La voluntad del pueblo
Algunos de los que votaron a favor del Brexit empiezan a preguntarse en qué será mejor su situación tras dejar la UE. Hay razones para creer que el interrogante se convertirá en un clamor general
John Carlin
El País
La consigna ganadora en el referéndum sobre el Brexit fue “recuperar el control”. Hoy, recién celebrado el primer aniversario del voto a favor de la salida de la Unión Europea, la gran democracia británica navega sin rumbo y nadie está al control de nada. Situación excelente: de repente, y por primera vez desde la borrachera del 23 de junio de 2016, hay motivos para pensar que se acabará imponiendo la sobriedad, de que Reino Unido recuperará la razón, recapacitará y el divorcio de los otros 27 países de la Unión Europea no se consumará.
Al hacer esta afirmación estoy atento a la posibilidad de haber sucumbido a lo que en inglés llaman el “wishful thinking”, frase hecha que retrata uno de los errores más frecuentes en los que caen los gobernantes, los políticos y la gente en general: convencerse de que el mundo es como uno quiere que sea y que las cosas saldrán como uno desea que salgan. Hecha la advertencia sanitaria, me hago eco de lo que escribió un columnista de The New York Times que comparte mi repudio al Brexit: ya no es wishful thinking proponer que el arrepentimiento general del electorado inglés podría conducir a un segundo referéndum.
¿Qué ha cambiado para permitirme decir algo que no me hubiera atrevido casi a pensar hace apenas dos semanas? Muchas cosas, empezando por el inesperado contratiempo electoral del partido gobernante conservador, pero lo más palpable es el cambio en la atmósfera que rodea al Brexit, tanto dentro como fuera de Reino Unido.
La parte más madura en el pretendido divorcio, la Unión Europea, ha estado ofreciendo a los británicos el laurel de la paz. En lo que uno tiene que suponer que ha sido una táctica concertada, el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble; el presidente francés, Emmanuel Macron, y el primer ministro irlandés, Leo Varadkar, todos han dicho lo mismo en los últimos 12 días, utilizando exactamente la misma metáfora: que si Reino Unido cambiase de opinión, “las puertas estarían abiertas”. En plan más poético, Donald Tusk, el presidente del Consejo Europeo, dijo el jueves pasado que aún veía posible que se le dé la vuelta al Brexit. “Podrás decir que soy un soñador”, declaró Tusk, citando a John Lennon, “pero no soy el único”.
Más interesante, y más reveladora que todos estos intentos de seducción, ha sido la respuesta de los seducidos. O, mejor dicho, la no respuesta. Theresa May, la primera ministra, estuvo de pie al lado de Macron y Varadkar cuando le lanzaron sus mensajes de amor y, en vez de reaccionar con sorpresa, quizá con una sonrisa sarcástica, se hizo la tonta: no hizo ningún gesto; no dijo nada. Tampoco dijeron nada los brexiteros más fundamentalistas de su Gobierno ni, más curioso aún, los diarios que habían estado más rabiosamente a favor del Brexit y más en contra de aquellos “quejicas” y “enemigos del pueblo” (como decían el Daily Mail y The Sun) que lamentaban la inminente ruptura con Europa. Hace nada hubieran respondido todos con indignación patriotera a semejantes intentos de parte de los desdeñables líderes europeos de sobornar o poner en duda “la voluntad del pueblo” expresada en las urnas en el referéndum del año pasado.
Cada vez que alguien sugería que los votantes habían marcado el autogol del siglo al votar en contra de permanecer dentro de la UE, tanto May como sus lacayos en el gabinete o en los medios apelaban a esa misma “voluntad del pueblo” representada por el 52% del electorado que se tomó la molestia de votar. Cuestionar este sagrado concepto era una herejía contra la democracia. Prácticamente se lanzaba una fatua, “muerte a los infieles”, a aquellos que se atrevían a proponer la manifiesta verdad de que el resultado del referéndum fue estrecho, ambiguo y basado en enormes mentiras de parte de la campaña brexitera, ninguna más grande que la que propuso que Reino Unido podría dejar la UE sin perder ninguno de los privilegios de permanecer dentro.
