Río se hunde en una ola de violencia
Tras la tregua de los Juegos Olímpicos aumentan los crimenes y se registra una media de 18 homicidios por día
María Martín
Rio de Janeiro, El País
Tras la conmoción del último atentado en Londres, cuando el pasado 22 de marzo un hombre arrolló a varias personas y apuñaló a un policía en las inmediaciones del Parlamento, un testigo brasileño sorprendió por su frialdad. La cadena CNN buscaba a alguien aterrorizado por el ataque que había acabado con la vida de seis personas, pero se encontró con un hombre, Renato Lincoln Patricio, de 52 años, que respondía sin inmutarse: “Solo estoy sorprendido. Pero no con miedo. Soy de Río de Janeiro”.
En Río escenas como esas que sembraron el pavor de los londinenses y abrieron los informativos de todo el planeta son casi cotidianas. Las cifras resultan estremecedoras incluso para un país como Brasil: el pasado febrero, el Estado de Río, con 16,5 millones de habitantes, registró una media de 18 homicidios por día. Así que los cariocas como Lincoln se han acostumbrado a enfrentar con naturalidad la violencia crónica de la ciudad que, tras la tregua de los Juegos Olímpicos del pasado agosto, se ha vuelto a sumergir en una ola de tiroteos bajo los que caen policías, traficantes e inocentes alcanzados por balas perdidas. “Para nosotros es siempre así. Convivimos con disparos todos los días. La semana pasada autoricé que mi hija saliese con el grupo del colegio a buscar criaderos de mosquitos y no sabes cómo me preocupé. No la dejo salir más. Hay barrios donde no se puede ni estar en la calle”, lamenta el portero de un edificio de uno de los barrios ricos de Río, que reside en una de las zonas más violentas de la ciudad.
El pasado día 30 de marzo una serie de altercados violentos puso a prueba los límites de tolerancia de los cariocas, capaces de hacerse selfies en medio de los tiroteos. Las disputas armadas se repitieron en varios puntos de la ciudad con operaciones policiales, muertos y disparos, pero lo que sucedió en un barrio del suburbio prácticamente tomado por el crimen —donde vive el portero— tiene aún a las autoridades y a la sociedad en vilo. Podría haber sido un enfrentamiento armado más entre policías y traficantes (hubo 4.212 el año pasado), si no fuese porque murió una niña de 13 años dentro de una escuela y porque un vídeo grabado por un vecino expuso que, como en la guerra, aquí parece valer todo.
Las imágenes muestran a dos agentes de la Policía Militar acercarse a dos hombres malheridos tumbados en el suelo. Uno de los agentes se aproxima, recoge un fusil allí tirado y dispara dos veces sin inmutarse contra uno de los cuerpos tendidos que aún se movía. Un segundo policía imita al colega y remata al segundo sospechoso. Los agentes, que fueron detenidos por homicidio, alegaron legítima defensa y su acción recogió más de 100.000 firmas de apoyo en la plataforma change.org. Pero a 10 metros de allí, tras un muro marcado por más de una decena de agujeros de proyectil, yacía en una charca de sangre la pequeña Maria Eduarda, muerta con, por lo menos, cuatro tiros de arma de guerra. La pericia inicial apunta a que los disparos que acabaron con la joven mientras estaba en clase de educación física vinieron de un fusil usado por los policías. Entre enero y febrero de este año, la policía militar de Río mató a 182 personas en lo que se llama oficialmente “auto de resistencia” contra la autoridad policial. Es un 78,4% más que en 2016.
La crisis económica que atraviesa Brasil y que ha afectado especialmente a Río de Janeiro ha agudizado los efectos de la violencia. Con el Estado de Río en quiebra, los agentes aún no han cobrado su paga extra de diciembre ni sus bonificaciones; la Policía Civil, responsable de investigar los crímenes, está en huelga desde hace más de dos meses y el programa estrella de pacificación del Gobierno para reducir los índices de criminalidad en las favelas, con vistas a los grandes eventos de los últimos años —Copa de las Confederaciones de 2013, Mundial de Fútbol de 2014 y Juegos Olímpicos—, agoniza. En febrero, el Estado de Río registró su mayor índice de homicidios en ocho años: 502 muertes, un 24% más que en el mismo mismo mes de 2016.
