Torturados por sus compañeros y ahora juzgados: así enfrentan nueve militares un consejo de guerra en México

Un general preside el tribunal que decidirá el futuro de nueve miembros del Ejército, presos desde 2011, forzados a confesar sus vínculos con el crimen organizado

Pablo Ferri
Perote (Veracruz), El País
Soto dice que es una cuestión de ego. Preso de un ligero tembleque en las manos, el militar murmura que el Ejército “no puede perder por orgullo”. ¿Orgullo de qué? “Orgullo de que no quieren perder: es su caso”, dice. Y agarra el tenedor, la tortilla y el trozo de pollo. Todo más o menos a la vez. Soto y los demás aprovechan como pueden la pausa de la comida, hora y media para recargar energías y hablar de la sesión matinal. El resto del día lo dedican a escuchar. Callados, sentados, vestidos de beige: todos pelones. Los últimos seis años de sus vidas, las acusaciones de colaborar con Los Zetas, las secuelas de la tortura que sufrieron, todo desemboca en la semana del consejo de guerra. Nueve militares contra la Secretaría de la Defensa.


Aplazado durante meses, el martes empezó uno de los juicios más inverosímiles de los últimos tiempos en México. La justicia castrense acusa a nueve oficiales y elementos de tropa de haber colaborado con Los Zetas a finales del sexenio pasado, los años del expresidente Felipe Calderón. Los acusa aunque en el proceso quedó comprobado que fueron objeto de tortura por parte de policías judiciales militares, funcionarios de la misma secretaría. Un perito en psicología examinó a cada uno de ellos por orden de la fiscalía militar y concluyó que sufrían diferentes niveles de estrés postraumático derivado de los tratos que les brindaron durante su detención.

Desde el principio, los nueve han defendido que todo es una farsa. Les torturaron, dicen, para que se incriminaran, armaron sus casos en base a las declaraciones de dos testigos, uno de los cuales se desdijo.

En el caso de Francisco Javier Soto y otro de los oficiales, Sócrates Humberto López, la propia secretaría aceptó que habían sido torturados y les pagó una indemnización. A diferencia de los otros siete, Soto y López acudieron a la Comisión Nacional de Derechos Humanos al poco de ser detenidos. El ombudsman mexicano elaboró un informe que confirmaba las torturas. Para evitar que el informe se hiciera público, el Ejército pagó.

Este jueves, mientras comía su pollo con nopales, Soto imaginaba un futuro fuera de la cárcel. Su abogado, que rondaba por allí, comentaba que en la justicia civil sería un caso fácil, pero que aquí es otra cosa. Un general preside el tribunal, acompañado de cuatro vocales. Ninguno es experto en leyes. El juez, el único que sí sabe, no decide. Entre el presidente y los vocales, comentaba el abogado, decidirán el futuro de los nueve. “Es una cuestión de orgullo”, volvía Soto, “el Ejército no quiere perder”.

Pelotas de Tenis

A las 8.30 de la mañana del 13 de marzo de 2011, sonó el teléfono. “Era el coronel”, cuenta Tanya, la esposa del teniente Soto. “Le llamó para que fuera al batallón”. Soto estaba franco aquel día, libraba. El coronel, comandante del 69º Batallón de Infantería, con base en Saltillo, Coahuila, en el norte de México, no le dejó demasiadas opciones. Venía su superior y quería consultarle algo. Soto se uniformó, agarró el carro y salió hacia el batallón. Él, Tanya y la hija de ambos vivían en una casa cercana a la instalación, así que no tardó en llegar.

A Tanya no le extrañó. Acostumbrada a seguirle desde los años del colegio militar, un domingo perdido no era tan extraño. Pero pasaron las horas. Tanya subió un par de veces al batallón. Primero a por su credencial, que su marido tenía en su monedero. Luego, por el carro. A eso de las 17.00 de la tarde, Soto la llamó por teléfono. “Me dijo ‘ve a Soriana y compra pelotas de tenis, un cepillo y champú para perro’ y yo fui”.

No era nada nuevo para Tanya: su esposo era el “asesor canófilo” del batallón. Entrenaba a los perros que usan en sus operativos. Las pelotas eran para ellos.
Tauro

Soto pensaba que la urgencia del coronel García Aguilar respondía precisamente a un perro lastimado. “Me dijo que se había herido un binomio canófilo en Tanque Escondido, un puesto nuestro. Así que me vestí enseguida y fui”. Cuando llegó, le estaba esperando un subordinado del coronel. Al parecer, el problema no era ningún perro, sino los turnos de vacaciones, por eso el coronel había reunido a los oficiales, unos 12, en la comandancia.

