Trump cede el control de Afganistán a los halcones militares
La decisión abre las puertas a un fuerte aumento del contingente estadounidense y aleja la retirada final
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
La balanza se inclina por el bando de las armas en Afganistán. El presidente Donald Trump ha cedido a las exigencias del sector militar y ha reforzado la autoridad del Pentágono en el país. La decisión abre las puertas a un fuerte aumento del contingente estadounidense (de 3.000 a 5.000 soldados más), y sitúa en un futuro incierto la retirada final que tanto persiguió Barack Obama. Después de 15 años de destrucción, la guerra más larga de Estados Unidos se resiste a morir.
El análisis del alto mando sobre Afganistán es pesimista. El comandante de las fuerzas americanas en la zona, el general John W. Nicholson, ha declarado que Estados Unidos y sus aliados se han estancado. El secretario de Defensa, el antiguo teniente general James Mattis, ha ido más lejos. “En 2016 los talibanes tuvieron un buen año y lo están intentando otra vez. Ahora mismo, no estamos ganando y el enemigo está creciendo”, afirmó ante el Senado.
Pertrechados con este argumento, los militares han apostado por hacerse con el control operativo de Afganistán y liberarse de los filtros políticos que Barack Obama había impuesto y que le permitían tener bajo su total control la guerra. La maniobra ha sido un éxito.
Trump, un admirador declarado del estamento castrense, se ha rendido a sus generales y ha otorgado al Pentágono la autoridad para determinar la cuantía y naturaleza del contingente en la zona. Una concesión que permitirá, si se confirman los planes de Mattis, el envío de 3.000 a 5.000 soldados, que se sumarían a los 8.900 que hay sobre el terreno (entre un 33% y un 56% más).
“Dar el poder a Mattis es una buena decisión porque entiende Afganistán mejor que Trump y posiblemente que nadie en la Administración. Pero también es una mala opción en tanto que concede al Pentágono el control del país y eso puede llevar a infravalorar los elementos políticos y diplomáticos necesarios en la estrategia. Enviar unos miles de soldados más no acabará con el conflicto, lo esencial es empezar un proceso de paz entre el Gobierno afgano y los talibanes”, señala el analista Michael Kugelman, del Woodrow Wilson Center.
La decisión del presidente ha supuesto una derrota para el estratega jefe, Steve Bannon. Ardiente defensor del repliegue de Estados Unidos, el muñidor de la doctrina del patriotismo económico ha visto cómo sus argumentos caían frente a Mattis y el consejero de Seguridad Nacional, el exteniente general Herbert R. McMaster. En época de recortes, Bannon sostenía que el envío de nuevas tropas suponía un intolerable incremento del gasto para un despliegue que ya cuesta al año 23.000 millones de dólares. También insistió en que difícilmente se iba a lograr cerrar el conflicto cuando en épocas anteriores, con 100.000 soldados desplegados, no se pudo. Su postura coincidía con la mantenida por el propio Trump cuando, antes de ser candidato, apoyaba la retirada. “Es tiempo de salir de Afganistán. Construimos carreteras y escuelas para gente que nos odia. No favorece nuestro interés nacional”, tuiteó el multimillonario en 2012.
Frente al aislacionismo de Bannon, tanto Mattis como McMaster han argumentado que se requiere una actuación rápida para frenar el deterioro. Ambos sirvieron en Afganistán y son conscientes, según fuentes oficiales, de que el envío de los refuerzos no dará un vuelco, pero sí confían en que servirá para estabilizar los frentes y evitar que los talibanes ganen espacios a las tropas gubernamentales. “Terreno que pierdes, terreno que gana el enemigo. No se pueden dejar vacíos, como lo están haciendo en Afganistán”, señala a este periódico un ex ministro de Defensa occidental.
El triunfo del sector militar y el posible envío de nuevas tropas no cierra el capítulo afgano. El propio Mattis ha admitido que se trata de una solución de coyuntura. La estrategia final aún no está concluida. La Casa Blanca ha señalado que espera tenerla lista a mediados de julio.
“El Departamento de Estado ha perdido peso en la era Trump. El resultado es que la estrategia no pondrá el foco en la reconciliación y en las vías civiles para terminar la guerra, sino que se centrará en los niveles de militarización, el apoyo a las tropas afganas y cuestiones de seguridad como los santuarios talibanes en Paquistán. Posiblemente veamos aumentar los ataques con drones, incluyendo a los líderes talibanes”, indica Kugelman.
Los últimos movimiento de Trump apuntan a que volverá a apostar por las armas. No sólo ha delegado en el sector militar parte de su poder sino que los generales, con el aplauso del presidente, han elevado estos meses su belicosidad, como demostró el lanzamiento en abril del GBU-43, la mayor arma no nuclear de Estados Unidos. La devastadora bomba destruyó un refugio subterráneo de los talibanes y dejó claro al mundo el camino que el Pentágono quiere seguir en esta guerra sin fin.