Del otro lado de la trinchera, Río entierra un policía cada dos días. En lo que va de año, 50 agentes han muerto en enfrentamientos con criminales o en sus días libres por el simple hecho de ser policías. Cuatro de ellos fueron torturados y carbonizados por traficantes de drogas. Algunos agentes viven tan aterrorizados que hacen lo imposible por esconder su profesión. Secar el uniforme detrás de la nevera, en el horno o esconder la placa de identidad en la rueda de repuesto del maletero se ha convertido en protocolo de supervivencia para muchos de los 47.000 policías militares de Río, mientras los especialistas cuestionan cada vez más una política de seguridad basada casi exclusivamente en el combate al tráfico de drogas.
Si las muertes continúan a ese ritmo, se alcanzarán niveles solo vistos en 1994 y 1995, cuando murieron 227 y 198 policías, respectivamente. “Si le hiciese caso a mi familia, no saldría de casa, no voy ni al centro comercial”, afirma el sargento Milton Pinto, de 50 años, retirado hace 10 tras sobrevivir a su propia ejecución. “Los delincuentes me dispararon tres veces y se gritaban entre ellos: ‘¡Déjame que lo mate ya!’. Solo Dios sabe cómo conseguí escapar y saltar dos muros hasta que me socorrieron. La culpa es del Estado, que entrena mal, paga poco y ha perdido el control de esta guerra”, lamenta.
La palabra guerra, en boca del sargento, ha llegado también a los discursos de las autoridades, hasta ahora mucho más comedidos. Y la alusión a la guerra sirve también para justificar los abusos de todos los bandos. Nadie parece capaz de detener la espiral de violencia. No hay ni plan ni dinero para intentar que el que vive en Río tenga, de una vez por todas, algo de paz.
María Martín
Rio de Janeiro, El País
Tras la conmoción del último atentado en Londres, cuando el pasado 22 de marzo un hombre arrolló a varias personas y apuñaló a un policía en las inmediaciones del Parlamento, un testigo brasileño sorprendió por su frialdad. La cadena CNN buscaba a alguien aterrorizado por el ataque que había acabado con la vida de seis personas, pero se encontró con un hombre, Renato Lincoln Patricio, de 52 años, que respondía sin inmutarse: “Solo estoy sorprendido. Pero no con miedo. Soy de Río de Janeiro”.
En Río escenas como esas que sembraron el pavor de los londinenses y abrieron los informativos de todo el planeta son casi cotidianas. Las cifras resultan estremecedoras incluso para un país como Brasil: el pasado febrero, el Estado de Río, con 16,5 millones de habitantes, registró una media de 18 homicidios por día. Así que los cariocas como Lincoln se han acostumbrado a enfrentar con naturalidad la violencia crónica de la ciudad que, tras la tregua de los Juegos Olímpicos del pasado agosto, se ha vuelto a sumergir en una ola de tiroteos bajo los que caen policías, traficantes e inocentes alcanzados por balas perdidas. “Para nosotros es siempre así. Convivimos con disparos todos los días. La semana pasada autoricé que mi hija saliese con el grupo del colegio a buscar criaderos de mosquitos y no sabes cómo me preocupé. No la dejo salir más. Hay barrios donde no se puede ni estar en la calle”, lamenta el portero de un edificio de uno de los barrios ricos de Río, que reside en una de las zonas más violentas de la ciudad.
