La sanguinaria estirpe de los Asad
El padre del actual dictador sirio creó un régimen basado en una crueldad implacable. Su heredero mostró pronto que tampoco le temblaba el pulso
Javier Martín
El País
Miembro destacado de la estofa de militares golpistas que en la segunda mitad del siglo XX dominaron las repúblicas árabes, Hafez el Asad, fundador de la dinastía que hoy acaudilla y arruina Siria, presidida ahora por su hijo Bachar, se ganó su sitio entre los dictadores más sanguinarios de la historia moderna en 1983. En el invierno de aquel año, la poliédrica guerra civil libanesa —azuzada desde Damasco, Washington, Teherán y Tel Aviv— atravesaba una de sus fases más cruentas y, en las regiones del centro de Siria, el islam político radical había enconado el pulso que libraba con un régimen despiadado que esquilmaba recursos, conculcaba derechos y torturaba a opositores. Decidido a extirpar lo que definía como “el cáncer del terrorismo”, el entonces presidente sirio ordenó el arresto de Omar Jawwad, un clérigo salafí enlazado con Arabia Saudí que lideraba la oposición islamista en la ciudad de Hama, una de las primeras en rebelarse contra el nacionalismo laico que en 1946 introdujo en Siria el partido árabe socialista Baaz.
La operación desencadenó una revolución en toda regla: espoleadas desde los alminares, que llamaban a la yihad, miles de personas tomaron las calles al grito de libertad. Su desafío apenas duró tres semanas. Las que necesitó la temida Fuerza de Defensa, liderada por su hermano Rifaat el Asad, para perpetrar una masacre ciclópea. Según organizaciones humanitarias, los barriles de dinamita y el gas prusiano mataron a más de 20.000 personas. Otras 15.000 desaparecieron y más de 3.000 fueron encarceladas en un acto de represión apocalíptico que silenció a la oposición durante casi tres décadas.
Hama, y otras localidades pobladas en su mayoría por comunidades suníes pequeñoburguesas y proletarias afines a movimientos regresionistas como los Hermanos Musulmanes, y minorías como los cristianos asirios o los kurdos, siempre se mostraron hostiles a los principios del militarizado partido Baaz. Situada a orillas del mítico río Orontes, al norte de Damasco, Hama había sido también la primera en rebelarse contra el golpe de Estado que en 1963 permitió apoderarse del Gobierno a una camarilla de jóvenes oficiales baazistas, entre los que ya descollaba Hafez el Asad. En abril de 1964, unidades del Ejército sirio mataron a 70 simpatizantes de la Hermandad en una violenta represión de las protestas contra los Ejecutivos del general Amin al Hafiz y Salah al din al Bitar, uno de los fundadores de este partido clave para entender Oriente Próximo.
Aquella asonada supuso, además, el primer gran ascenso de El Asad — nombrado comandante de la Fuerza Aérea— y la plataforma que le permitiría catapultarse al poder. Hijo de un modesto funcionario alauí —una de las ramas del chiismo— que cooperó con el protectorado francés, El León había escalado veloz en la cadena de mando gracias a su prestigio como piloto de combate, pero también a su maquiavélica inteligencia política, henchida de codicia. Apenas dos años después del primer pronunciamiento, participó en la insurrección que auparía a su colega de armas Salah Jadid. Cuatro años más tarde, completó su ambición con un tercer golpe de Estado, con la inestimable colaboración de Pekín y sectores del KGB.
Alcanzado el palacio de Damasco, El Asad se afanó en construir un régimen personalista, blindado frente a arribistas como él. Apoyado en su hermano Rifaat, concentró la dirección de las Fuerzas Armadas, de los servicios de inteligencia y de los aparatos de represión en su familia y repartió el poder político y económico entre sus allegados, los miembros del clan alauí y la rancia aristocracia suní que medró en tiempos del protectorado.
Estrechó las relaciones militares con Rusia y asentó su estrategia regional en el apoyo decidido a ciertos movimientos palestinos y en la invasión de Líbano, país al que envió 30.000 soldados un año después de que estallara el conflicto fratricida. La injerencia en el avispero libanés tuvo consecuencias internas: grupos islamistas radicales emprendieron una cruenta ofensiva que alcanzó su cénit en 1980 con el intento de asesinato del tirano y el ataque a la escuela de artillería de Alepo, en el que murieron más de medio centenar de cadetes. La respuesta fue preludio de la masacre en Hama. El Asad acusó a los Hermanos Musulmanes y envió al Ejército. El resultado: cerca de 2.000 muertos, la mayoría civiles, y más de 8.000 arrestados.