¿Por qué Theresa May ha dejado de repente de hablar de la voluntad del pueblo? ¿O de repetir la banalidad de que “Brexit significa Brexit”? ¿Por qué los perros rabiosos de los tabloides británicos se han convertido en corderos, o al menos no gritan tanto como antes y empiezan a dar señales de reconocer que quizá el divorcio duro, tajante y sin concesiones que May proponía antes de las elecciones no sería una idea tan brillante?
La respuesta es que uno puede engañar a parte de la gente parte del tiempo, pero no puede engañar a toda la gente todo el tiempo. Tarde o temprano la lógica se tiene que imponer. Y la lógica que empieza a filtrarse por el sistema cerebral británico es que el famoso control soberano que tanto anhelaba aquel 52% tiene su precio: que la gloriosa independencia y dignidad de Albión se obtendrá solo a coste de ser más pobres. Y esa nunca fue la idea, mucho menos la que vendieron los Boris Johnson y demás farsantes del Brexit.
Minimizar el daño
No habrá un segundo referéndum o un cambio de opinión o de dirección política nacional ni hoy ni mañana. Se llevará a cabo la pantomima de las negociaciones con Bruselas, que empezó la semana pasada, hasta lo que se supone que será su final, en un par de años. Pero cuanto más pase el tiempo, más se irán dando cuenta los británicos de que no se trata de una gloriosa aventura que conducirá a la tierra prometida, sino de un intento cada vez más desesperado de minimizar el terrible daño que significaría el fin del matrimonio con Europa. Hoy algunos que votaron por el Brexit empiezan a susurrar: “¿En qué será mejor eso a lo que teníamos antes?”. Hay razones para creer que a lo largo de los próximos dos años la pregunta se irá convirtiendo en un clamor general.
Macron, Varadkar, Schäuble y Tusk lo tienen claro. Ven a los británicos a punto de tirarse de un edificio de 28 pisos. Dulcemente, como hablando con un adolescente loco, les están diciendo: por favor, no tienen por qué hacer esto, no lo hagan, les queremos mucho. Un año después los británicos dan señales de estar escuchando.
John Carlin
El País
La consigna ganadora en el referéndum sobre el Brexit fue “recuperar el control”. Hoy, recién celebrado el primer aniversario del voto a favor de la salida de la Unión Europea, la gran democracia británica navega sin rumbo y nadie está al control de nada. Situación excelente: de repente, y por primera vez desde la borrachera del 23 de junio de 2016, hay motivos para pensar que se acabará imponiendo la sobriedad, de que Reino Unido recuperará la razón, recapacitará y el divorcio de los otros 27 países de la Unión Europea no se consumará.
Al hacer esta afirmación estoy atento a la posibilidad de haber sucumbido a lo que en inglés llaman el “wishful thinking”, frase hecha que retrata uno de los errores más frecuentes en los que caen los gobernantes, los políticos y la gente en general: convencerse de que el mundo es como uno quiere que sea y que las cosas saldrán como uno desea que salgan. Hecha la advertencia sanitaria, me hago eco de lo que escribió un columnista de The New York Times que comparte mi repudio al Brexit: ya no es wishful thinking proponer que el arrepentimiento general del electorado inglés podría conducir a un segundo referéndum.
¿Qué ha cambiado para permitirme decir algo que no me hubiera atrevido casi a pensar hace apenas dos semanas? Muchas cosas, empezando por el inesperado contratiempo electoral del partido gobernante conservador, pero lo más palpable es el cambio en la atmósfera que rodea al Brexit, tanto dentro como fuera de Reino Unido.
La parte más madura en el pretendido divorcio, la Unión Europea, ha estado ofreciendo a los británicos el laurel de la paz. En lo que uno tiene que suponer que ha sido una táctica concertada, el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble; el presidente francés, Emmanuel Macron, y el primer ministro irlandés, Leo Varadkar, todos han dicho lo mismo en los últimos 12 días, utilizando exactamente la misma metáfora: que si Reino Unido cambiase de opinión, “las puertas estarían abiertas”. En plan más poético, Donald Tusk, el presidente del Consejo Europeo, dijo el jueves pasado que aún veía posible que se le dé la vuelta al Brexit. “Podrás decir que soy un soñador”, declaró Tusk, citando a John Lennon, “pero no soy el único”.
