Los diablos rojos fueron a luchar demasiado lejos

El puente de Arnhem era el objetivo fundamental de una operación aliada para derrotar a los alemanes y acabar con la guerra un año antes, en 1944

Jacinto Antón
El País
Un gran arco de acero y cemento, un puente de campanillas, un pedazo de puente, el más lejano de todos (aunque no el más distante), es el que cierra esta serie en la que hemos revisitado el de Remagen, el del río Kwai y el Pegasus, en Normandía. El puente de Arnhem, en la ciudad holandesa del mismo nombre, tendido sobre el Bajo Rin, un señor puente de treinta metros de altura, fue, del 17 al 26 de septiembre de 1944, escenario central de una de las batallas más encarnizadas y espectaculares (y épicas) de la Segunda Guerra Mundial. Como los otros tres con los que ha compartido estas páginas es un icono de esa contienda y como el de Remagen y el del Kwai ha tenido su propia película (Pegasus, que ya aparecía en El día más largo, tendrá próximamente la suya), en este caso la famosa superproducción de Hollywood plagada de estrellas Un puente lejano (1977), basada en el no menos célebre libro del mismo título escrito por Cornelius Ryan (Inédita, 2005).


El puente de Arnhem, su captura, era el objetivo fundamental, indispensable, de la Operación Market Garden con la que los Aliados, en un momento de euforia tras el desembarco de Normandía y la liberación de París, pretendían conseguir un atajo para derrotar a los alemanes y acabar la guerra en 1944, un año antes de cuando realmente finalizó. La idea era lanzar una poderosa ofensiva por el norte del frente desde Bélgica hacia Holanda para entrar en Alemania por la región del Ruhr tras atravesar el Rin, flanqueando la Línea Sigfrido, y darle la puntilla al III Reich. No funcionó y todavía hubo mucha guerra y sufrimiento por delante (incluido ese último espasmo de Hitler en el Oeste que fue la batalla de las Ardenas) hasta que los soviéticos tomaron Berlín en abril de 1945.

El plan, concebido por el de natural prudente mariscal Montgomery en un insólito subidón de audacia que dejó estupefacto a su propio bando (Bradley dijo que no le hubiera sorprendido más ver aparecer a Monty, abstemio recalcitrante, haciendo eses con una cogorza), presuponía un masivo empleo de fuerzas aerotransportadas (británicas, estadounidenses y polacas libres) como no se había visto nunca: 20.000 hombres que debían capturar previamente los puentes a lo largo del corredor que seguiría el grueso del ejército aliado. Market Garden (el primer nombre era el de la operación aérea y el segundo el de la terrestre) se convirtió en uno de los mayores desastres de la guerra, con 15.000 bajas, al no poderse tomar los puentes clave, especialmente el nuestro, el de Arnhem, y significó de hecho el fin de la 1ª división británica aerotransportada, los diablos rojos (por el color de sus boinas), que perdió dos tercios de sus efectivos.

No es que la idea de Monty (que acabó echando la culpa injustamente a los polacos, que siempre reciben) no fuera buena, es que había demasiados imponderables, como le señaló al mariscal el general Browning, vicecomandante del Primer Ejército Aerotransportado aliado, “señor, creo que tal vez sea irnos a un puente demasiado lejano”, frase que ha hecho época (y libro y película) y que compite con otras célebres acuñadas en esa guerra como “nunca tantos han debido tanto a tan pocos”, “¿arde París?” o “cuando acabemos esto solo se hablará japonés en el infierno”.

El problema con esas tropas de élite que son las fuerzas aerotransportadas (en parte lanzadas en paracaídas y en parte llevadas en planeadores tras la líneas enemigas en Market Garden), a las que puedes poner donde quieres en un momento, es que te dan el elemento sorpresa y una ventaja inicial enorme pero, al carecer de equipo pesado, no poseen el poder suficiente para aguantar mucho tiempo por sí solas si se enfrentan a fuerzas convencionales y no son apoyadas por efectivos terrestres propios. En síntesis, eso es lo que pasó en Arnhem. Se quedaron luchando solas, muy valientemente, eso sí, hasta que las aniquilaron.

Fallaron muchas cosas: pese a que se tomaron enclaves a todo lo largo de la ruta (la 101 ª de EE UU capturó 9 de los 11 puentes encomendados), el avance por tierra se ralentizó demasiado; en el sector de Arnhem, las unidades aterrizaron demasiado lejos del puente y de día (a diferencia de lo que sucedió en el Pegasus, como vimos), las comunicaciones fallaron estrepitosamente, no se utilizó a la Resistencia holandesa, y, sobre todo, se dió la mortal casualidad de que en la zona, en la que los informes de inteligencia más optimistas –los otros se descartaron negligentemente- preveían solo la presencia de fuerzas alemanas muy débiles, se concentraban por casualidad dos divisiones panzer de las SS especialmente entrenadas para la lucha contra tropas aerotransportadas, que ya es desgracia. Los paracaidistas, que se dirigieron hacia el puente se encontraron con una oposición cada vez más dura y cabreada, un verdadero avispero que incluía tanques Tigre, a los que no capeas con la boina. “Aparecían un regimiento tras otro de los alemanes que no tenían derecho a estar allí”, observó un paracaidista británico indignado.
Grupo de paracaidistas británicos, conocidos como los diablos rojos, en Holanda, durante la Operación Market Garden. ampliar foto
Grupo de paracaidistas británicos, conocidos como los diablos rojos, en Holanda, durante la Operación Market Garden. TOPFOTO WAR

El batallón del teniente coronel John Frost (encarnado en el filme de Richard Attenborough por Anthony Hopkins), que soplaba un cuerno de caza, consiguió llegar al puente principal de Arnhem tras siete horas de marcha, y se hizo fuerte en el lado norte. Pero el extremo sur lo ocupaba un desapacible grupo de Granaderos Panzer de las SS. Progresivamente, los alemanes fueron inyectando unidades y presión en Arnhem y la batalla por el puente, feroz, a menudo cuerpo a cuerpo, se decantó a su favor, aunque, en uno de los episodios más famosos, los diablos rojos, lanzando su grito de guerra Whoa Mohammed! (adquirido en el Norte de África), detuvieron a brazo el avance por el puente del batallón de reconocimiento de la 9ª Panzer de las SS.

Fue un espejismo. Superados tres a uno, rodeados, sin blindados, sin auxilio, lo que quedaba a los paracaidistas era apretar los dientes, combatir con coraje y resistir todo lo posible. Y eso los exhaustos soldados británicos lo hicieron ejemplarmente, como suelen desde Rorker’s Drift. Mal asunto, sin embargo, cuando la épica y las Cruces Victoria han de sustituir a la estrategia y al triunfo. A los cuatro días, las fuerzas en el puente fueron arrolladas por los nazis y a los nueve, los restos de la división escaparon como pudieron o fueron capturados. La batalla devastó la ciudad, convertida en un Stalingrado en miniatura. La población civil sufrió un verdadero infierno y una imagen que no hay que olvidar entre tanta aventura, pólvora, medalla, miscelánea militar y testosterona –la recoge Ryan en su magnífico libro- es la del padre que corre desesperado hacia un hospital llevando en brazos a su hijo moribundo, al que las explosiones de unos u otros han arrancado un brazo y una pierna y tiene todo el costado derecho abierto. La guerra, señores.

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