El pasado día 30 de marzo una serie de altercados violentos puso a prueba los límites de tolerancia de los cariocas, capaces de hacerse selfies en medio de los tiroteos. Las disputas armadas se repitieron en varios puntos de la ciudad con operaciones policiales, muertos y disparos, pero lo que sucedió en un barrio del suburbio prácticamente tomado por el crimen —donde vive el portero— tiene aún a las autoridades y a la sociedad en vilo. Podría haber sido un enfrentamiento armado más entre policías y traficantes (hubo 4.212 el año pasado), si no fuese porque murió una niña de 13 años dentro de una escuela y porque un vídeo grabado por un vecino expuso que, como en la guerra, aquí parece valer todo.
Las imágenes muestran a dos agentes de la Policía Militar acercarse a dos hombres malheridos tumbados en el suelo. Uno de los agentes se aproxima, recoge un fusil allí tirado y dispara dos veces sin inmutarse contra uno de los cuerpos tendidos que aún se movía. Un segundo policía imita al colega y remata al segundo sospechoso. Los agentes, que fueron detenidos por homicidio, alegaron legítima defensa y su acción recogió más de 100.000 firmas de apoyo en la plataforma change.org. Pero a 10 metros de allí, tras un muro marcado por más de una decena de agujeros de proyectil, yacía en una charca de sangre la pequeña Maria Eduarda, muerta con, por lo menos, cuatro tiros de arma de guerra. La pericia inicial apunta a que los disparos que acabaron con la joven mientras estaba en clase de educación física vinieron de un fusil usado por los policías. Entre enero y febrero de este año, la policía militar de Río mató a 182 personas en lo que se llama oficialmente “auto de resistencia” contra la autoridad policial. Es un 78,4% más que en 2016.
La crisis económica que atraviesa Brasil y que ha afectado especialmente a Río de Janeiro ha agudizado los efectos de la violencia. Con el Estado de Río en quiebra, los agentes aún no han cobrado su paga extra de diciembre ni sus bonificaciones; la Policía Civil, responsable de investigar los crímenes, está en huelga desde hace más de dos meses y el programa estrella de pacificación del Gobierno para reducir los índices de criminalidad en las favelas, con vistas a los grandes eventos de los últimos años —Copa de las Confederaciones de 2013, Mundial de Fútbol de 2014 y Juegos Olímpicos—, agoniza. En febrero, el Estado de Río registró su mayor índice de homicidios en ocho años: 502 muertes, un 24% más que en el mismo mismo mes de 2016.
Del otro lado de la trinchera, Río entierra un policía cada dos días. En lo que va de año, 50 agentes han muerto en enfrentamientos con criminales o en sus días libres por el simple hecho de ser policías. Cuatro de ellos fueron torturados y carbonizados por traficantes de drogas. Algunos agentes viven tan aterrorizados que hacen lo imposible por esconder su profesión. Secar el uniforme detrás de la nevera, en el horno o esconder la placa de identidad en la rueda de repuesto del maletero se ha convertido en protocolo de supervivencia para muchos de los 47.000 policías militares de Río, mientras los especialistas cuestionan cada vez más una política de seguridad basada casi exclusivamente en el combate al tráfico de drogas.
Si las muertes continúan a ese ritmo, se alcanzarán niveles solo vistos en 1994 y 1995, cuando murieron 227 y 198 policías, respectivamente. “Si le hiciese caso a mi familia, no saldría de casa, no voy ni al centro comercial”, afirma el sargento Milton Pinto, de 50 años, retirado hace 10 tras sobrevivir a su propia ejecución. “Los delincuentes me dispararon tres veces y se gritaban entre ellos: ‘¡Déjame que lo mate ya!’. Solo Dios sabe cómo conseguí escapar y saltar dos muros hasta que me socorrieron. La culpa es del Estado, que entrena mal, paga poco y ha perdido el control de esta guerra”, lamenta.
La palabra guerra, en boca del sargento, ha llegado también a los discursos de las autoridades, hasta ahora mucho más comedidos. Y la alusión a la guerra sirve también para justificar los abusos de todos los bandos. Nadie parece capaz de detener la espiral de violencia. No hay ni plan ni dinero para intentar que el que vive en Río tenga, de una vez por todas, algo de paz.