Lula, condenado a nueve años de cárcel por corrupción
El expresidente puede recurrir la condena en primera instancia por delitos de corrupción pasiva y lavado de dinero
Tom C. Avendaño
São Paulo, El País
El caso Petrobras se ha cobrado su mayor víctima en los tres años que lleva desgranando la corrupción en las élites brasileñas. El expresidente más popular del país, Luiz Inácio Lula da Silva, fue condenado este miércoles a nueve años de cárcel por corrupción y blanqueo de dinero. Lula, que en los últimos meses no ocultaba su ambición por presentarse de nuevo a las elecciones generales de 2018, podrá recurrir la sentencia, lo que evitará ahora un ingreso en prisión. Una confirmación del fallo de culpabilidad implicaría también la inhabilitación política.
El juez Sergio Moro, responsable del caso Petrobras en la primera instancia judicial, ha declarado al expresidente culpable de haber aceptado y reformado una vivienda de tres plantas en una zona costera de São Paulo por valor de 3,7 millones de reales (1,1 millones de euros), todo ello pagado por la constructora OAS a cambio de contratos públicos. Es el peor comienzo que podía tener la resolución de la lista de causas judiciales a las que se enfrenta Lula da Silva, que fue presidente de Brasil entre 2002 y 2010, en dos legislaturas de bonanza económica y un gran crecimiento que aún hoy mantienen el buen recuerdo que dejaron. El exmandatario tiene pendiente otras cuatro sentencias en manos del juez Moro, uno de sus más enconados rivales, y aunque pueda recurrirlas todas a una instancia superior, también puede correr el riesgo de ser inhabilitado y no poder presentarse a las elecciones de 2018, como pretendía.
Es el mayor giro en la saga del regreso del dirigente a la política, algo que tiene a Brasilia en vilo desde hace más de un año. Su comienzo podría situarse en el pasado 4 de marzo, cuando, ante los ojos atónitos del país, la policía obligó a Lula da Silva a ir hasta una comisaría de São Paulo para prestar declaración por acusaciones de corrupción.
Aquella denuncia no fue muy lejos en el terreno judicial, pero lanzó la sospecha de que Lula da Silva, el carismático expresidente que sacó a 30 millones de brasileños de la pobreza y que juraba dar su espalda a las élites, no estaba tan limpio como parecía. Diez días después, la entonces presidenta Dilma Rousseff le ofreció un puesto en su Gobierno, supuestamente para ayudar con la crisis económica —la peor en 30 años— y la política, que amenazaba con paralizar el país. Pero también era cierto que el puesto le concedía el aforamiento y con ello le protegía de futuras acusaciones en la primera instancia. El Tribunal Supremo canceló ese nombramiento 24 horas después.
Recurso ante el Supremo
Desde entonces, la pesadilla judicial de Lula da Silva y sus ambiciones políticas se convirtieron en dos historias paralelas que, aunque estuviesen condenadas a colisionar algún día, discurrían de forma independiente. El líder del Partido de los Trabajadores (PT) fue cobrando relevancia en las calles según el orden político brasileño se desmoronaba, con la destitución de Rousseff y la presidencia sobrevenida de Michel Temer, alguien aún menos popular que ella. De repente, Lula era una solución más que atractiva. Las encuestas le situaban a la cabeza de la intención del voto para las elecciones de 2018.
Pero también se fortalecieron los problemas jurídicos. La fiscalía brasileña comenzó a presentar demandas contra él. Moro llegó a aceptar cinco, tres de ellas dentro del caso Petrobras.
La opinión pública brasileña comenzó a entender al expresidente en estas dos vertientes. Lula el corrupto, que en septiembre fue acusado por la fiscalía de estar al frente del escándalo de sobornos de la petrolera estatal. Y Lula el candidato, que en febrero conmovió al país enterrando a su fiel esposa. El primero tuvo que ir a declarar ante el juez Moro el pasado mayo. El segundo organizó un mitin nada más salir de la comisaría para mostrar cuánta fuerza política tiene aún en la calle. Si alguien más quiere presentarse en 2018, tiene todavía en Lula da Silva un poderoso enemigo.
Y el dirigente tiene un poderoso enemigo en ese apartamento de São Paulo tan citado por la fiscalía. La investigación no le deja en buen lugar. En 2005, su mujer adelantó dinero a la cooperativa Bancoop para que lo construyera. Luego, Lula se convirtió en inversor de Bancoop, que en 2008 pasó a manos de OAS, la empresa que, según Moro, reformó la vivienda, se la regaló y le ha llevado a un paso de la cárcel.