Consumada la limpieza en Hama, su siguiente paso fue consolidar su posición en el eje antiimperialista: firme aliado de Moscú, pese a los vaivenes que anunciaban la desintegración de la URSS, en 1987 firmó un acuerdo bilateral clave que le convirtió al mismo tiempo en socio de Teherán y enemigo de Irak, el otro Estado árabe en el que había triunfado el Baaz. Asido al régimen de los ayatolás, financió y dinamizó la lucha del grupo chií Hezbolá contra la ocupación israelí del sur de Líbano y concitó un grupo de resistencia en el seno de la Liga Árabe, beligerante con Egipto y Arabia Saudí, aliados de Washington. Además, se proyectó como un factor de inestabilidad al sostener y proteger al entonces incipiente movimiento de resistencia palestina Hamás.
Solo una cuestión escapó a su calculadora mente: la sucesión. Sus dos primeras apuestas fracasaron. Rifaat se destapó intrigante y codicioso, y fue purgado. Mientras que su primogénito e hijo predilecto, Bassal, murió en 1994 en un accidente de tráfico. Apremiado, hubo de poner su cortijo en manos de su segundo vástago, Bachar, que estudiaba en Londres.
Diecisiete años después de la muerte del hombre que modeló la Siria actual, ese intruso es digno sucesor de su padre, al que se equipara en crueldad y astucia política. Siempre arropado por su estirpe, que aún controla los mecanismos militares y económicos, Bachar el Asad mostró pronto que tampoco le temblaría el puño: en 2004 autorizó una vil represión en la ciudad septentrional de Qamishli que supuso la muerte de un centenar de kurdos, y en 2011, florecidas las primaveras árabes, y con 400.000 manifestantes de nuevo en las calles de Hama, recurrió como su progenitor al fusil y los tanques para masacrar a su propio pueblo.
Desde entonces, no solo ha logrado sobrevivir al conflicto de múltiples aristas que asuela el país: ha conseguido engatusar a aquellos poderosos que lo vilipendiaban y persuadirlos de que su persona y régimen son indispensables. Le bastó liberar a los islamistas que encarceló su padre; y la añagaza de abrir la frontera este al paso de las hordas yihadistas para trocar un genuino deseo de libertad y justicia social en un episodio más de la falaz y geopolíticamente interesada guerra antiterrorista.
Javier Martín
El País
Miembro destacado de la estofa de militares golpistas que en la segunda mitad del siglo XX dominaron las repúblicas árabes, Hafez el Asad, fundador de la dinastía que hoy acaudilla y arruina Siria, presidida ahora por su hijo Bachar, se ganó su sitio entre los dictadores más sanguinarios de la historia moderna en 1983. En el invierno de aquel año, la poliédrica guerra civil libanesa —azuzada desde Damasco, Washington, Teherán y Tel Aviv— atravesaba una de sus fases más cruentas y, en las regiones del centro de Siria, el islam político radical había enconado el pulso que libraba con un régimen despiadado que esquilmaba recursos, conculcaba derechos y torturaba a opositores. Decidido a extirpar lo que definía como “el cáncer del terrorismo”, el entonces presidente sirio ordenó el arresto de Omar Jawwad, un clérigo salafí enlazado con Arabia Saudí que lideraba la oposición islamista en la ciudad de Hama, una de las primeras en rebelarse contra el nacionalismo laico que en 1946 introdujo en Siria el partido árabe socialista Baaz.
La operación desencadenó una revolución en toda regla: espoleadas desde los alminares, que llamaban a la yihad, miles de personas tomaron las calles al grito de libertad. Su desafío apenas duró tres semanas. Las que necesitó la temida Fuerza de Defensa, liderada por su hermano Rifaat el Asad, para perpetrar una masacre ciclópea. Según organizaciones humanitarias, los barriles de dinamita y el gas prusiano mataron a más de 20.000 personas. Otras 15.000 desaparecieron y más de 3.000 fueron encarceladas en un acto de represión apocalíptico que silenció a la oposición durante casi tres décadas.
Hama, y otras localidades pobladas en su mayoría por comunidades suníes pequeñoburguesas y proletarias afines a movimientos regresionistas como los Hermanos Musulmanes, y minorías como los cristianos asirios o los kurdos, siempre se mostraron hostiles a los principios del militarizado partido Baaz. Situada a orillas del mítico río Orontes, al norte de Damasco, Hama había sido también la primera en rebelarse contra el golpe de Estado que en 1963 permitió apoderarse del Gobierno a una camarilla de jóvenes oficiales baazistas, entre los que ya descollaba Hafez el Asad. En abril de 1964, unidades del Ejército sirio mataron a 70 simpatizantes de la Hermandad en una violenta represión de las protestas contra los Ejecutivos del general Amin al Hafiz y Salah al din al Bitar, uno de los fundadores de este partido clave para entender Oriente Próximo.