Más interesante, y más reveladora que todos estos intentos de seducción, ha sido la respuesta de los seducidos. O, mejor dicho, la no respuesta. Theresa May, la primera ministra, estuvo de pie al lado de Macron y Varadkar cuando le lanzaron sus mensajes de amor y, en vez de reaccionar con sorpresa, quizá con una sonrisa sarcástica, se hizo la tonta: no hizo ningún gesto; no dijo nada. Tampoco dijeron nada los brexiteros más fundamentalistas de su Gobierno ni, más curioso aún, los diarios que habían estado más rabiosamente a favor del Brexit y más en contra de aquellos “quejicas” y “enemigos del pueblo” (como decían el Daily Mail y The Sun) que lamentaban la inminente ruptura con Europa. Hace nada hubieran respondido todos con indignación patriotera a semejantes intentos de parte de los desdeñables líderes europeos de sobornar o poner en duda “la voluntad del pueblo” expresada en las urnas en el referéndum del año pasado.
Cada vez que alguien sugería que los votantes habían marcado el autogol del siglo al votar en contra de permanecer dentro de la UE, tanto May como sus lacayos en el gabinete o en los medios apelaban a esa misma “voluntad del pueblo” representada por el 52% del electorado que se tomó la molestia de votar. Cuestionar este sagrado concepto era una herejía contra la democracia. Prácticamente se lanzaba una fatua, “muerte a los infieles”, a aquellos que se atrevían a proponer la manifiesta verdad de que el resultado del referéndum fue estrecho, ambiguo y basado en enormes mentiras de parte de la campaña brexitera, ninguna más grande que la que propuso que Reino Unido podría dejar la UE sin perder ninguno de los privilegios de permanecer dentro.
¿Por qué Theresa May ha dejado de repente de hablar de la voluntad del pueblo? ¿O de repetir la banalidad de que “Brexit significa Brexit”? ¿Por qué los perros rabiosos de los tabloides británicos se han convertido en corderos, o al menos no gritan tanto como antes y empiezan a dar señales de reconocer que quizá el divorcio duro, tajante y sin concesiones que May proponía antes de las elecciones no sería una idea tan brillante?
La respuesta es que uno puede engañar a parte de la gente parte del tiempo, pero no puede engañar a toda la gente todo el tiempo. Tarde o temprano la lógica se tiene que imponer. Y la lógica que empieza a filtrarse por el sistema cerebral británico es que el famoso control soberano que tanto anhelaba aquel 52% tiene su precio: que la gloriosa independencia y dignidad de Albión se obtendrá solo a coste de ser más pobres. Y esa nunca fue la idea, mucho menos la que vendieron los Boris Johnson y demás farsantes del Brexit.
Minimizar el daño
No habrá un segundo referéndum o un cambio de opinión o de dirección política nacional ni hoy ni mañana. Se llevará a cabo la pantomima de las negociaciones con Bruselas, que empezó la semana pasada, hasta lo que se supone que será su final, en un par de años. Pero cuanto más pase el tiempo, más se irán dando cuenta los británicos de que no se trata de una gloriosa aventura que conducirá a la tierra prometida, sino de un intento cada vez más desesperado de minimizar el terrible daño que significaría el fin del matrimonio con Europa. Hoy algunos que votaron por el Brexit empiezan a susurrar: “¿En qué será mejor eso a lo que teníamos antes?”. Hay razones para creer que a lo largo de los próximos dos años la pregunta se irá convirtiendo en un clamor general.
Macron, Varadkar, Schäuble y Tusk lo tienen claro. Ven a los británicos a punto de tirarse de un edificio de 28 pisos. Dulcemente, como hablando con un adolescente loco, les están diciendo: por favor, no tienen por qué hacer esto, no lo hagan, les queremos mucho. Un año después los británicos dan señales de estar escuchando.