Tom C. Avendaño
São Paulo, El País
El caso Petrobras se ha cobrado su mayor víctima en los tres años que lleva desgranando la corrupción en las élites brasileñas. El expresidente más popular del país, Luiz Inácio Lula da Silva, fue condenado este miércoles a nueve años de cárcel por corrupción y blanqueo de dinero. Lula, que en los últimos meses no ocultaba su ambición por presentarse de nuevo a las elecciones generales de 2018, podrá recurrir la sentencia, lo que evitará ahora un ingreso en prisión. Una confirmación del fallo de culpabilidad implicaría también la inhabilitación política.
El juez Sergio Moro, responsable del caso Petrobras en la primera instancia judicial, ha declarado al expresidente culpable de haber aceptado y reformado una vivienda de tres plantas en una zona costera de São Paulo por valor de 3,7 millones de reales (1,1 millones de euros), todo ello pagado por la constructora OAS a cambio de contratos públicos. Es el peor comienzo que podía tener la resolución de la lista de causas judiciales a las que se enfrenta Lula da Silva, que fue presidente de Brasil entre 2002 y 2010, en dos legislaturas de bonanza económica y un gran crecimiento que aún hoy mantienen el buen recuerdo que dejaron. El exmandatario tiene pendiente otras cuatro sentencias en manos del juez Moro, uno de sus más enconados rivales, y aunque pueda recurrirlas todas a una instancia superior, también puede correr el riesgo de ser inhabilitado y no poder presentarse a las elecciones de 2018, como pretendía.
Es el mayor giro en la saga del regreso del dirigente a la política, algo que tiene a Brasilia en vilo desde hace más de un año. Su comienzo podría situarse en el pasado 4 de marzo, cuando, ante los ojos atónitos del país, la policía obligó a Lula da Silva a ir hasta una comisaría de São Paulo para prestar declaración por acusaciones de corrupción.
Aquella denuncia no fue muy lejos en el terreno judicial, pero lanzó la sospecha de que Lula da Silva, el carismático expresidente que sacó a 30 millones de brasileños de la pobreza y que juraba dar su espalda a las élites, no estaba tan limpio como parecía. Diez días después, la entonces presidenta Dilma Rousseff le ofreció un puesto en su Gobierno, supuestamente para ayudar con la crisis económica —la peor en 30 años— y la política, que amenazaba con paralizar el país. Pero también era cierto que el puesto le concedía el aforamiento y con ello le protegía de futuras acusaciones en la primera instancia. El Tribunal Supremo canceló ese nombramiento 24 horas después.
Recurso ante el Supremo
Desde entonces, la pesadilla judicial de Lula da Silva y sus ambiciones políticas se convirtieron en dos historias paralelas que, aunque estuviesen condenadas a colisionar algún día, discurrían de forma independiente. El líder del Partido de los Trabajadores (PT) fue cobrando relevancia en las calles según el orden político brasileño se desmoronaba, con la destitución de Rousseff y la presidencia sobrevenida de Michel Temer, alguien aún menos popular que ella. De repente, Lula era una solución más que atractiva. Las encuestas le situaban a la cabeza de la intención del voto para las elecciones de 2018.
Pero también se fortalecieron los problemas jurídicos. La fiscalía brasileña comenzó a presentar demandas contra él. Moro llegó a aceptar cinco, tres de ellas dentro del caso Petrobras.
La opinión pública brasileña comenzó a entender al expresidente en estas dos vertientes. Lula el corrupto, que en septiembre fue acusado por la fiscalía de estar al frente del escándalo de sobornos de la petrolera estatal. Y Lula el candidato, que en febrero conmovió al país enterrando a su fiel esposa. El primero tuvo que ir a declarar ante el juez Moro el pasado mayo. El segundo organizó un mitin nada más salir de la comisaría para mostrar cuánta fuerza política tiene aún en la calle. Si alguien más quiere presentarse en 2018, tiene todavía en Lula da Silva un poderoso enemigo.
Y el dirigente tiene un poderoso enemigo en ese apartamento de São Paulo tan citado por la fiscalía. La investigación no le deja en buen lugar. En 2005, su mujer adelantó dinero a la cooperativa Bancoop para que lo construyera. Luego, Lula se convirtió en inversor de Bancoop, que en 2008 pasó a manos de OAS, la empresa que, según Moro, reformó la vivienda, se la regaló y le ha llevado a un paso de la cárcel.