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
La balanza se inclina por el bando de las armas en Afganistán. El presidente Donald Trump ha cedido a las exigencias del sector militar y ha reforzado la autoridad del Pentágono en el país. La decisión abre las puertas a un fuerte aumento del contingente estadounidense (de 3.000 a 5.000 soldados más), y sitúa en un futuro incierto la retirada final que tanto persiguió Barack Obama. Después de 15 años de destrucción, la guerra más larga de Estados Unidos se resiste a morir.
El análisis del alto mando sobre Afganistán es pesimista. El comandante de las fuerzas americanas en la zona, el general John W. Nicholson, ha declarado que Estados Unidos y sus aliados se han estancado. El secretario de Defensa, el antiguo teniente general James Mattis, ha ido más lejos. “En 2016 los talibanes tuvieron un buen año y lo están intentando otra vez. Ahora mismo, no estamos ganando y el enemigo está creciendo”, afirmó ante el Senado.
Pertrechados con este argumento, los militares han apostado por hacerse con el control operativo de Afganistán y liberarse de los filtros políticos que Barack Obama había impuesto y que le permitían tener bajo su total control la guerra. La maniobra ha sido un éxito.
Trump, un admirador declarado del estamento castrense, se ha rendido a sus generales y ha otorgado al Pentágono la autoridad para determinar la cuantía y naturaleza del contingente en la zona. Una concesión que permitirá, si se confirman los planes de Mattis, el envío de 3.000 a 5.000 soldados, que se sumarían a los 8.900 que hay sobre el terreno (entre un 33% y un 56% más).
“Dar el poder a Mattis es una buena decisión porque entiende Afganistán mejor que Trump y posiblemente que nadie en la Administración. Pero también es una mala opción en tanto que concede al Pentágono el control del país y eso puede llevar a infravalorar los elementos políticos y diplomáticos necesarios en la estrategia. Enviar unos miles de soldados más no acabará con el conflicto, lo esencial es empezar un proceso de paz entre el Gobierno afgano y los talibanes”, señala el analista Michael Kugelman, del Woodrow Wilson Center.
La decisión del presidente ha supuesto una derrota para el estratega jefe, Steve Bannon. Ardiente defensor del repliegue de Estados Unidos, el muñidor de la doctrina del patriotismo económico ha visto cómo sus argumentos caían frente a Mattis y el consejero de Seguridad Nacional, el exteniente general Herbert R. McMaster. En época de recortes, Bannon sostenía que el envío de nuevas tropas suponía un intolerable incremento del gasto para un despliegue que ya cuesta al año 23.000 millones de dólares. También insistió en que difícilmente se iba a lograr cerrar el conflicto cuando en épocas anteriores, con 100.000 soldados desplegados, no se pudo. Su postura coincidía con la mantenida por el propio Trump cuando, antes de ser candidato, apoyaba la retirada. “Es tiempo de salir de Afganistán. Construimos carreteras y escuelas para gente que nos odia. No favorece nuestro interés nacional”, tuiteó el multimillonario en 2012.
Frente al aislacionismo de Bannon, tanto Mattis como McMaster han argumentado que se requiere una actuación rápida para frenar el deterioro. Ambos sirvieron en Afganistán y son conscientes, según fuentes oficiales, de que el envío de los refuerzos no dará un vuelco, pero sí confían en que servirá para estabilizar los frentes y evitar que los talibanes ganen espacios a las tropas gubernamentales. “Terreno que pierdes, terreno que gana el enemigo. No se pueden dejar vacíos, como lo están haciendo en Afganistán”, señala a este periódico un ex ministro de Defensa occidental.
El triunfo del sector militar y el posible envío de nuevas tropas no cierra el capítulo afgano. El propio Mattis ha admitido que se trata de una solución de coyuntura. La estrategia final aún no está concluida. La Casa Blanca ha señalado que espera tenerla lista a mediados de julio.
“El Departamento de Estado ha perdido peso en la era Trump. El resultado es que la estrategia no pondrá el foco en la reconciliación y en las vías civiles para terminar la guerra, sino que se centrará en los niveles de militarización, el apoyo a las tropas afganas y cuestiones de seguridad como los santuarios talibanes en Paquistán. Posiblemente veamos aumentar los ataques con drones, incluyendo a los líderes talibanes”, indica Kugelman.
Los últimos movimiento de Trump apuntan a que volverá a apostar por las armas. No sólo ha delegado en el sector militar parte de su poder sino que los generales, con el aplauso del presidente, han elevado estos meses su belicosidad, como demostró el lanzamiento en abril del GBU-43, la mayor arma no nuclear de Estados Unidos. La devastadora bomba destruyó un refugio subterráneo de los talibanes y dejó claro al mundo el camino que el Pentágono quiere seguir en esta guerra sin fin.