Aquella asonada supuso, además, el primer gran ascenso de El Asad — nombrado comandante de la Fuerza Aérea— y la plataforma que le permitiría catapultarse al poder. Hijo de un modesto funcionario alauí —una de las ramas del chiismo— que cooperó con el protectorado francés, El León había escalado veloz en la cadena de mando gracias a su prestigio como piloto de combate, pero también a su maquiavélica inteligencia política, henchida de codicia. Apenas dos años después del primer pronunciamiento, participó en la insurrección que auparía a su colega de armas Salah Jadid. Cuatro años más tarde, completó su ambición con un tercer golpe de Estado, con la inestimable colaboración de Pekín y sectores del KGB.
Alcanzado el palacio de Damasco, El Asad se afanó en construir un régimen personalista, blindado frente a arribistas como él. Apoyado en su hermano Rifaat, concentró la dirección de las Fuerzas Armadas, de los servicios de inteligencia y de los aparatos de represión en su familia y repartió el poder político y económico entre sus allegados, los miembros del clan alauí y la rancia aristocracia suní que medró en tiempos del protectorado.
Estrechó las relaciones militares con Rusia y asentó su estrategia regional en el apoyo decidido a ciertos movimientos palestinos y en la invasión de Líbano, país al que envió 30.000 soldados un año después de que estallara el conflicto fratricida. La injerencia en el avispero libanés tuvo consecuencias internas: grupos islamistas radicales emprendieron una cruenta ofensiva que alcanzó su cénit en 1980 con el intento de asesinato del tirano y el ataque a la escuela de artillería de Alepo, en el que murieron más de medio centenar de cadetes. La respuesta fue preludio de la masacre en Hama. El Asad acusó a los Hermanos Musulmanes y envió al Ejército. El resultado: cerca de 2.000 muertos, la mayoría civiles, y más de 8.000 arrestados.
Consumada la limpieza en Hama, su siguiente paso fue consolidar su posición en el eje antiimperialista: firme aliado de Moscú, pese a los vaivenes que anunciaban la desintegración de la URSS, en 1987 firmó un acuerdo bilateral clave que le convirtió al mismo tiempo en socio de Teherán y enemigo de Irak, el otro Estado árabe en el que había triunfado el Baaz. Asido al régimen de los ayatolás, financió y dinamizó la lucha del grupo chií Hezbolá contra la ocupación israelí del sur de Líbano y concitó un grupo de resistencia en el seno de la Liga Árabe, beligerante con Egipto y Arabia Saudí, aliados de Washington. Además, se proyectó como un factor de inestabilidad al sostener y proteger al entonces incipiente movimiento de resistencia palestina Hamás.
Solo una cuestión escapó a su calculadora mente: la sucesión. Sus dos primeras apuestas fracasaron. Rifaat se destapó intrigante y codicioso, y fue purgado. Mientras que su primogénito e hijo predilecto, Bassal, murió en 1994 en un accidente de tráfico. Apremiado, hubo de poner su cortijo en manos de su segundo vástago, Bachar, que estudiaba en Londres.
Diecisiete años después de la muerte del hombre que modeló la Siria actual, ese intruso es digno sucesor de su padre, al que se equipara en crueldad y astucia política. Siempre arropado por su estirpe, que aún controla los mecanismos militares y económicos, Bachar el Asad mostró pronto que tampoco le temblaría el puño: en 2004 autorizó una vil represión en la ciudad septentrional de Qamishli que supuso la muerte de un centenar de kurdos, y en 2011, florecidas las primaveras árabes, y con 400.000 manifestantes de nuevo en las calles de Hama, recurrió como su progenitor al fusil y los tanques para masacrar a su propio pueblo.
Desde entonces, no solo ha logrado sobrevivir al conflicto de múltiples aristas que asuela el país: ha conseguido engatusar a aquellos poderosos que lo vilipendiaban y persuadirlos de que su persona y régimen son indispensables. Le bastó liberar a los islamistas que encarceló su padre; y la añagaza de abrir la frontera este al paso de las hordas yihadistas para trocar un genuino deseo de libertad y justicia social en un episodio más de la falaz y geopolíticamente interesada guerra antiterrorista.