“Yo recuerdo que estábamos allí y de repente llega un civil, con pasamontañas”, dice Soto. “Llevaba una hoja y lo primero que hizo fue preguntar por mí: ‘¿Quién es Soto?’ Yo le dije que yo”.

Ahí, recuerda, le dieron los primeros “zapes”. Soto cuenta que le bajaron a empujones de la comandancia, le esposaron, le pusieron la camiseta en la cara para que no viera y le subieron a un carro. “Ahí nos llevaron a un edificio que le llaman Fuerza de Reacción, como a 500 metros”. ¿Nos llevaron? “Sí”, dice, “cuando me subieron a la camioneta, alcancé a ver unas botas negras. Éramos como tres”.

Soto cuenta que les tiraron a unos colchones, boca abajo, que les dejaron en paz. A la media hora, recuerda que empezó a sonar una radio. “Ahí”, zanja, “me tuvieron tres días”.

Soto no quiere contar lo que pasó. Rehúye la mirada, dice que ya lo contó, que no puede ir otra vez por ahí. De repente, esta semana, él y los demás han viajado en el tiempo, tan cerca de lo que pasó. No son solo los nueve del consejo de guerra, hay siete más esperando a cerrar sus casos y pasar igualmente a juicio. Pero esos siete acompañan estos días a los demás a la sede del consejo, que se celebra en un dormitorio habilitado para la ocasión, en un cuartel de un pueblo entre Veracruz y Puebla. Desde los asientos destinados al público, se otean las literas y las taquillas de los soldados.

Aunque Soto y los demás se resisten a dar detalles de su experiencia, sus declaraciones a la fiscalía estos años permiten acercarse a su dolor:

“Al sentir que me asfixiaba, comenzaba a manotear (…) Al tiempo de unos minutos me quitó la bolsa de la cara y me volvió a hacer la pregunta, que quien era TAURO, para quién trabajaba y que me dejara de hacer pendejo (…) [Luego] me quitó las esposas y me pidió que me desnude. Al desnudarme, me tira en un colchón, me amarra de pies y prácticamente la totalidad del cuerpo para que no me moviera y poniéndome un trapo en la nariz, comenzaban a tirarme agua en la cara”.

Después de amenazarle con violar y descuartizar a su esposa e hija, le obligaron a llamar a la primera. Querían sacarla de la casa para hacer un cateo: “Yo entonces le hago la indicación a mi esposa que fuera a Soriana, a comprar unas pelotas de tenis, un champú para perro, así como una carda, debido a que iba a tener una supervisión del material de los binomios canófilos”.
La lista

El proceso contra Soto y los demás nace de las declaraciones de dos supuestos integrantes de Los Zetas en Coahuila, alias Gerry y alias Guacho. Por aquel entonces, el brazo armado del Cartel del Golfo estaba en pleno apogeo e incluso peleaba las plazas a sus viejos benefactores. Según el testimonio de Guacho, en Saltillo tenían todo controlado.

Junto a su declaración ante la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada, SIEDO –ahora SEIDO–, los investigadores adjuntaron una lista con nombres, fechas y cantidades. Ahí aparecía Tauro, pero también Sócrates, Soto y así hasta 16 nombres y apodos. Las cantidades que repartían Los Zetas según este documento iban de 10.000 a 50.000 pesos, 500 a 2.500 dólares. El Guacho también dice que Soto era el encargado de repartir el dinero al resto de militares.

En cuanto a Gerry, primero dijo que Soto era uno de los enlaces con Los Zetas en Coahuila y luego, ante el juez militar que instruyó el caso, lo negó y aseguró que agentes de la SEIDO le obligaron a incriminarlos.

La declaración de Gerry ante el juez militar es un tratado de mala praxis de la SEIDO. Un muestrario de las más crueles torturas de sus funcionarios. Según Gerry, le presionaron para que incriminara a decenas de personas, desde el presidente del PRI entonces, Humberto Moreira, a varios generales, incluso, hasta el segundo al mando de la Secretaría de la Defensa.

