brindis al grito de “¡Hail Trump, hail nuestra gente, hail la victoria!”. Muchos de los asistentes levantaron el brazo y realizaron el saludo nazi.
La caída de Bannon
Trump había adoptado una actitud gaseosa hacia ellos. Las primeras veces que le pedían que se desmarcara del apoyo de personas como David Duke, exlíder del KKK, o de los supremacistas, respondía diciendo que no sabía quiénes eran ni de qué le hablaban. Después sí rechazó a Duke, le llamó “mala persona”, pero insistía en mítines y discursos en las arengas que conectan con ellos, vinculando inmigración con criminalidad o atacando a los mexicanos. Además, colocó en el centro del poder a uno de sus principales agitadores, Steve Bannon (el ex estratega jefe, recién defenestrado), editor de Breitbart News, una publicación de referencia de estos colectivos.
“Hasta ahora, Trump ha usado el fanatismo sobre todo como una herramienta electoral, para animar a un relativamente pequeño grupo de seguidores”, opinaba esta semana la articulista Anne Applebaum, en The Washington Post, la cuestión, añadía, es si seguiría adelante con un uso político del racismo, hasta llegar “a cambiar el significado de lo que significa ser un centrista”.
La crisis por los altercados racistas de Charlottesville mostró la incomodidad del presidente: primero condenó la violencia “de todas las partes”, la presión le llevó después a rechazar abiertamente el KKK, los neonazis y los supremacistas, pero al día siguiente volvió a una equidistancia entre ellos y algo que llamó la alt-left (izquierda alternativa), un supuesto equivalente progresista de la alt-right.
En la alt-right la defensa de la raza blanca se viste con un discurso pretendidamente académico y Spencer, de 39 años, dirige el National Policy Institute, un laboratorio de ideas cuyo objetivo es defender el “legado, identidad y futuro de la gente de origen europeo”, es decir, a la población caucásica de EE UU. Frente al KKK, ahora los supremacistas como Spencer son jóvenes, visten con elegancia, hablan con calma.
Con el cese de Bannon han visto caer a uno de sus símbolos. Es pronto para decretar un giro en la Casa Blanca a raíz de este cese. Pero para los conservadores tradicionales ha resultado un alivio. Bill Kristol, opositor de Trump y editor de Weekly Standard, una publicación de referencia republicana, se pronunció así: “La batalla de Bannon ha terminado. La de Trump está a punto de empezar. De ella depende el bienestar de nuestra república constitucional”.