A finales de su mandato, el presidente Calderón libró una cruzada contra la infiltración del crimen en la policía y las Fuerzas Armadas. Y apuntó concretamente al Ejército. En 2012, las autoridades detuvieron a cuatro generales, un mayor y un teniente, todos acusados de colaborar con el Cartel de los Beltrán Leyva, una escisión de Sinaloa. Todos apuntados por testigos protegidos.

Eran militares de alto nivel. Uno había sido incluso subsecretario de la Defensa, Tomás Ángeles Dauahare. Con el tiempo, acabarían por soltarlos por falta de pruebas.

Fue la famosa Operación Limpieza de Calderón, que tocó a funcionarios de Michoacán, Morelos, Sinaloa, de la PGR, del Ejército… En algunos casos, como en el de los altos mandos militares, los procesos quedaron en nada. En Michoacán, por ejemplo, funcionarios federales detuvieron a 38 altos cargos del Gobierno del estado en 2009. Un año después, 37 estaban libres.

Ya en libertad, Arturo González, el mayor detenido por apoyar a los Beltrán, denunció a 10 funcionarios de la PGR. González criticaba el papel de los testigos protegidos, cuyas declaraciones habían servido para incriminarles. Decía que habían declarado ante autoridades sin competencia para hacerlo y que les habían dado beneficios de manera ilegal.

Una de las personas que a las que denunció era Guillermina Cabrera. El Gerry, en la declaración ante el juez militar, menciona a una Guillermina, como una de las coordinadoras de la SEIDO que le obliga a incriminar a Soto, Sócrates y los demás.
Los testigos no recuerdan

En el consejo de guerra que se celebra en Perote desde el martes, la mayoría de testigos no recuerdan casi nada. Aunque a veces se da lo contrario: recuerdan datos menores con enorme precisión.

El coronel Ricardo García Aguilar fue el primer testigo que compareció ante el consejo de guerra, tras las declaraciones de los nueve acusados. García era el comandante del batallón de Saltillo. El jueves, el presidente del consejo le preguntó primero que qué había tenido que ver con lo sucedido. El coronel contó que no recordaba bien qué día fue, pero que llegaron “personal judicial”, policías judiciales federales militares, con una orden de aprehensión. “Así estuvimos dos, tres días. Luego vino un mayor para llevárselos a México”. Y ya, hasta ahí.

El presidente ordenó entonces a la secretaria del consejo de guerra que leyera las declaraciones anteriores y los interrogatorios al coronel. Ellos dos, el juez y los vocales, vestidos todos de gala, se sientan en una mesa al fondo de la sala, la mesa cubierta con un mantel rojo, coronado de ribetes dorados. A su derecha está el fiscal, y a la izquierda, Soto y los demás. El coronel y los demás testigos se colocan en una silla en medio de la sala.

La secretaria leyó durante más de una hora. Pese a los gritos por las torturas que refieren los nueve, el coronel, cuyo despacho estaba a 200 metros de allí, nunca oyó nada. NI se acercó. Ni le preguntó al médico del pelotón de sanidad cómo iba el interrogatorio, una de las veces que fue requerido.

En tres días de torturas, del 13 al 16 de marzo de 2011, el coronel, el jefe del batallón, nunca se asomó ni quiso saber qué pasaba con sus hombres. Ni siquiera en el caso del teniente Sócrates. Derrotado por la paliza que le dieron los judiciales, el médico del batallón, con grado de mayor, tuvo que atender al teniente, desmayado. El médico lo vio tan mal que lo trasladaron a una clínica en Saltillo.

Ni siquiera entonces, el coronel se enteró de nada. En cambio, los nueve dicen que el coronel vio como los judiciales les daban los primeros golpes, en su despacho. Golpes de ablandamiento, como decía el jueves uno de ellos.

Cuestionado por el abogado de Soto y Sócrates, el coronel respondió la mayoría de las veces que no sabía. Luego el fiscal le cuestionó por si habían subido los decomisos de drogas y armas tras la detención de sus hombres. “Sí”, dijo, “mucho, como un 300%”. El abogado contraatacó y consiguió que el coronel reconociera que aumentó, sí, pero también porque después del episodio habían llegado 200 militares de refuerzo.

Las partes esperan que entre el viernes y el sábado concluyan las sesiones y el consejo decida qué hacer con los nueve. Si lo condenan, Soto enfrentaría una condena de 50 años por delitos contra la salud, posesión de armas y cartuchos. En uno de los recesos de la tarde, el abogado lamentó de nuevo que el consejo fuera tan diferente de los juicios civiles. “En un caso normal, ganábamos, pero…”

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